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Boaventura de Sousa Santos

Las razones y las emociones del futuro de hoy

Nunca vivimos realmente en el futuro (ni en el pasado). Por otro lado, lo que llamamos presente es solo el momento que conecta el recuerdo reconfortante o inquietante de lo que fuimos y la anticipación, auspiciosa o fatídica, de lo que seremos. Los finales de año se prestan a que este momento, que siempre está presente, se manifieste en forma de interpelación. En esto consisten los balances y los planes. Esta enigmática dinámica temporal, centrada en lo que ya no vivimos y lo que nunca viviremos, ocurre tanto a escala individual como a escala social. Mi enfoque está en lo social, pero el análisis es válido, con adaptaciones, en todos los niveles de la vida humana.

La memoria y la anticipación no son cosas distintas. Son diferentes formas de evaluar la condición existencial en función del miedo y la esperanza que despiertan. Cuatro combinaciones son posibles: la memoria inquietante y la anticipación fatídica son el espejo del miedo sin esperanza; la memoria reconfortante y la anticipación auspiciosa son el espejo de la esperanza sin miedo; la memoria reconfortante y la anticipación fatídica son el espejo de la pérdida y de los límites impuestos por determinaciones, imposiciones o fatalidades; la memoria inquietante y la anticipación auspiciosa son el espejo de la resistencia y de las posibilidades, de la desestabilización de los límites, de la resistencia a las imposiciones y de la falibilidad de los determinismos. Este es el momento en que cada individuo, grupo social o sociedad trata de definir su condición existencial. Es a su luz que se afirman los propósitos y se toman decisiones. En los tiempos de globalización fracturada y que fractura en los que vivimos, otros dos niveles de evaluación condicionan todos los niveles anteriores. Me refiero a los niveles mundial y planetario.

Este año, los europeos en general parecen condenados a combinar la memoria inquietante con una anticipación fatídica, lo que debería generar mucho miedo y muy poca esperanza. Esta es la combinación ideal para desalentar el activismo ciudadano y alimentar la extrema derecha. Para justificar esta afirmación es necesario combinar las razones y las emociones. Esta combinación ha sido ajena a todo el pensamiento político y económico liberal que domina en los países occidentales. Para esta línea de pensamiento, el comportamiento humano se basa en decisiones humanas racionales y en los cálculos que fluyen de ellas. Las razones y los cálculos son estables y pueden medirse o evaluarse racionalmente. La idea de que puede haber decisiones políticas y cálculos irracionales siempre ha sido relegada al campo de las patologías. Rara vez se tiene en cuenta que Tucídides, el gran historiador de la guerra del Peloponeso, consideraba que “los hombres están motivados por el honor, la avaricia y, sobre todo, por el miedo”. O se reconoce que uno de los fundadores del pensamiento liberal, Thomas Hobbes, consideraba que las pasiones y las emociones son naturales e ineludibles, desde la compasión, el deseo y el honor hasta el desprecio, la envidia y la tristeza. Según Hobbes, las pasiones descontroladas convierten a los seres humanos en inseguros y traicioneros. Clausewitz, por su parte, argumentó que la guerra, como fenómeno total, era una mezcla de razones, suerte, probabilidades y fuerzas ciegas, como la violencia, el odio y la enemistad. Más recientemente se ha considerado que las ansiedades individuales están en la raíz del nacionalismo y que esto no se explica sin la propagación de sentimientos de odio (contra otros, denominados enemigos) y amor (hacia aquellos que consideramos que son los nuestros).

Las razones. Se conocen las razones del exceso de miedo a expensas de la esperanza por parte de los europeos. Es el continente que, a pesar de las asimetrías internas, ha brindado más bienestar a más personas durante los últimos setenta años. Tal distribución fue designada políticamente como socialdemocracia y su reflejo social fueron las amplias clases medias. Muchos países del sur y del este de Europa habían vivido más tiempo bajo la dictadura que bajo la democracia, pero el final de la guerra, el fin de las dictaduras del sur de Europa en los años 70 y la caída del Muro de Berlín a finales de los 80 hicieron creer que la democracia estaba plenamente consolidada y duraría para siempre. El mito de la convergencia progresiva entre los niveles de desarrollo fomentados por la Unión Europea ha fomentado esta creencia. El hecho de que Portugal, por ejemplo, dejara de converger hace más de veinte años no afectó en modo alguno al sentido común de que la convergencia era el destino. Todo esto se ha racionalizado como resultado de la superioridad de los europeos sobre otros países, muchos de ellos antiguas colonias europeas.

