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Antonio Antón

La comunidad y lo común

En esta ponencia explico cuatro aspectos encadenados: 1) El concepto de comunidad y el vínculo social de los individuos, con el doble sentido del proceso de individualización. 2) La interacción entre intereses y derechos individuales y colectivos, es decir, entre procesos de empoderamiento personal y relaciones comunitarias. 3) El carácter de la solidaridad (fraternidad y sororidad) y su relación con la igualdad y la libertad y cómo se configuran en el contrato social y la experiencia del feminismo. 4) Los sujetos y la democracia participativa, en particular el papel de los movimientos sociales y las identidades parciales y su relación con un sujeto global y el universalismo.

Como se puede ver son temas complejos y de fuerte debate en las ciencias sociales y la filosofía política, así como con importantes implicaciones sociopolíticas para la acción colectiva y la transformación social de carácter igualitario-emancipador-solidario. Será preciso detenerse en algunas clarificaciones del sentido de algunos conceptos básicos sometidos a polémica interpretativa. Parto del marco sociopolítico explicado en el libro Dinámicas transformadoras. Renovación de la izquierda y acción feminista, sociolaboral y ecopacifista.

El concepto de comunidad y el vínculo social de los individuos

Quizá los autores que más han desarrollado este concepto de comunidad con la diferenciación con el de sociedad y el papel del individuo hayan sido los dos sociólogos clásicos alemanes Max Weber y Ferdinand Tönnies. Señalan dos características básicas.

Por una parte, constituye una relación social de individuos que tienen unas tradiciones y cultura comunes, unos intereses similares y una dinámica vital con experiencias y proyectos compartidos. En ese sentido, comunidad es una relación sociohistórica y dinámica alejada, por un lado, del esencialismo y del determinismo económico, étnico o biológico, y por otro lado, de la simple interacción mercantil e instrumental. Existen distintas concepciones de ‘pueblo soberano’, ‘comunidad nacional’ y ‘Estado y entidad política’, complejizados con la construcción europea, junto con el sentido de pertenencia e identificación de individuos y grupos sociales a esos conglomerados sociales/comunitarios. Básicamente hay dos polos interconectados: el estatus (sociopolítico) de ciudadanía, y el sentido de pertenencia (relacional y cultural) a una colectividad.

Por otra parte, esos autores, al igual que la mayoría en las ciencias sociales, asocian esas relaciones comunitarias a las situaciones premodernas, de mayor densidad de los lazos comunitarios y menor desarrollo de las dinámicas individualizadoras que son, precisamente, las que configuran las modernas sociedades donde los vínculos sociales de los individuos serían más débiles e instrumentales (o racionales en función del interés propio). Es la interpretación liberal dominante.

En resumen, para las ciencias sociales convencionales la comunidad sería el pasado premoderno y la sociedad de individuos libres sería el presente y el futuro. En el centro de la polémica está la concepción del individuo y sus vínculos sociales, es decir, su carácter doble: individual y colectivo. Por tanto, hay una controversia por la relación entre la densidad de lo compartido o bien común y la dimensión del beneficio propio compatible con el interés general como agregado de los intereses individuales. Se trata de explicar el proceso de individualización y la nueva rearticulación de los vínculos sociales y comunitarios.

Desde el Renacimiento y el desarrollo del humanismo y las guerras de religión, particularmente, en los siglos XVII y XVIII, se produjo una prolongada y fuerte pugna ética y cultural por la prevalencia del individuo frente a distintas comunidades premodernas del Antiguo Régimen, tanto las dirigentes (monarquía, aristocracia, clero…) cuanto las subalternas (costumbres populares, gremios, comunas rurales…). Se fue afianzando la hegemonía de la nueva clase social emergente (burguesa y colonial) por su dominio económico y después político, al mismo tiempo que cultural, a través de la representación universal de la humanidad.

Así, en el marco occidental, el individuo es la fuente de legitimidad como nuevo sujeto de la modernidad (y la posmodernidad). A través del beneficio propio (el egoísmo o el vicio) se conseguiría el interés general (la virtud o el crecimiento económico). Pero esa profunda transformación frente a las estructuras comunitarias de la vieja aristocracia, controladora de la vida social y representadas por la Monarquía absoluta y la Iglesia, en nombre de la libertad individual y del individuo libre de ataduras colectivas, también pretende llevarse por delante las costumbres populares en común y su experiencia sociohistórica y relacional. Por tanto, desde el punto de vista popular y de progreso, se produce una dinámica contradictoria.

