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Joaquim Sempere

Manuel Sacristán, relaciones entre marxismo y ecologismo

Hace 37 años que Manuel Sacristán nos dejó, a los 59 años, en plena creatividad intelectual y política. Miguel Manzanera nos ha hecho un favor inapreciable: haber reunido en un solo volumen todos sus escritos sobre la crisis ecológica y sus relaciones con el marxismo y el socialismo/comunismo. La lectura de estos escritos de un solo tirón permite apreciar —incluso a quienes, como yo mismo, hemos cultivado el tema bajo la influencia directa y personal del maestro—, de forma aún más plena que antes, la inmensa capacidad de Sacristán para detectar y anticipar las grandes tendencias socioeconómicas de su tiempo (que es el nuestro) y aplicar creativamente las grandes categorías del pensamiento de Marx a los problemas de hoy. Problemas que no son exactamente los de la época de Marx, y que por tanto exigen un esfuerzo de comprensión y asimilación de las nuevas realidades.

Han pasado cerca de cuarenta años desde su muerte sin que haya avanzado demasiado, ni en nuestro país ni en el mundo entero, el núcleo central de su programa: desarrollar un marxismo ecológico, desarrollar una teoría y una práctica de la emancipación social que aborde plenamente la crisis ecológica, es decir, la aproximación acelerada de las sociedades humanas a una catástrofe resultante de un metabolismo viciado entre naturaleza y especie humana. Un metabolismo —para ser más precisos— basado en prácticas depredadoras sobre la biosfera que van minando las condiciones naturales que hacen posible la vida humana y de otras muchas especies animales sobre la Tierra.

Efectivamente, si repasamos brevemente las contribuciones de Sacristán a la temática considerada, constatamos que los grandes problemas que están hoy sobre la mesa fueron prácticamente todos, con algunas excepciones, anticipados y denunciados por él. Con esto no quiero decir que sus denuncias fueran originales suyas. Un rasgo característico de nuestro personaje era su capacidad para explorar las investigaciones en curso y las publicaciones más punteras y así detectar los problemas, y en particular los nuevos problemas, los problemas todavía incipientes, todavía invisibles para la mayoría de los observadores. Tenía como un sexto sentido para descubrir cuáles eran las fuentes más autorizadas, cuáles eran los centros de investigación más fiables, cuáles eran las publicaciones que había que leer para estar al día y poder anticipar los problemas germinales que iban apareciendo en el mundo de la investigación, tanto científico-natural como socioeconómica. El caso más significativo de este sexto sentido es cómo comprendió inmediatamente la pertinencia del informe Meadows al Club de Roma de 1972. Otro es haber detectado el valor de las aportaciones de dos grandes economistas que han sido pioneros de la economía ecológica, Nicholas Georgescu-Roegen y Kenneth Boulding.

Existen tres temáticas que para Sacristán eran esenciales. Primera: los elementos del diagnóstico. Segunda: los intentos de revisar y reformular las categorías explicativas del marxismo. Y tercera: las políticas que podían resultar eficaces de cara a posibles soluciones —que quería decir también revisar y reformular los principios de estrategia y táctica política y social.

Primera: diagnóstico, o los grandes problemas.

1) Límites en la producción de alimentos por pérdida de tierras fértiles debido a la erosión y la mineralización causada por el abuso de fertilizantes químico-minerales y de agroquímicos; 2) reducción masiva de los bosques, tanto los tropicales como los de zonas templadas y frías; 3) escasez de agua potable; 4) contaminación por amianto y plásticos, etc.; 5) emisión masiva de CO2 causante del cambio climático. Éstos son algunos de los temas explicitados en los textos recogidos por Miguel Manzanera en este volumen. Me consta, sin embargo, que no eran las únicas informaciones que él manejaba, porque sus fuentes de información eran muy variadas. Ahora bien, esta lista es ya significativa. Quiero destacar un punto que todavía hoy cuesta situar en el lugar preeminente que le corresponde: la preocupación por la erosión de los suelos cultivables y la pérdida de tierras fértiles, que anticipan una posible crisis agroalimentaria que puede ser catastrófica para la subsistencia de amplísimas cantidades de personas, sobre todo en los países más vulnerables al cambio climático y con mayores problemas de aridez, erosión y falta de agua.