Resulta que todo esto solo fue posible porque Estados Unidos lo hizo posible en su calidad de superpotencia, emergiendo de la Segunda Guerra Mundial como el país más poderoso del mundo. Fue por iniciativa de Estados Unidos que la inmensa deuda externa acumulada por Alemania en dos guerras perdidas se condonó en buena medida. Fue Estados Unidos quien permitió a los países europeos no gastar sus presupuestos en gastos improductivos y potencialmente destructivos, como armamentos militares. Organizaron la OTAN, el simulacro colectivo del poderío militar estadounidense. Todo fue bien hasta que las condiciones de acumulación de capital a escala mundial hicieron ver a EE. UU. que Europa se estaba desarrollando a un ritmo “excesivo”, especialmente Alemania, que, sobre todo tras la caída del Muro de Berlín, se estaba expandiendo hacia el este, creando fuertes lazos económicos y políticos con la rival Rusia (hasta el punto de que un ex primer ministro se convirtió en consejero delegado de una empresa rusa, Gazprom) y abriendo los brazos a China, más allá de lo que permitía la geopolítica estadounidense. La política estadounidense de contención a Europa comenzó ya a mediados de la década de 1980 con el Consenso de Washington y la consagración global del neoliberalismo que legitimó el capitalismo liberal estadounidense como el único viable. El Consenso de Washington fue una espada apuntando al corazón de Europa.

De repente, la socialdemocracia era insostenible y se decía que la economía europea era poco dinámica, no tanto por la primera crisis del petróleo una década antes, sino sobre todo porque las democracias europeas estaban especialmente cargadas con un exceso de derechos sociales y de bienestar para amplios sectores de la población. Fue así como se construyó la crisis de la socialdemocracia. Y, como siempre, las presiones externas nunca operan sin contrapartes internas. El primero fue Tony Blair y la tercera vía (siempre Inglaterra incapaz de dejar de ser un imperio). Luego fue la Unión Europea y, concretamente, la Comisión Europea. Como los países europeos individuales tenían un comportamiento diversificado y, a veces, “irrazonable”, la Comisión se convirtió en el objetivo principal de la restricción. En términos proporcionales, el número de grupos de presión de empresas estadounidenses en Bruselas es comparable al que tienen en el Congreso, en Washington. Los menos distraídos habrán notado el entusiasmo de Durão Barroso por la invasión ilegal de Irak, cuando muchos países europeos se habían expresado en contra. Y también habrán notado que, ya en la época de Barack Obama, el único gobernante europeo cuyo teléfono fue espiado por Estados Unidos con fines de competencia industrial fue Angela Merkel, la primera ministra de la principal economía de la UE. Y también habrán notado que la OTAN, aunque su nombre indica que pretende defender exclusivamente el Atlántico Norte, se ha puesto al servicio de los designios estadounidenses en Libia, Afganistán, Siria y mañana ciertamente en el mar de la China Meridional.

Ha quedado claro que en la política internacional nadie regala nada. Pero la segunda parte del precio a pagar aún estaba por venir. El pretexto fue la guerra de Ucrania. Un acto ilegal, apresurado y condenable de Vladímir Putin fue utilizado por Estados Unidos para poner finalmente a Europa en orden, tanto política como económicamente. No solo por eso, obviamente. También para contener a China, neutralizando a su aliado más importante y, si es posible, cerrar el camino de acceso de China a Europa a través de Eurasia. Pero los europeos y especialmente el martirizado pueblo ucraniano son, por ahora, los grandes perdedores de una guerra que podría haberse evitado y que, después de la eclosión, habría terminado fácilmente y sin un gran sufrimiento humano. Sin sus propias armas disuasorias ni sus recursos naturales, Europa estará siempre a merced de Estados Unidos. Primero, la guerra fue económica, luego militar y geoestratégica. En sus relaciones con EE. UU., la Europa que saldrá de la guerra de Ucrania será un “estado asociado” de EE. UU., es decir, un enorme Puerto Rico.

