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Nuria Alabao

Abortar es mejor que hacer trabajos forzados de reproducción

Asistimos a la enésima guerra de género protagonizada por Vox, el partido que hace fiestas de disfraces y las llama mítines. Estos días ha generado una disputa con el PP en el gobierno de Castilla y León utilizando el aborto como dinamita para pegar un toque a Núñez Feijoó: “Dices que no nos quieres de socios de gobierno, pues podemos ponerte difícil pisar la Moncloa”. La propuesta de terrorismo psicológico contra las mujeres que van a abortar, como hacer que oigan el latido del feto, o un tipo de ecografía que permite ver los rasgos de la cara —si el embarazo está suficientemente avanzado— parece difícil de implementar, o probablemente imposible bajo la legislación actual. Ni siquiera es una medida que se haya consensuado realmente con el PP, pero en las guerras culturales la verdad no importa.

En los matices se jugaba todo y no quedaba claro si los médicos estaban obligados a ofrecer escuchar el latido o solo era una opción. Sin embargo, sentimos la amenaza de que pudiese llegar a convertirse en un requisito obligatorio para las mujeres, como sucede en Hungría. Pero aquí estamos lejos todavía de que algo así pueda suceder: una mayoría muy consolidada apoya este derecho —más del 80% de los habitantes de España, según IPSOS, aunque hay que señalar que esta aceptación ha caído cinco puntos desde 2014—. La nueva ley de interrupción del embarazo que está tramitando el Ministerio de Igualdad retira trabas hoy existentes como los tres días de reflexión o el sobre cerrado donde se informa de las ayudas a la maternidad a las que se puede optar.

Así, este debate es totalmente instrumental, ya que a Vox le sirve para perimetrar su espacio electoral ultra frente al PP, mientras que desestabiliza la estrategia de los populares que pretende arañar votos al PSOE por el centro. Los socialistas lo han pillado al vuelo y han salido con todo para llevar más lejos si cabe esta guerra, para profundizarla y darle espacio porque saben que les beneficia. Feijóo despertó, aunque tarde, y mientras que sus primeras dudas dejaron varios días de hecatombe mediática, ha acabado afirmando que el protocolo no se modificará. Su única resistencia ha quedado reducida a oponerse a que las jóvenes de 16-17 años puedan abortar sin consentimiento paterno.

Pero más allá de la agenda partidaria y sus líderes, las guerras culturales, o las guerras de género tienen una dimensión doble. Por un lado, son una táctica comunicativa que sirve para manejar agendas mediáticas y juegos de poder institucional. Así está funcionando en Europa del Este, por ejemplo, donde son funcionales a la conquista de las instituciones. Pero, además, estas cuestiones hacen emerger juegos de significantes, que es el material con que hacemos la cultura o resistimos, y entroncan con cuestiones centrales de nuestro ordenamiento de género. En este caso, los debates de estos días han sacado a la luz una serie de argumentos que remiten a un sustrato culpabilizador hacia las mujeres que abortan que, pese a todos los avances, todavía persiste. Y no solo en la derecha. Hay una defensa pretendidamente progresista del aborto que no se cansa de señalarlo como trauma, o de insistir en que es una catástrofe para las mujeres, que todas lo vivimos mal. Si no, ¿somos malas personas?

Abortar no es un trauma

“Dejad de decir que bastante duro es abortar porque parece que las que viven el aborto de otra forma son peores”, decía una tuitera. En el mismo hilo se comentaba una experiencia que puede ser común a muchas mujeres que han interrumpido su embarazo según la comunidad, el centro médico o los profesionales que les hayan tocado: lo más traumático puede ser el propio proceso administrativo. “Tener que hacer algo que parece criminal o clandestino”, señala. Es ahí donde los ultras trabajan con ahínco cuando no consiguen cambiar las leyes; su objetivo es obstaculizar ese derecho; ya sea con este tipo de obligaciones de terror psicológico —escuchar el latido del feto—, haciendo presión a los médicos para que se hagan objetores o poniendo trabas en el proceso, como mandar a las mujeres a abortar a otra provincia, algo que sucede habitualmente en España. De hecho, Castilla y León es una de las CC. AA. que menos garantiza este derecho, donde muchas veces se tiene que pagar la sedación, viajar lejos de casa o donde muchas mujeres acaban optando —las que pueden— por pagarlo de su bolsillo para simplificar los trámites.