Un tema que se repite en sus intervenciones es el de la población humana. Era declaradamente antipoblacionista, preconizaba detener el crecimiento demográfico y revertirlo mediante políticas de control de la natalidad. Merece la pena detenerse en ello: no es sólo que cuanta más población haya, más costará alimentarla y satisfacer las necesidades básicas de todos, sino que cambiarán ciertos aspectos cualitativos, debidos a la masificación. ¿Cuál es su respuesta? En pocas palabras: los revolucionarios de nuestra época no pueden aceptar como deseables los objetivos actuales de las clases trabajadoras —que en sustancia imitan las aspiraciones de la burguesía y las clases privilegiadas— sino que deben innovar proponiendo a los trabajadores unas aspiraciones nuevas, que sean a la vez ecológicamente saludables y socialmente alcanzables por todos. La revolución debe realizarse esencialmente en la esfera de la producción, pero también en la esfera del consumo.

Segunda: ¿siguen siendo válidas las explicaciones del marxismo?

En este punto creo muy importante destacar la libertad intelectual con la que Sacristán abordaba la lectura de Marx, Engels y Lenin, que habitualmente son tratados por muchos, la mayoría, de los autores marxistas como si sus escritos fueran unas Sagradas Escrituras dictadas directamente por Dios Nuestro Señor, y, por tanto, indiscutibles. Normalmente cuesta encontrar cualquier referencia o invocación de estos autores que escape de la pura apologética. Sacristán, por el contrario, no tiene reparos y se enfrenta a los clásicos de la tradición marxista poniendo en evidencia los defectos, cuando los hay, tanto en el terreno empírico como en el epistemológico. Está claro que él podía hacerlo gracias a su cultura enciclopédica en los campos de la sociología, la filosofía y la epistemología, cultura enciclopédica que le daba instrumentos potentes de juicio. El resultado, para el lector, es refrescante y estimulante. Es volver a los clásicos con una mirada limpia, que permite repensar los problemas de hoy con unas herramientas que han mostrado su eficacia en otros campos y que es necesario utilizar con libertad intelectual, no como un catecismo.

Sacristán se pregunta si las categorías centrales del pensamiento de Marx siguen siendo cognitivamente productivas hoy. Su respuesta es que sí, pero lo ilustra con un ejemplo desconcertante, llevando su reflexión al límite, probablemente para resultar más didáctico, pero quizás también intuyendo la necesidad de transformar las fuerzas productivas existentes y no sólo las relaciones de producción. Dice: “La tensión entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción sigue siendo una constatación realista y de considerable capacidad explicativa de la historia que conocemos, de nuestro presente y de las futuras posibles proyecciones del mismo” (101).[1] Pero reconocer la validez de esta tesis de Marx le sirve para una reflexión que seguramente toma por sorpresa a muchos marxistas y les deja descolocados. Presupone que el actual progreso de las fuerzas productivas, si no rectifica su curso, lleva a un escenario distópico de ciencia ficción ilustrado por las fantasías del escritor norteamericano Adrian Berry (en el libro Los próximos diez mil años), donde el “desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas” implica la energía nuclear de fusión, una unificación autoritaria de la humanidad después de una o varias guerras atómicas, la colonización de la Luna y la fragmentación –mediante explosiones nucleares– del planeta Júpiter para obtener, con uno de los fragmentos, un nuevo planeta “artificial” colonizable por los seres humanos y convertir otros fragmentos de Júpiter en reflectores para captar energía del Sol. Esta fantasía ilustra imaginativamente como un desarrollo de las fuerzas productivas siguiendo una evolución presente hoy en nuestras sociedades chocaría con las relaciones de producción… pero aquí viene la sorpresa: no en un sentido emancipatorio, sino desembocando en nuevas relaciones de producción más tiránicas. Sacristán nunca llegó a elaborar hasta el final la idea de revolucionar las fuerzas productivas, y no sólo las relaciones de producción. Pero poner como ejemplo el delirio ultratecnológico de Adrian Berry sugiere que le faltó poco para dar el salto. ¿Cómo se explicaría, si no, que utilizara como ejemplo una fantasía que lleva al extremo el carácter destructivo de las fuerzas “productivas” del capitalismo, las cuales, por tanto, deben ser excluidas —además de superadas o transformadas— de cualquier proyecto socialista imaginable?

Quiero aclarar el sentido de este ejemplo. Sacristán dice: el esquema fuerzas productivas/relaciones de producción tal como lo formula Marx es muy potente heurísticamente; permite encontrar explicaciones plausibles. Pero no siempre es previsible que desemboque en mejores salidas, más libres, más emancipadas; también puede desembocar en la emergencia de nuevas relaciones de producción, distintas pero más opresivas y tiránicas. Esto, por cierto, liga con la visión sacristaniana del marxismo como una concepción del mundo no determinista. El futuro queda siempre abierto, no podemos dar por supuesto que la historia deba ir siempre a mejor. La calidad del futuro dependerá siempre de lo que hagan los seres humanos en cada caso.

