¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Variantes de la exclusión democrática
I
Marx tildó al Estado de Consejo de Administración de la Burguesía. A mitad del siglo XIX, cuando imperaba el voto censitario, está afirmación contundente se aproximaba bastante a la realidad. La lucha por la igualdad ha tenido una de sus patas en la ampliación de la población con derecho a representación política. Los estados democráticos actuales son el resultado de una sucesión de movilizaciones que ampliaron sucesivamente los derechos políticos, y en particular, el derecho de voto a grupos más amplios de la población. Sin las movilizaciones de las luchas obreras, del feminismo, de las minorías étnicas, no habría sufragio universal. Sin las luchas anticoloniales, una parte de la población mundial seguiría siendo súbdita de imperios caducos, sin derecho a voto. Basta hacer un listado del año en que finalmente hubo verdadero sufragio universal en cada país para descubrir lo joven que es esta figura. Basta una ojeada a la Wikipedia: en Europa hay una primera fase de establecimiento de sufragio universal entre 1913 (Noruega) y 1928 (Reino Unido), otra al final de la Segunda Guerra Mundial (Francia 1944, Italia, Alemania 1945) y, en el sur de Europa, con la caída de las dictaduras (aunque en España ya había existido entre 1933 y 1936). El país más tardío fue Suiza, qué no incorporó el sufragio femenino pleno hasta 1990. En América se tardó más, en muchos países en la década de 1950, en Canadá en 1960 y en Estados Unidos en 1965, como resultado de las movilizaciones de los afroamericanos. Mujeres y minorías étnicas tardaron en muchos países más tiempo para tener el derecho al voto. Y esto sin contar las numerosas experiencias de Gobiernos dictatoriales que han suspendido durante mucho tiempo este derecho.
Sabemos, por experiencia, que el derecho a votar en las elecciones es sólo un elemento pequeño de una verdadera sociedad democrática. Pero no es en absoluto baladí. Gran parte de las conquistas legales han sido favorecidas por el hecho de que las clases y grupos sociales marginados han conseguido colocar en el debate institucional sus demandas. De que han contado con partidos políticos que los han representado (o cuando menos han incorporado sus demandas) y han trabajado para el reconocimiento de derechos. Hubo un momento en que una parte de la izquierda llegó a pensar que la mera acción electoral traería el socialismo, basándose en el supuesto ingenuo de que, por el hecho que la clase obrera era mayoritaria, sus representantes tendrían una mayoría suficiente para imponer cambios radicales. Algo que nunca ocurrió por muchas y variadas razones. En todo caso, el derecho a voto constituye una oportunidad de consolidar derechos, combatir privilegios y castigar a los políticos que generan desastres. Por ello, desde una parte de la derecha siempre existe la tentación de restringir este derecho, bien con la simple y llana solución de promover un golpe de Estado dictatorial, bien por la negación del derecho a voto a una parte de la población.
Hay muchas fórmulas para dificultar o neutralizar el peso de las clases populares. Todo sistema electoral, excepto la elección directa por mayoría universal de un presidente, incluye alguna fórmula de conversión de votos en escaños representativos. Y estas fórmulas incorporan sesgos que favorecen a determinados grupos. El modelo electoral español (y su traslación a muchos de los modelos aplicados a las autonomías) da un sobrepeso al voto de las provincias rurales y devalúa el voto de las aglomeraciones urbanas. En el caso español esto supone siempre que el PP tiene un plus de escaños mayor del que obtendría en una asignación proporcional a escala nacional. En Catalunya es la misma fórmula la que da mayoría absoluta parlamentaria al independentismo. En los sistemas de elección nominal por mayoría absoluta, como es el caso británico, los cambios en la delimitación de los distritos electorales afecta al resultado. Pero estos son problemas menores si se compara con lo que significa la exclusión directa del derecho a voto de una parte de la población.