Aunque las mujeres, por diversos motivos, viven de manera diferente esta cuestión, abortar no tiene por qué ser traumático si el sistema de salud funciona. Lo que siempre es mortificante y conlleva consecuencias para toda la vida es obligar a las mujeres al trabajo de parto y de crianza no deseados. Si el feminismo ha insistido mucho en que los cuidados son trabajo no pagado, poner trabas al aborto tiene como objetivo forzar a las mujeres a hacer trabajos de reproducción, como señala la feminista Sophie Lewis. Ser esclavas de nuestra capacidad de gestar y no sus dueñas. “Estar a favor del derecho a decidir es estar en contra de la vida forzada. El aborto es el rechazo del trabajo gestacional”, según Lewis. Millones de mujeres en todo el mundo se ven obligadas a dedicar parte de su vida a embarazarse, a parir —muchas veces con riesgo para su salud—, y a criar, quieran o no, haya o no las condiciones para ello, dejándose sus propias vidas por el camino. (Cada día mueren más de 800 mujeres en el mundo por complicaciones en el embarazo y el parto, según la OMS.) Como también señala Lewis, a los antiabortistas les importa mucho la vida, pero solo las potenciales de los fetos, no las reales de las mujeres en cuyos cuerpos se alojan, cuyas vidas desarrolladas y plenas están en juego. No, las mujeres no tienen que seguir viviendo para otros por más que la misoginia siga proclamando ese principio.

El marco sigue siendo ese místico que envuelve a la reproducción y la propia idea de maternidad del orden tradicional de género. Pero una embarazada no es una madre, ni siquiera una futura. Nadie debería dar a luz involuntariamente. Y esta es una verdad que aflora por encima de todos los discursos que quieren culpabilizarnos por abortar, ya sean reaccionarios o socialdemócratas: da igual cuántas ayudas haya para las madres, o cuántas guarderías gratuitas existan, o si la vivienda es más accesible, todo ello mejorará la vida de las madres existentes, pero nada de ello justifica que una mujer dé a luz en contra de su propia voluntad. Abortar es bueno. Y tenemos que seguir proclamándolo frente a los discursos de culpabilidad y de arrepentimiento para poder enmarcar la cuestión dentro de la justicia reproductiva.

Siempre que pueden, los fundamentalistas llevan el debate a cómo se define o cuándo comienza la vida, pero de lo que se trata es de si una mujer embarazada puede decidir o no tener un hijo sin que esto la convierta en alguien que ha cometido un fallo, en alguien que tiene algo que esconder o incluso en una criminal —en los casos que quedan fuera de la ley—. Frente a las argumentaciones que defienden el aborto desde un marco que refuerza la idea de error, de “último recurso”, de algo que tiene que ser “poco común”, tenemos que volver a situar la cuestión en un lugar positivo, en el ámbito de liberación de las mujeres —u hombres con capacidad de gestar en el caso de los trans—. La feminista Laura Klein explica precisamente que hasta los 70 se enfrentaban la defensa de la familia y la revolución sexual, la maternidad obligatoria frente a liberación de la mujer. Sin embargo, desde los 80 se impuso, tanto para condenar el aborto como para legalizarlo, el discurso de los derechos humanos, de manera que el marco liberal era el único pensable, donde los dos términos más prestigiosos de los derechos humanos —vida y libertad— se enfrentaban como opuestos. Los ultras nos llaman por eso asesinas.

Pero el marco de la defensa del aborto no es el marco de la muerte, como dicen los fundamentalistas, es el de la vida, no el de la vida biológica como absoluto, sino el de las vidas que merecen ser vividas. Además de la posibilidad de elegir no ser madres o no dar a luz —que no es lo mismo—, tenemos que poder elegir serlo si lo deseamos, y también criar y cuidar en entornos seguros, saludables y felices, como dicen las mujeres de Sister Song. Todo ello define plenamente la justicia reproductiva, la libertad reproductiva, los marcos en los que debemos mover la defensa del aborto. Pero en la dimensión utópica que subyace a este planteamiento —donde imaginamos una sociedad que sería del todo diferente—, el decidir si dar o no a luz sigue siendo un paso inapelable, por eso abortar es bueno. Culpabilizar a las mujeres solo sirve para apuntalar nuestra función tradicional de personas obligadas a trabajos forzados de reproducción.

[Fuente: Ctxt ]

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2023

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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