Tercera: ¿qué tácticas y estrategias adoptar? ¿Sirven las adoptadas durante el último siglo de luchas autoproclamadas liberadoras?

En este punto, Sacristán elabora sus respuestas dialogando con Wolfgang Harich, que en el libro en el que plantea más ampliamente la crisis ecológica, ¿Comunismo sin crecimiento?, presenta la Unión Soviética del momento (el libro se publicó en 1974) como una Arca de Noé. Harich creía que la URSS, por su carácter autoritario, podría gestionar la crisis ecológica mucho más eficazmente que el capitalismo liberal. La idea de fondo es que los imperativos ecológicos 1) impondrán políticas de planificación estricta (dada la urgencia del problema) y 2) modelos de vida y consumo austeros a menudo contra la voluntad de las mayorías. El suyo era un comunismo de la austeridad y la igualdad estricta, y encontraba una inspiración más en Gracchus Babeuf que en un Marx para quien la abundancia o la prosperidad debían hacer posible superar más fácilmente los problemas distributivos. (Hay que decir aquí, de paso, que la prosperidad imaginada por Marx no tenía nada que ver con el derroche neocapitalista y consumista alcanzado después de 1945 en Occidente).

Sacristán admite la problematización de la idea de abundancia, pero no acepta la salida autoritaria. Su republicanismo y democratismo radical le ponían en contra de cualquier tiranía. Veía en el estado una institución destinada a durar más de lo que Marx, con su discurso libertario, estuvo jamás dispuesto a creer. Sacristán, que siempre manifestó su simpatía por la noción ácrata de extinción del estado (siguiendo en esto también a Marx), revisó en los últimos años de su vida esa simpatía porque pasó a creer que la organización comunista de la igualdad en un contexto de escasez derivada de la degradación ecológica requeriría instrumentos enérgicos de autoridad estatal. En un pasaje del libro que aquí presentamos hace sinónimas las expresiones “sociedad socialista” y “sociedad regulada” (106), que es una forma discreta (y abierta) de dar valor a la autoridad estatal. En esto se aproximaba a Harich. En cambio, se distanciaba de él en otro punto importante: para Sacristán la tiranía política, incluso la que pueda tener una intencionalidad igualitaria, siempre está destinada a transmutarse en oligarquía, sobre todo por una razón: la tiranía es una manifestación más de la cultura de la desmesura, de la ambición exagerada de poder; y es justamente la cultura de la desmesura (la hybris de los antiguos griegos) lo que hay que dejar atrás. Ponía como prueba factual la experiencia soviética; y hoy podría invocar la experiencia china. Por eso rechazaba la idea harichiana de autoritarismo de la igualdad. Prefería imaginar el futuro saneado ecológicamente como una constelación de comunidades locales autogestionadas, con autosuficiencia económica y superestructuras políticas débiles. No creía que se pudiera decir mucho más sobre cómo veía un posible futuro emancipado. La impresión personal que siempre tuve es que era sumamente pesimista en ese terreno, aunque lo disimulaba por no desmoralizar ningún activismo.

Estas últimas consideraciones llevan de forma natural a sus propuestas de acción y lucha. Estas propuestas tenían justamente dos patas, diferentes y complementarias: 1) la acción política para ocupar el gobierno del estado y, en general, las instituciones representativas, sin hacerse demasiadas ilusiones sobre su potencial transformador; Sacristán siempre insistió en no confundir “gobierno (del estado)” con “poder real”: una revolución social auténtica conlleva romper y liquidar el poder (económico, político, militar, mediático…) del gran capital, y esto significa cambiar el poder real, no sólo el gobierno, y supone un trastorno profundo; y 2) generar embriones pequeños y locales de vida alternativa. No puedo extenderme mucho en este punto porque él dejó pocos testimonios escritos de esta orientación que consideraba, sin embargo, “estratégica” (88). El propio Sacristán lo resumió clarísimamente en una intervención de 1979: “Ambas prácticas deben ser revolucionarias, no reformistas, y se refieren respectivamente al poder político estatal y a la vida cotidiana. Es una convicción común a todos los intentos marxistas de asimilar la problemática ecológico-social de que el movimiento debe intentar vivir una nueva cotidianeidad, sin remitir la revolución de la vida cotidiana a después de la Revolución, y que no debe perder su tradicional visión realista del problema del poder político, en particular del estatal” (55).

