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Antonio Antón

La lucha de clases antifranquista

Reseña del libro de Xavier Domènech

Me siento más cómodo con el término ‘materialismo histórico’. Y también con la opinión de que las ideas y los valores están situados en un contexto material, y las necesidades materiales están situadas en un contexto de normas y expectativas; y de que uno da vueltas a este multilateral objeto social de investigación. Desde una perspectiva, es un modo de producción, desde otra un modo de vida.
E. P. Thompson, Agenda para una historia radical, 1985

 

Empiezo con la reproducción de la primera cita del excelente libro del historiador y exlíder de En Comú Podem Xavier Domènech, Lucha de clases, franquismo y democracia. Obreros y empresarios (1939-1979), que se acaba de publicar. Es la culminación de dos décadas de investigación histórica sobre este periodo, y no es casualidad que empiece por una referencia del historiador británico, cuyo enfoque sobre la formación de las clases trabajadoras —en cuanto sujeto sociopolítico conformado de forma sociohistórica a través de su experiencia relacional, sus ‘costumbres en común’— compartimos ambos y que he tenido ocasión de tratar recientemente.

La historia social

Como dice la presentación del libro, su hilo conductor es la experiencia de resistencia y conflictividad de los trabajadores y trabajadoras frente a la dictadura franquista. Se trata de la formación de un nuevo y amplio sujeto sociopolítico llamado movimiento obrero, por su composición de clase trabajadora y su contenido reivindicativo sociolaboral. No obstante, además de su carácter de clase, en su propia formación, y de forma desigual según las zonas y sectores, le acompañan tres rasgos identificadores: su composición mixta de género, su sensibilidad plurinacional y su carácter político democratizador y antifranquista. En ese proceso construyeron un mundo de valores y desarrollaron formas de vida y solidaridad, que recogieron muchas tradiciones de gente trabajadora y sus organizaciones precedentes de la época de la República, pero que se adaptaron a las nuevas condiciones económicas y políticas para constituir el principal desafío al franquismo, con una experiencia en común particular y una nueva unidad e identificación de clase, por supuesto, en distintos niveles.

El texto critica acertadamente las dos interpretaciones dominantes sobre el factor de cambio hacia la democracia. Por un lado, las dinámicas económicas modernizadoras junto con el desarrollo de clases medias, cuestión que se demostró insuficiente a la altura de los años setenta, con un fuerte crecimiento de la conflictividad social en demandas socioeconómicas (salariales, urbanísticas, de servicios públicos…), de solidaridad colectiva y políticas (democráticas y plurinacionales).

Por otro lado, la iniciativa de las propias fuerzas reformistas del Régimen franquista, con una situación de subordinación de la oposición antifranquista, aspecto que también se vio inviable a mitad del año 1976 con el fracaso de reformismo franquista, en un año largo de fuerte conflicto social y político para implementar el alcance de su desborde y la reforma pactada, la amnistía y la legalización de los partidos políticos, hasta las elecciones democráticas de junio de 1977. Aunque ganó en escaños la derecha de la UCD, la gran representatividad en votos de la oposición democrática, las izquierdas y los grupos nacionalistas, particularmente catalanes y vascos, transformó las Cortes ordinarias en Constituyentes, hizo irreversible el sistema democrático (salvando las intentonas golpistas y las maniobras ultraderechistas) con la elaboración de la nueva Constitución democrática y la configuración del sistema parlamentario y las libertades civiles y políticas.

Pues bien, el libro critica el mito embellecedor de la Transición política y el supuesto papel decisivo de la Corona, y argumenta detalladamente que el factor principal del cambio democrático fue la activación del movimiento obrero. Se desarrolló en varias fases, primero en las zonas de concentración industrial y urbana y luego en las principales ciudades. Al mismo tiempo, se incorporaron otras capas populares, particularmente en los barrios periféricos de las grandes ciudades, de concentración de población inmigrante española y gran homogeneidad en sus condiciones vitales, especialmente a través de los movimientos vecinales, así como estudiantiles y de la cultura, es decir con la participación de capas medias y profesionales progresistas.

El movimiento obrero también se articuló con la dinámica plurinacional y la oposición política democrática. Con diversos altibajos, se extiende la protesta social, dentro de las empresas y en la calle, y se amplía su capacidad asociativa y representativa, aprovechando las elecciones sindicales a enlaces y jurados de empresa, del sindicalismo vertical, al mismo tiempo que la formación de Comisiones Obreras representativas, en un proceso coordinativo diverso, como principal mecanismo articulador de la conflictividad laboral y sociopolítica.