Aunque parezca que el sufragio universal es una conquista irreversible en Occidente, estamos asistiendo a dinámicas que, en la práctica, lo niegan. El caso más evidente es el de Estados Unidos, con un sistema electoral que favorece toda clase de maniobras: requisito de inscripción previa para votar, elecciones en día laborable sin derecho a horas retribuidas, etc. La derecha republicana está aprobando leyes en diversos Estados orientadas a incrementar las trabas para que pueda votar las minorías pobres, pues saben que el voto de afroamericanos e hispanos favorece habitualmente al Partido Demócrata. Se trata en este caso de impedir el ejercicio efectivo de un derecho subjetivo.
Pero no hace falta cruzar el Atlántico para detectar que este mismo derecho se niega a millones de personas en Europa Occidental, bajo la cobertura de las leyes migratorias y de nacionalidad. Como la ciudadanía se asocia a pertenencia a un estado-nación, se excluye de la votación a los extranjeros. Esto, en el actual contexto europeo donde una parte creciente de la población tiene una nacionalidad distinta a la del país donde reside, supone excluir a mucha gente. Precisamente la más pobre, la que cubre los empleos peor pagados, la que requiere de políticas sociales de mayor intensidad. (Se impide votar incluso a los migrantes procedentes de países de la Unión Europea, excepto en las elecciones municipales). Todo apunta a que el crecimiento de la población extracomunitaria de los países europeos continuará en el futuro, dado el proceso de envejecimiento de la población local, la demanda de servicios personales y otros factores como los movimientos generados por la crisis climática. Y esto comportará que un porcentaje creciente de la población volverá a ser excluida de los procesos de votación democrática. La nacionalidad se añade al nivel de renta, el género o la raza como factor de exclusión. Una especie de apartheid sin separación espacial.
La justificación de tal exclusión se sustenta tanto en la consideración de los migrantes como “aves de paso” como en el supuesto efecto llamada. Pero esto sólo puede justificarse para personas recién llegadas y para un determinado lapso de tiempo, y no para personas asentadas, que trabajan, conviven cotidianamente aquí. Sabemos que las políticas migratorias restrictivas tienen un papel crucial a la hora de generar unas condiciones políticas y sociales favorecedoras de condiciones laborales informales y para consolidar los segmentos más desfavorecidos del mercado laboral. Y podemos constatar que estas mismas leyes provocan la existencia de una masa de personas sin derechos de ciudadanía: metekos. Para la derecha, el mantenimiento de este marco normativo es esencial porque le permite, a la vez, contar con una mano de obra sin derechos, o con derechos disminuidos, y excluir a una masa importante de un derecho al voto que podría cambiar las mayorías electorales y favorecer otras políticas. Una masa de población que padece los peores efectos de las políticas de la derecha y a la que se niega el derecho político para poder oponerse a las mismas. Hay demasiadas razones éticas y de interés propio para que la izquierda asuma de una vez la necesidad de cambiar las políticas migratorias y expandir el derecho al sufragio a toda la población establecida en cada territorio.
II
Votar libremente en un proceso electoral es una forma muy limitada de democracia. Lo que da fuerza y permite que en sistemas democráticos se produzcan cambios y reformas en cuestiones trascendentales es que existan movimientos sociales capaces de generar propuestas, popularizarlas, forzar debates sociales, implicar a los representantes políticos, enfrentarse a las fuerzas reaccionarias y al capital. Y que existan canales institucionales que lo permitan. A menos que uno piense que la única vía es la insurrección a la brava, lo que no comparto, la lucha por ampliar la democracia pasa por mejorar los mecanismos de participación y conseguir que el marco institucional sea amable con la existencia de movimientos y organizaciones sociales que impugnan lo establecido.
