¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Rafael Poch de Feliu
Resignados a una larga guerra
Solo Lula podría mediar con credibilidad en el conflicto de Ucrania, condenado a eternizarse por los intereses de las potencias y el estancamiento en el campo de batalla
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El 5 de diciembre Ucrania atacó dos bases de la aviación estratégica nuclear rusa, en Riazán y Sarátov, a centenares de kilómetros de su frontera. Inmediatamente después, el secretario de Estado Antony Blinken dijo que Washington “ni anima ni contribuye a que los ucranianos ataquen territorio ruso”, pero fuentes militares americanas y rusas apuntan que esos ataques, con viejos artefactos soviéticos TU-141 de los años setenta reconvertidos en misiles de crucero, han sido posibles gracias a modernos sistemas de comunicación y navegación satelitales de Estados Unidos. El 16 de diciembre, la agencia Tass mencionaba a una empresa de Arizona como fabricante de los sistemas utilizados en diversos ataques a territorio ruso e incluso citaba el nombre del aeropuerto polaco (Rzeszow) en el que se habrían hecho las pruebas y montajes de los aparatos.
La implicación directa e intensa de recursos militares de la OTAN, no solo con armas y dinero, sino también con fuerzas especiales y todo tipo de recursos electrónicos y de posicionamiento de última generación, y no ya desde el inicio de la invasión sino desde inmediatamente después del cambio de régimen en Kiev del invierno de 2014, es algo conocido y admitido:
“Lo que hicimos a partir de 2014 fue crear las condiciones”, explicó, entre otros, el jefe de operaciones especiales, Richard Clarke, en agosto en una entrevista con David Ignatius en The Washington Post. “Cuando los rusos invadieron en febrero llevábamos siete años trabajando con las fuerzas especiales ucranianas, con nuestra asistencia crecieron en número y sobre todo crearon capacidad tanto en combates de asalto como en operaciones de información”.
Atacar las bases rusas es perfectamente legítimo para Ucrania, tanto más cuando los bombarderos estratégicos rusos TU-95 han lanzado misiles contra objetivos ucranianos tras despegar de esas bases, pero desde el punto de vista de la dialéctica de las superpotencias nucleares, el asunto es una jugada de alto riesgo. Produce escalofríos imaginar que China o Rusia hicieran posible con su tecnología militar ataques de México a una base nuclear de Estados Unidos en California o Minnesota. Y eso es lo que está ocurriendo.
Un funcionario del Ministerio de Exteriores ruso dijo que la utilización de satélites de Estados Unidos convierte a su vez a esos recursos en legítimo objetivo militar ruso y un conocido analista militar chino del portal guancha.cn ha recomendado a los rusos que no se metan en tal “peligro mortal”. Putin convocó al Consejo de Seguridad nacional tras los ataques del 5 de diciembre, pero, afortunadamente, los rusos saben a lo que se exponen si atacaran satélites de Estados Unidos, y parecen coincidir más con el analista chino que con su elocuente diplomático.
Ese es el tipo de insensata ruleta al que se está jugando en Ucrania. Ilustra perfectamente la múltiple y contradictoria naturaleza de esta guerra. Múltiple porque la criminal invasión rusa de Ucrania, que tantos sufrimientos está causando a la población civil, no habría sido posible sin los elementos de guerra civil que el cambio de régimen de 2014 desencadenó en el interior de Ucrania, mediante la imposición de la narrativa nacionalista antirrusa y atlantista a los grandes sectores de la población que no estaban de acuerdo con ella, especialmente, pero no solo, en Crimea y en el Dombás. Lo uno no habría sido posible sin lo otro.
Contradictoria, porque con esa importante reserva, uno puede defender el legítimo derecho de los ucranianos a su soberanía e integridad territorial y oponerse al mismo tiempo a la guerra por procuración que Estados Unidos y la OTAN están llevando a cabo en Ucrania contra Rusia, con China en mente. A estas alturas, resulta imposible hacer pasar por abstracta especulación este planteamiento, abiertamente suscrito sin el menor tapujo por sus protagonistas. El último de ellos en explicarlo ha sido el jefe del Stratcom, Charles Richard, uno de los máximos jefes militares de Estados Unidos:
“Esta crisis de Ucrania en la que ahora estamos es solo un precalentamiento. La gran crisis (‘the big one’) está por venir y no tardaremos mucho en ser puestos a prueba en formas que no hemos conocido en mucho tiempo”, explica Richard en una entrevista publicada por The New York Times el 22 de noviembre. Ucrania es un campo de pruebas en el que se están midiendo las capacidades rusas y “probando y observando nuevos avances en tecnología y adiestramiento que están cambiando la forma de combatir”, explica el diario en el mismo informe.
Este es el aspecto esencial que impide a la izquierda abrazar la causa ucraniana al lado de quienes acaban de incendiar el Oriente Medio desde Libia a Afganistán, pasando por Siria, Yemen e Irak con el resultado de más de tres millones de muertos y cuarenta millones de desplazados y refugiados, y que ahora calientan motores para la tercera guerra mundial. Y este es, precisamente, el panorama que determina la posición mayoritaria del Sur global en este conflicto, mientras en Europa una pseudoizquierda de derechas (la divisoria entre izquierda y derecha es el apoyo al neoliberalismo y al belicismo) baila al son de los tambores de guerra y del militarismo envuelta en la bandera ucraniana.