Merece la pena recordar aquí la reivindicación que hizo de Gandhi, no sólo por su pacifismo, sino también de su hábito de llevar siempre con él una rueca manual, para mostrar a sus seguidores de forma gráfica que hay que “hilar y tejer en casa”, que el sistema opresor no será vencido si la gente no asume, en mayor o menor medida, una autonomía personal-comunitaria en la satisfacción de sus necesidades básicas: alimento, vestido y casa. En este contexto, Sacristán lanza una provocación política muy fuerte: “a estas alturas de finales del siglo XX uno no sabe muy bien quién ha tenido más éxito revolucionario estratégicamente hablando […]: si la Tercera Internacional o Gandhi. Sin duda Gandhi no ha conseguido una India artesana, pero la Tercera Internacional tampoco ha conseguido un mundo socialista” (87).

Hay muchas, muchísimas otras ideas en los trabajos compilados en ese volumen que dibujan los elementos integrantes de una alternativa ecosocialista. No puedo tocarlas todas. Hay un tema que siempre le preocupó y apasionó: la política de la ciencia. Sacristán siempre hizo una apuesta decidida en favor de la racionalidad y la ciencia como las formas más potentes de llegar al conocimiento. Lo que quiero destacar en el tema de las relaciones entre ciencia y sociedad es que era partidario incondicional de desarrollar y mejorar los métodos científicos y sus aplicaciones, pero con una revisión importante, importantísima, de cómo ponerlo en práctica. El punto decisivo es: en la época de la crisis ecológica, cuando ya hemos descubierto los daños que los humanos hemos infligido al metabolismo con la naturaleza, de lo que se trata es de orientar la investigación científica hacia la superación de estos daños. Pone un ejemplo. Tras sostener que la investigación en tecnología militar o ingeniería genética debe ser sometida no a una prohibición radical (que le parece impracticable), pero sí a un control social, que para él debería incluir no sólo a los gobiernos estatales, sino también “la opinión pública de comunidades mucho más pequeñas”. Rechaza que un control social sobre la investigación sea retrógrado, que sea un freno a la libertad de investigación, añadiendo: “El potencial de investigación puede reorientarse en muchos más sentidos. Por ejemplo, tratando de investigación económica, tan científico es el estudio de la maximización de producciones como investigar la minimización de costes” (80-81). El ejemplo es ilustrativo: si el objetivo no es seguir creciendo, lo que hay que investigar prioritariamente es cómo obtener el mismo producto con un coste menor (coste menor se refiere aquí al impacto ecológico o huella ecológica). Sacristán no da muchos más ejemplos, pero es fácil imaginarlos. Destaco este punto porque creo que una tarea esencial en una sociedad ecológicamente saneada será determinar cuáles serán las líneas de investigación científica a las que habrá que dar prioridad para ir rectificando los disparates metabólicos acumulados por siglos de agresión al medio natural.

En parte por influencia de su compañera Giulia Adinolfi, que hizo una importante contribución al pensamiento feminista, Sacristán asumió el feminismo, valorando positivamente la idea de Harich de “feminización del sujeto revolucionario”. Pero añadiendo que es necesario feminizar la vida social y política, “porque los valores de la positividad, de la continuidad nutricia, de la medida y el equilibrio —la piedad— son, en nuestra tradición, cultura principalmente femenina” (53).

Por último quiero acabar con un texto que figura el primero de todos en la antología de Miguel Manzanera: el de las jornadas de Murcia de 1979. Este texto es una rareza en la tradición marxista: poquísimos marxistas se han atrevido a denunciar la presencia —en el pensamiento marxista— de la escatología y el milenarismo, la idea de un fin de los tiempos, la idea de que con la Revolución desaparecen todos los conflictos, se realiza la armonía final entre las personas. Un auténtico final de la historia. Esto es un resto de pensamiento religioso en un cuerpo de doctrina declaradamente atea, que el talante científico y racionalista de Sacristán no podía en modo alguno tolerar. Rechazar esto significa afirmar que la revolución no es un destino definitivo, que habrá que luchar siempre contra las injusticias, también en una sociedad sin clases, porque es ilusorio creer que el comunismo cancela todos los conflictos, como todavía creen bastantes personas de nuestra cuerda.

 

[1] Los números entre paréntesis remiten a las páginas del libro de Manuel Manzanera.

 

[Versión en castellano del texto de presentación del libro de Manuel Sacristán Luzón Ecología y ciencia social. Reflexiones ecologistas sobre la crisis de la sociedad industrial (recopilación y prólogo de Miguel Manzanera, 2021, edición de la editorial extremeña Irrecuperables). Presentación hecha en el casal Transformadors (Fort Pienc, Barcelona) el 23 de septiembre de 2022 bajo el patrocinio de la Asociación de Estudios Gramscianos de Cataluña, a la que se debe la publicación del texto original en catalán.]

27 /

10 /

2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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