Esta es una versión de la democracia que está lejos de desarrollarse. Aunque hay avances parciales en algunos países: desde el reconocimiento de participación en algunos temas y espacios, hasta la posibilidad de generar consultas. En ausencia de estos movimientos y mecanismos, el poder de los grupos económicos es absoluto, pues tienen enormes recursos para promover sus propuestas y desarrollar un completo marketing político que incluye informes “serios” (siempre hay un universitario dispuesto a avalarlo), figuras mediáticas e influencers, propaganda convencional, patrocinios y redes clientelares… Y les resulta fácil el acceso a políticos porque el propio devenir de la acción institucional favorece los contactos y hay una gran experiencia de lobbismo. (A veces incluso más barato, dada la estulticia y la ignorancia de algunos políticos que compran gratis cualquier idea que vaya en la línea de sus convicciones y prejuicios). Cuentan con grandes recursos y son conscientes de que, cuanta menos participación exista y más débiles sean las organizaciones de la gente corriente, menos resistencia encontrarán sus propuestas. Por ello, parte de su intervención pasa por poner, con mayor o menor fuerza, dificultades a la creación, existencia y continuidad de los movimientos contestatarios.
Hay una larga historia de acoso, en muchos casos criminal, a la formación de organizaciones sociales. La historia del sindicalismo está llena de represión, de asesinatos, de listas negras… Y algo parecido les ha ocurrido a defensores de la tierra, ecologistas, feministas, en muchos países. En España la historia ha sido particularmente sangrante hasta el fin de la dictadura. Y el tic de atacar al rebelde sigue instaurado en las fuerzas “de orden” y en gran parte de la judicatura. Aunque en términos generales los movimientos sociales tienen una importante libertad de acción, de lo que suelen carecer es recursos materiales y humanos, y de buenos canales de participación.
En la transición política, el movimiento sindical fue el único que tuvo un reconocimiento legal explícito. Se le dotó de una cierta cantidad de recursos económicos, recuperó sedes y en el diseño institucional existen diversas figuras que garantizan la presencia sindical en muchos procesos políticos, que protegen la representación sindical en las empresas y que dan a los delegados sindicales un cupo de horas libres para realizar su tarea. Es una cuestión controvertida. Los puristas achacan a los sindicatos dependencia del poder a causa de estas ayudas y alegan que la reducción de jornada laboral puede favorecer que gente dispuesta al escaqueo se presente a delegado sindical. Hay que aceptar que ningún diseño organizativo está exento de fugas, que es difícil evitar que haya personas que se apunten a movimientos con objetivos exclusivamente personales (la fauna de los egoístas es profusa y siempre encuentran el lugar adecuado para colocarse). Y es obvio que toda organización puede mejorar revisando sus actuaciones. Pero me parece abusivo explicar los problemas sindicales, su deriva reformista, por una sola y tan burda cuestión. Sobre todo porque lo que reciben no es sobre la base de un determinado comportamiento, sino producto de un derecho reconocido. Y, por otra parte, podríamos preguntarnos qué sería del sindicalismo si no hubiera podido contar con una base de recursos, locales y horas libres reconocidas. Porque, más allá de las grandes políticas, muchos de los pequeños avances en derechos laborales y muchas de las denuncias de abusos han sido posibles por la tenaz presencia sindical en la negociación de convenios y la acción en la empresa y las instituciones. Lo podrían hacer peor o mejor, pero difícilmente hubieran podido conseguir sus logros con menos medios.