La individualización tiene un doble sentido

El proceso de individualización tiene un carácter doble, como la propia modernidad. Por un lado, libera a las personas de las ataduras de las rigideces estamentales y las estructuras sociales y de poder premodernas, poniendo el énfasis en la igualdad y la libertad de los individuos. Por otro lado, tiende a destruir los vínculos sociales y comunitarios que reforzaban las experiencias y las costumbres comunes de las capas populares que se enfrentan a los nuevos poderes emergentes (económicos e institucionales) que constriñen las bases para su libertad y su igualdad reales.

Existe una relación dicotómica en varios campos: individualización / vínculos sociales; libertades individuales / derechos sociales; identidades personales / identidades colectivas; beneficio privado / bien común. Son constitutivas de la modernidad (y la posmodernidad). Su interacción y su combinación explican sus diferentes fases y tendencias sociopolíticas y culturales. Es, pues, un tema recurrente en la teoría social que, últimamente, ha adquirido mayor relevancia pública por la emergencia de dinámicas populares de indignación cívica.

La experiencia y el significado de lo común, al igual que la individualización, tampoco son unívocas. La solución no está en la premodernidad comunal; tampoco en una posmodernidad con acentuación del individualismo. La interacción y el reequilibrio de los dos componentes, individual y colectivo, es imprescindible para una nueva modernidad más equilibrada y justa.

Se trata de respetar al individuo, al ser humano con sus derechos, y combinarlo con el bien común, ambos siempre en disputa por su sentido, su representación y su equilibrio. Pero ello supone volver a los fundamentos de la sociabilidad (u orden social), es decir, a valorar el carácter doble del individuo en su componente individual y su carácter social, de vínculo colectivo y pertenencia a unas redes sociales. Es un proceso que no es natural sino construido de forma sociocultural, estructural e histórica en el que importa la agencia humana y la subjetividad, empezando por la propia ética progresiva y los valores de libertad, igualdad y solidaridad.

No entro a valorar los matices distintivos de las diversas corrientes teóricas y filosóficas, unas más tendentes a destacar el componente colectivo (marxismo, comunitarismo, populismo. conservadurismo…) y otras el componente individual (liberalismo…) pasando por tendencias intermedias (republicanismo cívico, contractualismo…) o ciertas interpretaciones mixtas de las anteriores. Solo hay que destacar el desarrollo en los últimos tiempos de posiciones populistas reaccionarias justificadas en ideas absolutas y homogéneas de la nación o el pueblo, asociadas a un neoliberalismo extremo y una articulación política autoritaria, como instrumentalización de nuevas/viejas élites para su supremacía política y sociocultural.

En conclusión, hay una insuficiencia del sentido de la polarización individuo/comunidad y el carácter de cada polo. Ambos pueden ser progresivos o regresivos, complementarios o antagónicos. Y hay que valorarlos según su función ética-política en cada contexto, dentro de la ambivalencia moral del ser humano. El criterio sustantivo para enjuiciarlos debe basarse en los derechos humanos, los valores democráticos y de justicia social, no solo como ética trascendental (kantiana) sino insertos en la práctica social y las relaciones sociopolíticas y económicas.

Por tanto, hay que superar la unilateralidad de las versiones colectivistas totalizadoras con subordinación y sometimiento de los individuos concretos y sus derechos, así como de las versiones individualistas radicales que desprecian los compromisos colectivos y el contrato social de cooperación y reciprocidad. No se trata de una opción intermedia, sino superadora de ambas dinámicas parciales, con un enfoque multilateral, realista y sociohistórico aquí defendido. Se trata de combinar y articular un equilibrio entre esos dos polos que están en la base del propio individuo y el orden social: su componente estrictamente individual, sus derechos y libertades personales, y sus vínculos sociales o pertenencias colectivas, con sus obligaciones y derechos públicos.

