¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Joaquim Sempere
La oportunidad del programa de Sumar
El mundo entero y no sólo España vive en una encrucijada importante. Ya muy poca gente duda de la gravedad del cambio climático. La guerra de Ucrania, a su vez, más allá de la tragedia que representa, es un mal síntoma: cuando el reto climático y ecológico exigiría cooperación internacional y un orden geopolítico multipolar, esa guerra expresa unas tensiones creadas sobre todo por el ansia hegemónica de Estados Unidos frente a China, Rusia y cualquier otra potencia emergente.
Un dato que en medio del ruido mediático queda ahogado es que el agotamiento previsible de los combustibles fósiles y el uranio está ya muy cerca: tendrá lugar en la segunda mitad del presente siglo. La crisis de suministros de gas ruso a Europa viene presentada sólo como un efecto de la guerra de Ucrania y desligada de la situación estructural de las reservas del subsuelo a escala mundial, dando la sensación de que, una vez terminada la guerra, será posible volver al statu quo ante en materia de suministro energético.
Pero el agotamiento de las fuentes —fósiles y uranio— que han permitido el inmenso y acelerado desarrollo industrial y agrícola de los últimos dos siglos va a suponer una mutación histórica profunda que puede tener efectos sociales de largo alcance. Dado que todas las actividades humanas usan energía —la producción agroalimentaria, la industrial, el transporte, la vida cotidiana, etc.— un salto energético como el que será obligado dar va a afectar a toda la vida social. Todo se verá afectado, como indica la inflación inducida por el precio del gas. Y los cambios adaptativos, difíciles de prever en sus detalles, exigirán revisiones drásticas que en muchos casos serán traumáticas.
Téngase presente, además, que la cuestión de los plazos temporales puede pillarnos desprevenidos si no comprendemos que, aunque el agotamiento de esas fuentes de energía vaya a tener lugar en la segunda mitad del presente siglo, sus efectos se harán sentir bastante antes, pues los depósitos de combustibles del subsuelo de la Tierra empezarán a dar señales de escasez antes de quedar exhaustos, y cualquier reducción de la oferta, por modesta que sea, irá generando escaseces, a ritmos imprevisibles pero inexorables, que dificultarán o impedirán muchas de las actividades esenciales para la reproducción social según los baremos a que estamos acostumbrados. La propia Agencia Internacional de la Energía, organismo de la OCDE, está emitiendo señales de alerta desde hace más de un año sobre los posibles cortes de suministro de crudo, ya en 2025, por falta de inversiones.
Una oferta de energía menor y en declive va a repercutir en todo: producción, transporte, salud, bienestar cotidiano y alimentación. Para hacer frente a esas repercusiones no servirán muchas de las fórmulas socioeconómicas y culturales hoy disponibles. Hará falta un viraje de largo alcance. Tres ejemplos lo ilustran.
Primero, la sustitución del actual modelo energético —con quema de combustibles de stock de elevada densidad— por otro renovable, con menos densidad energética, puede permitir conservar muchas de las actividades humanas actuales, pero no todas, ni con la misma intensidad y volumen. La eficiencia y el ahorro de energía seguramente no bastarán: hará falta también reducir el consumo y el transporte de personas y cosas. Será preciso un cambio cultural hacia formas de vida más frugales.
En segundo lugar, será preciso sustituir todo un aparato de producción y consumo activado por los combustibles actuales por otro activado por energía de fuentes renovables, lo que implica masivas reconversiones industriales y laborales. Y esto deberá hacerse sin que la sociedad se detenga, tratando de evitar el paro masivo, sin que falten alimentos y otros bienes esenciales para vivir.
En tercer lugar, habrá que sustituir el actual modelo agroalimentario por otro más resiliente, basado en agricultura ecológica, regenerativa y de proximidad, más autosuficiente, que dependa lo menos posible del petróleo y el gas, de aportes químicos de síntesis y del comercio a larga distancia. Esto supone redistribuir la población trabajadora más equilibradamente por todo el territorio, porque esa nueva agricultura requerirá más mano de obra: será necesario un retorno a la tierra demográficamente significativo.
En otras palabras: la crisis del modelo energético fosilista-nuclear, primera manifestación del profundo desastre ecológico a que nos ha llevado la civilización industrial capitalista, va a cambiar –está ya cambiando— todo el panorama social, económico y político. Para salir de este atolladero con los mínimos daños para las mayorías populares, sólo una fuerza política audaz, dispuesta a atacar de raíz los problemas, está en condiciones de ofrecer soluciones justas y viables. Las demás fuerzas políticas o no se están planteando estos problemas, o lo hacen ofreciendo fórmulas continuistas –como el “capitalismo verde”— que buscan preservar los intereses y privilegios de los poderosos.
Por eso, la elaboración de unas propuestas entendidas no como simple programa electoral, sino como proyecto de país o de sociedad, con un horizonte temporal de 10 años, es una oportunidad para ofrecer a la sociedad, y en primer lugar a las clases populares, un conjunto de propuestas que sean a la vez principios ético-políticos e ideas-fuerza que orienten adecuadamente la actividad política del próximo futuro.