Por tanto, se fortalece el sentido de pertenencia de clase, con experiencias vitales diferenciadoras del poder económico y político, con intereses y objetivos compartidos, con una amplia cultura democrática y solidaria. Así, va entrando en crisis la hegemonía del franquismo entre la población y, en particular, del sindicalismo vertical en su pretensión de encuadrar a las clases trabajadoras y garantizar el control social y su sometimiento al orden dictatorial. Su legitimidad social se va deteriorando masivamente, motivo que activa el intento de recomposición reformista del franquismo, tras la muerte de Franco, que también fracasa ante el empuje del movimiento obrero y popular y la oposición democrática que culmina su vertebración, en 1976, en la Coordinación Democrática o ‘Platajunta’, agrupando distintas organizaciones, y cuya expresión más acabada fue la Asamblea de Cataluña.

Por otra parte, está el empresariado, la otra pata del conflicto de clases, que se había cobijado en las estructuras del franquismo como sistema de dominación de clase funcional para el control y la explotación obrera y la acumulación de beneficios en las décadas de la posguerra. Pero, a la altura de los años setenta, va viendo que no es suficiente el Régimen franquista como garantía de control social y su dominio de clase, y debe buscar nuevos equilibrios institucionales que le homologuen a los países europeos. Así, las organizaciones empresariales absorben lo fundamental de la estructura anterior del sindicato vertical, al igual que otras estructuras del Estado que mantienen similar estatus de poder, como las fuerzas armadas y de seguridad o el poder judicial, siendo la (única y pública) TVE y los principales medios el arma mediática principal al servicio del Gobierno franquista y luego de la derecha gubernamental.

En definitiva, se trata de una ‘historia desde abajo’ que destaca el motor del cambio del franquismo a través de la movilización popular democrática y que, aun así, expresa los límites de la relación de fuerzas para condicionar la llamada ‘ruptura democrática’, con limitadas transformaciones de la estructura económica y, particularmente, de los aparatos fácticos de poder. El resultado son los nuevos equilibrios institucionales, incluido la Constitución y el posterior Estado de las Autonomías, que dieron paso a esta democracia débil, definida por algunos como el Régimen del 78, pero homologable como sistema parlamentario, con sus libertades democráticas, y reconocida en el ámbito europeo.

Una aportación teórica y política

El libro de Xavier Domènech es una investigación historiográfica excelente sobre el conflicto social y democrático de ese periodo precedente a nuestra etapa democrática, analizando los actores principales del proceso de cambio de Régimen y su interacción. Ya he mencionado el enfoque sociohistórico y relacional thompsoniano, que comparto, como el más fructífero para explicar la dinámica sociopolítica, frente a las interpretaciones estructuralistas o economicistas, institucionalistas y culturalistas, todavía dominantes en las ciencias sociales. Como dice el texto, hay que darle un significado a ‘toda la experiencia histórica’: “Para ello, es central pasar de la dimensión de la relación entre movimientos sociales y cambio político, a la más amplia, aunque también más compleja, de la lucha de clases. Ello permite ampliar la mirada de lo que estaba en juego, en términos de valores, proyectos e intereses, más allá del cambio político desnudo” (p. 43).

El texto también avanza una reflexión teórica, precisamente en la primera parte, titulada “Prolegómenos. Un nuevo principio: la lucha de clases”, en particular sobre un tema controvertido y muy interesante en el debate teórico y político que está condicionando ‘tanto el análisis histórico como la cosmovisión de una parte de los movimientos sociales y la política’: la importancia del problema de las identidades, en este caso la obrera, y su relación con la clase y la conciencia de clase.

En este sentido, vuelve a fundamentarse en el pensamiento relacional y sociohistórico de E. P. Thompson. Las clases, en cuanto sujeto sociopolítico, son un fenómeno social persistente que se forma históricamente a partir de las polarizaciones sociales, los conflictos más o menos fuertes o débiles, cuya experiencia conlleva comportamientos y formas de acción relacionadas con sus condiciones vitales en las relaciones de producción y de consumo y en el estatus institucional y de poder respecto de otras clases sociales. Comparte su fuerte crítica, particularmente en “Miseria de la teoría”, a la interpretación estructuralista desarrollada por Althusser, por su abstracción idealista, resaltando el carácter procesual, humanista y de construcción social del sujeto sociopolítico, la gente concreta con su experiencia, así como su papel sustantivo en las relaciones sociales.

En su configuración concreta, ese carácter de clase se combina con otros fenómenos sociales, culturales y políticos y su expresión sociopolítica y cultural puede ser más densa, cohesionada y diferenciada, o más líquida, dispersa y difusa. Así, se conforman movimientos, organizaciones, instituciones y culturas de clase más específicos, en procesos diferenciados de identificación de clase, como el llamado movimiento obrero, o más evanescentes y mixtos con otros tipos de movimientos socioculturales y políticos, conformando dinámicas transformadoras mestizas. Está siempre en evolución según la experimentación, la complementariedad y el conflicto social, y cuya expresión, poniendo el acento en una temática u otra o bien una forma expresiva o de liderazgo u otra, puede ser variada en el tiempo y las circunstancias.