Los más distraídos seguirán sorprendidos por la dedicación patriótica de la señora Ursula von der Leyen a los intereses geopolíticos de Estados Unidos, aunque es obvio que el empobrecimiento de Europa y el enriquecimiento de Estados Unidos, por todas las razones y especialmente por el armamento pesado que venden a Europa y que Europa tendrá que pagar algún día, una enorme deuda que los ciudadanos tendrán que pagar, aunque no se les haya escuchado para aprobarla. La democracia europea ha trabajado para imponer hechos consumados a ciudadanos incautos e impotentes, víctimas de la mala costumbre de confiar en que en Bruselas alguien vela y cuida por el bienestar de todos. Como Europa es un jardín, no hace falta democracia para ocuparse de ella; basta con que sirva de lección y modelo para los pueblos que viven en la selva. A esos sí, es necesario imponerles la democracia para que se conviertan también en jardines por donde los europeos puedan pasear.

En definitiva, las razones del exceso de miedo y de la falta de esperanza radican en que no se ve el final de la guerra y no se sabe hasta dónde llegará el empobrecimiento resultante de sus consecuencias.

Las emociones. La psicología social estudia desde hace tiempo las emociones que condicionan la participación política. La gran mayoría de los estudios, en la tradición de la ciencia positivista, se preocupan poco por saber al servicio de qué fuerzas políticas pueden las emociones ser movilizadas, pero los resultados que nos proporcionan siguen siendo útiles. ¿Cómo se pueden utilizar las emociones de los europeos cuando las consecuencias de la catástrofe ucraniana agravada por la catástrofe ambiental y la crisis de los servicios de salud pública en el período de pandemia intermitente en el que estamos entrando se hacen más evidentes y visibles en los presupuestos y la calidad de vida de las familias? Dado que el sistema democrático será tan culpable de sus decisiones como de su omisión al no decidir, es natural que las emociones se centren en la idea de antisistema. Como en un sistema democrático las fuerzas políticas más visibles están integradas en el sistema, clamar por lo antisistema es una demagogia que pretende encubrir el objetivo real: la lucha contra la democracia y el deseo de autocracia, o incluso del fascismo.

Obviamente, la abrumadora mayoría de los que se unen a esta protesta y votan por los partidos fascistas no son autócratas ni fascistas. Son solo personas empobrecidas y defraudadas por la democracia, y que no ven otra alternativa. Pero los fascistas saben que necesitan esta masa de votantes. Después de todo, en última instancia, siempre es el pueblo el que oprime al pueblo. En la Alemania nazi era gente común que iba a denunciar a las SS que “mi vecino es judío”. Pero para esto, ¿qué emociones hay que movilizar? Los psicólogos sociales han estudiado con especial atención la ira/rabia, la ansiedad, el miedo y el entusiasmo. Los estudios demuestran que la ira o el odio son las emociones que desencadenan más intensamente la disposición activa (votar, por ejemplo) porque son las que definen más claramente al enemigo que necesita ser derrotado. También señalan que esta participación tiene un perfil muy específico. Aquel que no acepta información fiable que contradiga las razones de la ira o el odio. Por tanto, tiende a ser una participación irracional, en el sentido de que se basa en una realidad paralela que nada tiene que ver con la realidad real y con la que no se deja confrontar. Cualquiera que esté observando el discurso de la extrema derecha en Europa, ya sea Santiago Abascal en España o André Ventura en Portugal, podrá observar el proceso gradual de creación de realidades paralelas a través de la movilización de la ira y el odio. El triunfo de esta realidad significa el fin de la democracia.

[Fuente: Público. Traducción de Bryan Vargas Reyes]

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2022

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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