Este proyecto colectivo debe tener la ambición, a mi entender, de ser una respuesta constructiva capaz de atraer a una amplia mayoría, más allá incluso de los y las votantes de izquierda. Debe ambicionar conquistar una hegemonía cultural para unas políticas que puedan ser reconocidas como las más válidas y oportunas en el difícil momento histórico que tenemos delante. Con un proyecto así, puede ocurrir algo parecido a lo que representó el Estado del Bienestar, implantado gracias a la ola de fondo antifascista que siguió a la derrota del nazismo en 1945. Este logro institucional de las izquierdas europeas ha conquistado un consenso tan amplio que nadie osa discutirlo, aunque subrepticiamente la derecha intente socavarlo. El proyecto de sociedad que se está elaborando bajo el impulso de Sumar con la participación de equipos de expertos muy competentes debería, según creo yo, asumir esta ambición.
Hay que ser valiente para proponer políticas que tal vez no susciten una adhesión mayoritaria en un primer momento, porque mucha gente sólo aceptará los diagnósticos y los cambios radicales cuando le vea las orejas al lobo. Pero hay que combatir a los falsos profetas que venderán humo y falsas promesas, aunque evitando alarmismos que desmovilicen en lugar de animar a la lucha.
Está ocurriendo algo nuevo que puede dar una oportunidad a las políticas propuestas por lo que en otros momentos se hubiera considerado una izquierda radical y hoy ya sería simplemente una fuerza política con sentido común y a la altura de los desafíos y retos presentes. El ciclo ultraliberal iniciado en los años setenta empieza a chirriar. La reacción adversa de la Bolsa londinense ante la tentativa de la primera ministra británica de bajar los impuestos a los ricos ha sido el episodio más llamativo de que las fórmulas neoliberales ya no sirven. Pero no es el único. La intervención de los precios de la energía por parte de la Comisión Europea va en la misma línea. El gran capital parece ir comprendiendo que la situación y las perspectivas no podrán resolverse con más libre mercado, sino con más intervencionismo estatal (como ya ocurrió en la crisis de 2008 con los rescates de los bancos), y que para eso hace falta aumentar los impuestos, no reducirlos.
Este cambio de aires no significa que el gran capital pierda poder: las enormes acumulaciones de capital y el aumento correlativo de las desigualdades indican lo contrario. Pero puede dar nuevas oportunidades a la clase trabajadora y a los sectores populares, interesados en que el estado incremente sus instrumentos de intervención pública. Si este proceso antiliberal sigue adelante, puede abrirse una etapa de lucha por controlar las palancas del estado.
Pero ¡cuidado! Esta lucha no está decidida de antemano a favor de unos u otros, y se complica con los avances de la derecha extrema en toda Europa. La derecha extrema es ambigua respecto al uso del poder estatal. Aunque últimamente ha defendido políticas neoliberales, hunde sus raíces ideológicas en tendencias intervencionistas, y puede ser el ariete del gran capital para controlar el poder del estado al servicio de éste.
Una de las causas principales del desencanto popular con “la política” es que la política no se ha enfrentado en estos últimos decenios a la ofensiva contrarrevolucionaria del gran capital contra los derechos y las conquistas de los trabajadores de los años de la prosperidad. Desde los años setenta el neoliberalismo ha hecho retroceder sin tregua a los trabajadores, y ninguna fuerza política significativa ha podido pararle los pies. Tal vez la crisis actual del neoliberalismo puede cambiar las cosas. Pero sólo lo hará si hay quien tenga la audacia necesaria para tomar la iniciativa y pasar a la ofensiva.
Ante todo, hay que reconstruir un sector público poderoso, capaz no sólo de asegurar las prestaciones sociales esenciales ya institucionalizadas (sanidad, educación, protección social), sino capaz también de poner condiciones al sector privado y depender menos del endeudamiento. Esto significa: reforma fiscal valiente, banca pública, sistema ferroviario público, telefonía pública, gran producción energética y redes de distribución públicas, etc. Conviene observar que mucho de esto ya existió en España y en otros países europeos capitalistas antes de la contrarrevolución neoliberal.
En segundo lugar, reglamentación enérgica de dos sectores que satisfacen necesidades básicas y que hoy peligran: vivienda y alimentación. Convendría expropiar las viviendas en manos de los fondos de inversión y establecer reglas estrictas sobre precios y alquileres. El sistema agroalimentario debe ir pasando a formas de agricultura y ganadería ecológicas y regenerativas con la ayuda del estado, cuando sea preciso, para que los productores primarios puedan vivir decentemente y para lograr que aumente la población rural.
En tercer lugar, hay que implantar una planificación económica pública. En una etapa de transición energética y ecológica, la planificación será absolutamente necesaria, porque el mercado no podrá lograr por sí solo las complejas y urgentes readaptaciones implicadas en el cierre de muchas actividades insostenibles y el desarrollo acelerado de las energías renovables y de la nueva economía verde; readaptaciones que deberán hacerse aceleradamente y con los mínimos costes sociales posibles. Un proyecto de sociedad a la altura de estos tiempos debería asumir este tipo de objetivos: no debe desaprovecharse la oportunidad.
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11 /
2022