La mayoría de los países del mundo han condenado en la ONU la agresión rusa a Ucrania y al mismo tiempo se han desmarcado de las sanciones contra Rusia diseñadas para “arruinar” a ese país (según la ministra de exteriores alemana, Annalena Baerbock), y “desmantelar paso a paso la capacidad industrial de Rusia” (Ursula von der Leyen), por citar solo a dos políticos europeos fallidos protagonistas de una sanciones tan ruinosas para la UE como beneficiosas para Estados Unidos económica y geopolíticamente. Aún menos consenso obtiene en el mundo la línea occidental de armar sin límite a Ucrania y la mala fe negociadora demostrada en los acuerdos de Minsk de 2015, cuyo objetivo era “ganar tiempo” (Angela Merkel en declaraciones a Die Zeit) con el fin de “crear unas fuerzas armadas poderosas” (Petró Poroshenko, expresidente de Ucrania) y en el manifiesto desinterés por una solución de paz negociada demostrado en los últimos meses. ¿Qué pasa mientras tanto en Moscú?
Sesión de noche en el primer canal de la tele rusa. Aquellos rostros irritados de estrellas fachas de la televisión, aquellos semblantes cabizbajos de patrióticos expertos y analistas, de los meses de septiembre y octubre con motivo de la exitosa contraofensiva ucraniana, han dado lugar a otra cosa. Ahora los mismos personajes desprenden una chulesca confianza. Anuncian un próximo giro de la situación en el frente. La economía rusa funciona, se adapta, las relaciones exteriores se transforman y estrechan. El comercio ruso con China no solo no se encoge, sino que aumenta dinámicamente, confirma The Wall Street Journal. Las sanciones son impotentes. En Europa crecen las tensiones y las dificultades. Privada de energía eléctrica, Ucrania se vacía y envía allá a sus centenares de miles de refugiados que se harán cada vez más engorrosos. La sociedad rusa se conforma con las versiones oficiales, como hacía la sociedad americana con la guerra de Irak, tragándose los argumentos justificatorios con la misma tranquilidad. Los Patriot que los americanos van a entregar a Ucrania, son los modelos antiguos, no demasiado eficaces y carísimos, se dice. ¿Cuánto tiempo podrán aguantar americanos y europeos tan ruinosa subvención de guerra? En Estados Unidos el establishment está dividido, con el Departamento de Estado dispuesto a continuar la guerra hasta el último ucraniano y el Pentágono mucho más cauto, como si se tomara en serio lo de la “ofensiva de invierno” rusa. Hasta el jefe del Estado Mayor del ejército, General Mark Milley, advertía en noviembre que no hay victoria a la vista en esta guerra… Por lo demás, el parte diario de ataques ucranianos indiscriminados contra ciudades del Dombás (escuelas, hospitales), condecoración de heroicos defensores de la patria, y un Putin relajado y en plena forma copando largos segmentos del telediario. ¿Occidente se cansará?
En Afganistán tardaron veinte años en cansarse de aquella guerra absurda en la que se gastaron 2,3 billones de dólares y cuando lo hicieron fue para concentrarse mejor en la actual jugada contra Rusia y China, por lo que el asunto tampoco pinta bien para Moscú. Incluso si los militares, apoyados por Washington, acaban desplazando a Zelenski en Kiev con miras a una negociación, será muy difícil que Ucrania acepte los que los rusos definen como “las realidades sobre el terreno”: cederles los 100.000 kilómetros cuadrados que ocupan, de los 600.000 que tiene Ucrania. Y todo lo que no sea eso —y puede ser mucho menos— sería una pérdida para Rusia, cuyo régimen se juega su existencia en esta guerra. Respecto a Occidente, cualquier paz con aspecto de victoria rusa será una derrota que confirmaría su declive ante la mayoría del mundo. Así que todo apunta hacia una larga guerra.
Con ese pronóstico, la pregunta es quién podría remediarlo, ¿quién podría mediar?
El presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, tomará posesión de su cargo el 1 de enero. Su reconocimiento del estado palestino en las fronteras de 1967, secundado por media docena de países latinoamericanos, su exitosa mediación con Irán, que hizo posible el acuerdo nuclear del que Estados Unidos se desdijo y, sobre todo, su liderazgo en la integración continental sudamericana y consolidación de los países emergentes con objetivos comunes de integración política, reforma de las “instituciones internacionales” de Occidente y desdolarización, enfureció al imperio y explica, según su propia versión, el golpe seguido de encarcelamiento que Lula sufrió en Brasil en 2018. Ahora sus circunstancias son muy diferentes a las que le llevaron al poder en 2003: ha ganado las elecciones por los pelos, no hay una buena coyuntura expansiva para el reparto de renta sino al contrario, y, además, tiene enfrente a una poderosa extrema derecha bolsonarista con enorme respaldo social. Como ha apuntado Steve Ellner, el mejor terreno para afianzar su mandato Lula lo tiene en la política exterior: volver a afirmar un liderazgo brasileño al frente de un gran movimiento internacional de países no alineados.
El conflicto de Ucrania, la demostrada incapacidad de las potencias por resolverlo y su común apuesta por una larga y desastrosa guerra que no parece poder tener vencedores, ofrece a Lula un reto para demostrar su credibilidad a la hora de alcanzar un acuerdo con el respaldo de la verdadera “comunidad internacional” que desde la ONU ha marcado la línea: condena de la invasión rusa y al mismo tiempo oposición a una guerra del hegemonismo occidental que debilite el papel ruso en el equilibrio mundial. Ese debilitamiento tendría consecuencias desastrosas no solo para la potencia nuclear rusa, con los peligros que ello conlleva, sino para todo el sur global en su pulso con el hegemonismo belicista occidental.
Estas son consideraciones que no cuentan en Europa y Estados Unidos, pero que son básicas en América Latina, Asia, África y Oriente Medio. Con una mediación hábil en Ucrania, Lula podría ser el abanderado de los intereses de la mayoría de la población mundial.
[Fuente: Ctxt]
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2022