La interacción entre intereses y derechos individuales y colectivos

En el desarrollo del capitalismo se encadenan tres procesos: individualización, fuerza de trabajo (libre e igual en lo formal) y economía de mercado como nueva relación de dominación de las nuevas élites (burguesas). Es en ese marco en el que autores como el sociólogo Andrés Bilbao explican la justificación liberal de la relación del nuevo individuo como fundamento de la sociabilidad, entendida como nuevo orden social… capitalista. Siguiendo a Karl Polanyi, supone una profunda crítica a los fundamentos individualistas del liberalismo que apunta a generar otras bases de la sociabilidad, que no pueden ser las de la sociedad tradicional desigualitaria y dominadora de las viejas élites premodernas y conservadoras que pretendían representar su particular bien común estamental o corporativo.

La alternativa liberal dominante es partir del interés individual (el egoísmo) como elemento base del que se formaría el interés general. Es ahí cuando aparece la diversidad de justificaciones sobre si es suficiente esa espontaneidad regida por las leyes del mercado sin intervención estatal (Smith, Mandeville), o es insuficiente para garantizar la sociabilidad y es preciso la articulación externa al individuo y a la economía por parte del Estado (el Leviatán de Hobbes), ya sea en la versión autoritaria o en la democrática. Por otra parte, también existen formulaciones intermedias de una ética pública que defina valores y derechos humanos (Kant).

Pero el núcleo duro del individuo, como base del orden social, se mantiene como fuente de legitimidad, junto con el apoyo de las instituciones públicas, más o menos subsidiarias. Se combina la cultura individualista liberal, con una amalgama de estructuras sociales e intereses y valores globales, constituyéndose la dominante tendencia liberal-conservadora.

Por tanto, existe una tensión, sin descartar la complementariedad, entre intereses y derechos individuales y colectivos; entre empoderamiento personal y relaciones comunitarias. A veces lleva a fuertes dilemas morales y de justicia en la relación entre el bien (común o la decisión de la mayoría democrática) y el mal (definido por los poderosos o estructuras dominantes minoritarias) siempre justificado por un supuesto bien más general (del Estado, la Patria, la Humanidad… o Dios).

Los dilemas morales se complican cuando la elección no puede ser entre el bien o el mal (aceptados democráticamente) sino como nos enseñaron ya desde la tragedia griega la elección solo es posible entre dos males. Y el sentido trágico consiste en escoger el mal menor a sabiendas de que causa también sufrimiento o negativas consecuencias materiales y morales aunque menos que la otra opción, el mal mayor.

No obstante, para evitar la mera resignación o el simple posibilismo adaptativo y sabiendo que siempre es una opción mala o con componentes problemáticos, es imprescindible un esfuerzo práctico, moral y estratégico, para construir el bien y superar ese mal, aunque sea relativo. Es decir, en sentido realista, tener capacidad para soportar el mal, a corto plazo, pero sin legitimar la situación y el equilibrio de fuerzas causante y, al mismo tiempo, poner las bases sociopolíticas y culturales para su superación a medio plazo.

En esta sociedad hedonista y con la búsqueda legítima de la felicidad en todo momento y circunstancias nos enfrentamos a profundos procesos de involución social y democrática con amplio sufrimiento y malestar popular. Las dinámicas transformadoras conllevan conflictos morales, particularmente entre el interés individual inmediato y el colectivo, entre los objetivos particulares y los generales como los compromisos sociales y comunitarios. La realidad sociohistórica, las relaciones familiares, interpersonales e internacionales, así como la descripción literaria y cinematográfica abundan en ejemplos de esos conflictos morales, irresolubles por la simple regla democrática de mayorías y minorías, ni por la prioridad absoluta y rígida de lo individual o de lo colectivo.

En definitiva, la democracia es un marco institucional de diálogo, deliberación y decisión del pueblo soberano, articulado en mayorías y minorías, con procedimientos regulados y, en su caso, de consensos amplios o mayorías reforzadas, con tolerancia, respeto, reconocimiento y convivencia para individuos y minorías, bajo el doble criterio ético del bien común y el bien de los individuos.

La solidaridad y su relación con la igualdad y la libertad.

Los tres valores relacionales, solidaridad (fraternidad y sororidad), igualdad y libertad (más la democracia y la laicidad) están interrelacionados y deben contemplarse en su interacción en su conjunto. Desde ese punto de vista conviene diferenciar los tres tipos de justicia: igualdad de trato (sin discriminación), según méritos (equidad), según necesidad. No los detallo, lo he desarrollado en otro texto: Igualdad y libertad: fundamentos de la justicia social.