La respuesta a la pregunta retórica anterior la podemos constatar analizando los problemas de otros movimientos sociales. Al vecinal, que es el que más conozco, en el proceso constitucional se le negó un derecho parecido al sindical porque la mayoría de partidos temía tener que enfrentarse a un contrapoder fuerte en barrios y municipios. Lo que quería la mayoría era simplemente su desaparición, una vez agradecido el esfuerzo realizado en la transición. No lo consiguieron del todo, porque hubo demasiados cuadros vecinales que resistieron. Pero el movimiento salió debilitado, con pocos recursos, poca visibilidad (aún menos cuando se toca un tema que cuadra con las agendas de los medios), sustentado siempre por el voluntarismo militante. En muchos sitios los Ayuntamientos se dedicaron a la compra de voluntades mediante prácticas clientelares. Sólo en algunos lugares hubo fuerza para conseguir recursos básicos sobre la base de convenios y un cierto reconocimiento institucional. Y casi siempre coincide con aquellas poblaciones donde hay organizaciones vecinales más autónomas, más independientes, más contestarias. Lo del movimiento vecinal no es un caso único. La mayor parte de movimientos sociales padecen las mismas deficiencias de recursos, activistas desbordados en sus horas libres, escasa visibilidad social… Pienso en los ecologistas, las feministas, los movimientos de la vivienda, de entidades que luchan contra la pobreza, de colectivos que gestionan centros culturales de base, etc. Y casi todos tenemos la experiencia de tenernos que confrontar en los procesos y consejos participativos públicos con los representantes de los lobbies, ejecutivos a sueldo que participan en las reuniones como parte de su jornada laboral.
Esto ya lo he contado otras veces. Si lo reitero es porque estamos asistiendo a una batalla sostenida y alimentada por grandes grupos empresariales y por la derecha política para que las cosas sean peores. Para que, además de la exclusión del voto, se produzca esta exclusión participativa. El ejemplo más claro es la insistente denuncia por parte de la extrema derecha y la derecha neoliberal de los “chiringuitos”, que casi siempre coinciden con organizaciones participativas (como las feministas, su obsesión principal seguramente por la fuerte influencia del integrismo católico en sus filas). Allí donde tienen el poder, como en Andalucía y Madrid, ponen en práctica estas políticas a través de recortes y cortapisas.
En Barcelona la situación es algo distinta. Aquí, el gobierno de la ciudad está comprometido, al menos sobre el papel, con la participación social y los movimientos. Y por ello la diana escogida ha sido atacar a la vez al Ayuntamiento y a las entidades, utilizando la moderna política del lawfare consistente en denunciar judicialmente y por vía mediática (La Vanguardia es su prensa preferida). Quien denuncia no es la extrema derecha, esto en Catalunya no está de moda (la extrema derecha local tiene otro pelaje, es republicana e independentista; la de Vox de momento es marginal), sino extrañas organizaciones defensoras de la democracia. Y las denuncias se han concentrado en las subvenciones y convenios con entidades, y en la normativa sobre participación. Sabemos que por debajo está la mano de grandes empresas (sobre todo Agbar y otras ligadas a La Caixa). Muchas de las batallas legales acaban en la papelera. Pero generan ruido, criminalizan a los movimientos sociales y amedrentan al Ayuntamiento. No sólo a los políticos, sino especialmente a los funcionarios, que temen por su seguridad jurídica. Puede que sea una batalla local, pero me parece que es una experiencia que se va a repetir en muchos lugares y conduce a una política de minimización del enemigo practicada por los poderes económicos (el ejemplo más brutal quizás sea el del ecologista gaditano al que trataron de hacerlo pasar por narcotraficante).
Las crisis ecológica y social van a exacerbar los conflictos y generar nuevas tensiones. Y los poderes económicos quieren evitar que la situación afecte a sus intereses. A menudo simplemente particulares, aunque, por lo general, se trata de grupos suficientemente poderosos que disponen de recursos e influencias para lanzar campañas enormemente letales. En este contexto, es esencial reforzar la organización social en muchas áreas y esto pasa por más recursos, más visibilidad social e introducir el trabajo voluntario, social, en las políticas de derechos y tiempos. No va a ser sencillo. Llevamos mucho tiempo con grandes campañas de aculturación individualista que tienen como elemento colateral el cuestionamiento de la acción colectiva. Por ello es crucial que el conjunto de entidades y movimientos sepan colocar en el centro del debate político la necesidad de reforzar el tejido social y de equilibrar la antidemocrática desigualdad de fuerzas frente a los grandes grupos capitalistas.
26 /
10 /
2022