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Juan Diego Botto

En los márgenes

Cuando empezamos a aproximarnos a la realidad de los desahucios, una de las primeras cosas que se nos desvelaron como evidentes fue la saturación y la infradotación de todas las entidades sociales e instituciones que velan por proteger, ayudar y asistir a las personas en esa situación al igual que aquellas que deben velar por el cumplimiento de sus garantías y determinar las decisiones finales sobre su futuro.

Tanto los servicios sociales como las empresas públicas de vivienda, los educadores sociales y los juzgados están totalmente sobrecargados, y a todos les falta el personal y los recursos necesarios para hacer frente de forma adecuada al reto que enfrentan.

El precio de esa falta de recursos lo pagan en sus carnes los miles de familias que soportan durante meses, en ocasiones años, la profunda violencia que se ejerce sobre ellas. Una violencia difusa, indeterminada, sin nombre propio, que asfixia y agota, que lleva hasta el extremo a miles de familias.

De todos los problemas de falta de recursos, sin embargo, el más evidente es la falta de vivienda pública. Según datos recientes publicados en un estudio de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, el parque de vivienda pública en España representa un exiguo 1,1% del total. Es decir, del total del parque de vivienda en alquiler solamente el 1,1% es vivienda pública. Por poner en perspectiva ese dato, en Reino Unido es el 18%, en Francia el 15% o en Holanda el 30%.

¿Qué significa eso? Significa que cuando una familia ha tenido un tropezón y uno de los miembros ha perdido el trabajo, o ha contraído una enfermedad, o debe abandonar el empleo para cuidar de un familiar y deja de poder asumir temporalmente su hipoteca o alquiler, y enfrenta un proceso de desahucio, las administraciones no tienen ningún lugar al que enviarle. No hay una vivienda de alquiler que darle por la que pueda pagar una parte proporcional de sus ingresos. Eso le permitiría rehacer su vida y, con el tiempo, reincorporarse al mercado libre de trabajo.

En España no hay solución habitacional frente a un desahucio porque no hay casas, no hay vivienda pública de alquiler que ofrecer. Eso significa que para una familia que enfrenta un desahucio solo hay dos opciones: la calle, en la que con toda seguridad perderá la tutela de sus hijos menores, o entrar en una casa de un banco o un fondo de inversión que lleve mucho tiempo desocupada. Ese es el perfil de la ocupación en nuestro país; familias con hijos que llevan años tratando de evitar su desahucio y que, una vez expulsados, buscan una casa vacía con la intención de intentar negociar un alquiler social.

Pensemos lo que pensemos de la ocupación, la pregunta que debemos hacernos es: ¿cuál es la alternativa? Imaginemos que prohibimos de forma tajante la entrada de familias en casas vacías. Imaginemos que ponemos un policía a las puertas de cada edificio para garantizar que ninguna propiedad no utilizada de un banco o un fondo sea ocupada por ninguna madre con sus hijos. Deberemos entonces estar dispuestos a aceptar ver las calles de nuestras ciudades inundadas de familias con niños. Debemos aceptar ver menores con sus padres durmiendo en cartones en nuestras plazas, cajeros, y parques. Esa es una decisión que como sociedad debemos pensar.

Hacer pagar a las familias precarias el precio de la falta de previsión e inversión de las administraciones, hacerles pagar el precio del excesivo celo lucrativo de grandes tenedores que prefieren mantener casas cerradas para sostener el precio de la vivienda es tan injusto y doloroso como disfuncional socialmente.

Por supuesto que no hay una única y mágica solución para el problema de la vivienda en nuestro país, pero sí existen elementos que deberían tenerse en cuenta a la hora de abordar cualquier decisión política.

Lo primero es entender que no hay ningún proyecto vital que pueda ser emprendido sin un hogar, ya sea independizarse o formar una familia. Decía Hannah Arendt que un hogar es la precondición de cualquier proceso de construcción en sociedad. No es necesario recurrir al artículo 47 de la Constitución —con esa redacción que incluye en un mismo párrafo el derecho a una vivienda digna y el compromiso del legislador de luchar contra la especulación— para entender, como han hecho los países de nuestro entorno, que se debe trabajar para garantizar ese derecho.

Desde luego hay múltiples enfoques, pero cualquier acercamiento debe tener en cuenta:

Evitar que el precio de la vivienda, un derecho básico, escale por encima de las posibilidades reales de las personas. Evitar que la especulación genere precios abusivos que condicionen el futuro de generaciones enteras.

Garantizar la existencia de vivienda pública de alquiler suficiente. Esto permitiría dar soluciones habitacionales temporales y otorgar segundas oportunidades a las familias.

Garantizar que los procesos judiciales tengan siempre en cuenta la situación socioeconómica de la familia. Que no se ejecuten desahucios sin garantizar una solución habitacional real (un albergue temporal no es una solución habitacional para ninguna familia). Que no se contribuya a este juego del avestruz en el que entre todos abrimos con una mano los agujeros que vamos cerrando con la otra.

Y, sobre todo, por encima de todo, que seamos conscientes de que, como decía Federico García Lorca, “debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre…”. Debajo de las estadísticas y de los titulares hay personas reales, con sufrimientos reales, que necesitan del compromiso de una sociedad entera para mejorar. La salud de una sociedad, su fortaleza democrática, se mide en cómo trata a los más frágiles, a los más vulnerables.

[Fuente: Boletín Asociación Juezas y Jueces para la Democracia. Juan Diego Botto es cineasta y director de la película En los márgenes]

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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