La solidaridad, como valor individual y comunitario fundamental, hay que diferenciarla en un doble plano. Por una parte, la solidaridad institucionalizada, el Estado de bienestar, y el contrato social (y laboral). Por otra parte, la solidaridad comunitaria, el apoyo mutuo y la reciprocidad (y el afecto) en las relaciones interpersonales y familiares, el asociacionismo cívico y el cooperativismo. Ambos suponen una experiencia solidaria, de superación del simple criterio del beneficio propio como guía del comportamiento humano. Tienen, pues, un componente educativo y ético, además de un criterio de compensación y reciprocidad y unos efectos redistributivos e igualitarios y, por tanto, de garantía de la libertad individual y colectiva para decidir sobre el propio destino y el de la colectividad.

En particular, el feminismo ha sido y es un profundo proceso igualitario-emancipador-solidario, tal como he señalado en el libro “Identidades feministas y teoría crítica”. Se ha enfrentado al reparto desigual de papeles sociales en la reproducción y los cuidados, y frente a la discriminación femenina. Ha desarrollado múltiples experiencias solidarias y liberadoras, con un nuevo modelo de familia y de relaciones sexuales e interpersonales más justo y equilibrado, superadoras del sometimiento a esa estructura familiar tradicional y patriarcal (‘comunitaria’ pero regresiva) y a las desventajas desigualdad de género con el dominio y las ventajas de los varones. La división por sexo/género es funcional para el orden institucionalizado desigual que ampara el poder establecido. Aquí, solo destaco que el empoderamiento individual y la liberación personal junto con la solidaridad y la igualdad han constituido las bases de un feminismo crítico y transformador, inserto en las propias trayectorias vitales y la interacción de lo personal y lo público. Constituye una experiencia más profunda y multidimensional que otros movimientos y trayectorias sociales en esta temática que nos ocupa.

Sujetos y democracia participativa

Sujeto colectivo es un concepto relacional y sociohistórico. Está asociado a una identidad colectiva, una experiencia y unos vínculos entre sí con una realidad similar, unos rasgos socioculturales comunes, incluido un relato interpretativo, y un proyecto transformador compartido. Es un paso más profundo y duradero que el simple actor o agente social.

La democracia y los derechos humanos constituyen un universalismo moral y democrático antiautoritario de los pueblos (y élites) vencedores en la Segunda Guerra Mundial, base constitutiva de la ONU. La democracia como soberanía popular, con esa base ética, entra en conflicto con las clases dominantes, en particular con las tendencias reaccionarias y neoliberales, que intentan legitimarse como representación del interés general, nacional o de la humanidad.

No obstante, es preciso el realismo para valorar la existencia de fuertes fracturas sociales: El conflicto de clases, la diversidad étnicocultural y de sexo-género. En ese sentido, es fundamental, desde una perspectiva de progreso, la participación cívica y el pluralismo político.

En el plano sociocultural hay una tensión entre, por un lado, el identitarismo parcial y el relativismo cultural y, por otro lado, la conformación de un sujeto global (diverso y plural, con identidades mestizas, múltiples e integradoras), basado en un universalismo moderado. Y ambos niveles, grupal y general, aparte de poder ser ambivalentes, progresistas o regresivos, abiertos o rígidos, interactúan con los individuos concretos y sus derechos personales y colectivos.

En definitiva, los riesgos para la democratización son las tendencias hacia la hegemonía y el autoritarismo de los poderes fácticos desligados de la voluntad popular. Pretenden la representación hegemónica del interés general, como primacía del poder establecido y la jerarquización de intereses e identidades particulares de la minoría dominante. Con ello se produce el debilitamiento de la democracia sustantiva y procedimental. Persiguen el consenso u homogeneidad sociocultural y la legitimación política de las élites dominantes con el riesgo del autoritarismo y el cierre de la democracia. La alternativa es una democracia social avanzada, basada en los grandes valores de igualdad, libertad y solidaridad y en un equilibrio variado según los contextos entre los intereses y derechos individuales y los colectivos, entre empoderamiento personal, sociabilidad democrática y desarrollo comunitario.

[Fuente: Rebelión. Conferencia pronunciada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid (diciembre de 2022)]

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2022

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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