Por tanto, la clase (trabajadora) es un sujeto social, no una simple identidad, definido en términos de su relación con otras clases a través de un medio temporal o histórico. Su identidad se puede considerar como una aproximación (metáfora, dice Thompson) a su flujo relacional, sin olvidar que la facultad y la práctica social la realizan las personas concretas, muchas veces de forma colectiva, bien en colaboración con otros grupos sociales u otras expresiones particulares, bien en confrontación y conflicto.

La identidad, como reconocimiento individual y público y sentido de pertenencia a un grupo social (o varios), es un fenómeno de la realidad que se combina con los otros dos componentes: el nivel y carácter de su conciencia social y su práctica relacional. Aparte de otras peculiaridades, en el desarrollo histórico y relacional puede conformarse una identificación de clase más nítida y densa o bien una identificación popular o interclasista, de distintos fragmentos de las clases trabajadoras y las clases medias, más o menos diferenciada de las clases dominantes y el poder establecido. Sin olvidar que hay elementos transversales al ser humano como la ciudadanía universal o la ética de los derechos humanos que imprimen su propio carácter común y universalista.

Dos procesos identificadores interaccionan, especialmente, con la identificación de clase en todas las personas y grupos sociales, dando lugar a conformaciones de identidad múltiples y mixtas en su articulación y expresividad, es decir, incluyentes aunque variadas. Me refiero, desde el punto de vista sociopolítico y cultural, a la identidad feminista y la identidad nacional (o étnico-cultural). La cuestión es que la propia sociedad y, particularmente las clases trabajadoras tienen los tres componentes, con mayor o menor proporción en sus mezclas y sus diferenciaciones con otras identificaciones distintas u opuestas. En ese caso, con una identificación o estatus de clase media (o clase dominante), con el machismo como cultura y sistema de privilegios desigualitarios y con otra dimensión nacional o cosmopolita.

Xavier Domènech hace un acertado y riguroso análisis sociohistórico de la formación de la clase obrera española como sujeto social, es decir, como movimiento obrero, en esas décadas pasadas, a través de la interacción de esas tres dinámicas transformadoras y pertenencias colectivas. En una clase trabajadora diversa había en su interior especificidades nacionales (incluido la fuerte inmigración interior) y de género, así como particularidades de clase obrera distintas y en colaboración con sectores de las clases medias, tanto en los barrios populares cuanto en el ámbito cultural y profesional. La polarización, la lucha de clases, se estableció frente al Régimen franquista y las clases dominantes, conformándose esa identificación colectiva democrática y social, popular y de clase trabajadora, con rasgos plurinacionales y del incipiente feminismo.

Por otra parte, E. P. Thompson y Xavier Domènech con él, aparte del distanciamiento con el estructuralismo o el marxismo economicista y determinista, influyente en los años sesenta y setenta y hoy en declive, profundizan en esta nueva fundamentación teórica sociohistórica y relacional, que comparto. Supera también la retórica postestructuralista, muy diversa, que se ha ido ensanchando en los años ochenta y noventa y que goza de predicamento en diferentes corrientes políticas y movimientos sociales.

Así, explícitamente, critica la posición idealista de que los sujetos son construidos discursivamente y que la experiencia es un evento lingüístico, cuando, de forma realista, hay que destacar su carácter relacional y su proceso evolutivo, inserto en sus condiciones materiales de existencia, así como en el conjunto de tradiciones, normas y valores que permean su subjetividad. Se supera el simple mecanicismo economicista y el culturalismo idealista, por un enfoque más multidimensional e interactivo, con el acento en la experiencia vivida e interpretada del actor o sujeto colectivo. Se reafirma lo social, como dinámica viva y de agencia, vinculada a la realidad real de la gente, frente a su cosificación o su dilución en la abstracción conceptual y la muerte del sujeto.

Finalmente, habría que revalorizar, precisamente, la conexión entre la realidad directa experiencial de la gente y los procesos interpretativos y discursivos, de ella misma y las distintas élites culturales, que permiten terminar de configurar esa experiencia ‘vivida e interpretada’ con la subjetividad correspondiente que mediará su acción colectiva y su sentido en los contextos concretos. Y esto será más decisivo para interpretar la etapa democrática siguiente y la interacción de los distintos movimientos sociales y dinámicas transformadoras en conflicto con los poderosos.

Particularmente, aunque haya mucha literatura, es preciso sistematizar desde ese enfoque teórico, el análisis de esta década larga, desde la crisis socioeconómica y política, las dinámicas cívicas de protesta social y la configuración del espacio sociopolítico y electoral del cambio, diferenciado de la socialdemocracia, que he denominado nuevo progresismo de izquierda con fuerte carácter social popular, feminista y ecologista y con la particularidad democratizadora, plurinacional y confederal. Se trata de la formación del agente de progreso que constituye el motor de cambio en este nuevo periodo, en pugna por su consolidación frente al poder establecido. Pero eso es ya otro objeto de investigación, con implicaciones políticas y estratégicas para el presente y futuro del país. El libro de Xavier Domènech facilita claves analíticas para abordarlo.

[Fuente: Nueva Tribuna. Antonio Antón es sociólogo y politólogo]

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2022

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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