La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Soledad Bengoechea
«Credere, obbedire, combattere»
El centenario de la Marcha sobre Roma (octubre de 1922)
Italia, octubre de 1922: bajo la amenaza de las camisas negras, la monarquía italiana y sus partidos afines entregaban el gobierno al antiguo socialista reconvertido en fascista Benito Mussolini.
Aquí estamos asistiendo a una hermosa revolución juvenil. No hay peligro, es pródiga en color y entusiasmo. Nos estamos divirtiendo mucho (Richard Washburn Child, embajador de Estados Unidos en Roma, el 31 de octubre de 1922).
Italia, septiembre de 2022: Giorgia Meloni, líder de Fratelli d’Italia, partido heredero del MSI fundado por el fascista Giorgio Almirante, gana las elecciones al frente de una coalición de extrema derecha al grito de: ¡Io sono Giorgia!
El fascismo no es un proyecto político más, como pudieran ser el comunismo, el liberalismo, el pensamiento libertario. El fascismo es el único proyecto político que surge en el siglo XX, los otros proceden del XIX. Quiere ser tan moderno que nunca se llama a sí mismo continuador de nada, sino que se presenta como rompedor. Pero en lo que el fascismo es antológicamente diferente del resto de proyectos políticos es en el papel de la violencia […], Y el ejercicio de la violencia es un acto de afirmación de la conciencia fascista (Ferran Gallego, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona. “La violencia como afirmación fascista”, 2014).
Hay una serie de elementos que las nuevas extremas derechas, comparadas con el fascismo, no tienen. Por ejemplo, el tema de querer instaurar un régimen de partido único, una dictadura autoritaria. Está el tema de disponer de un partido milicia, un partido encuadrado militarmente y con fuerzas paramilitares. Por otro lado, no tienen tampoco la voluntad, y es algo que estamos viendo en países donde gobiernan como Hungría, de encuadrar a las masas en organizaciones de masas. Por último, no son una religión política ni tienen la voluntad de construir unos hombres y mujeres nuevos. No existe esta voluntad de influir sobre la sociedad. Su objetivo es vaciar la democracia liberal de su contenido, pasar a lo que Orban definió como democracia “liberal” (Steven Forti, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona, “Si no entendemos qué es esta nueva extrema derecha, nos costará entender la amenaza real que representa”. Público, 30-10-21).
Los orígenes: los Fasci di Combattimento, cultura de combate
Como Italia, después de salir vencedora de la Gran Guerra, se vio sacudida por la violencia política, entre un partido socialista, que deseaba instaurar la dictadura conforme al modelo bolchevique, y un fascismo recién nacido, que organizaba escuadras armadas para combatir a los socialistas y hacer realidad una “revolución italiana”. (Emilio Gentile, El fascismo y la Marcha sobre Roma, p. 21).
Durante las primeras décadas del siglo XX en Europa nos encontramos con el nacimiento de nuevas opciones políticas que presentan formas y contenidos desconocidos hasta entonces. En Italia, el fin de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) provocó una situación muy difícil entre los trabajadores. El poder adquisitivo del salario había disminuido un 35% y no se conseguían productos básicos como el pan. En 1918, principalmente en los centros urbanos, se sucedieron una serie de huelgas masivas mediante las cuales los trabajadores consiguieron algunas reivindicaciones. El llamado biennio rosso (el “bienio rojo”) y los consejos de fábrica fueron expresión de este proceso, que puso a la clase obrera cerca de tomar el cielo por asalto. El país estaba dominado por el movimiento obrero, mientras el Estado era débil. Las promesas vehementes de un desconocido Benito Mussolini de restaurar el orden y la disciplina fueron vistas por muchos empresarios y las clases medias como el único medio posible para apaciguar la creciente ola de conflictividad social que el gobierno no lograba frenar.
Ciertamente, el triunfo de la revolución soviética en 1917, y la constitución de partidos comunistas en todo el continente europeo a partir de 1920, no había sido ajeno a esta situación. La consolidación de la Rusia soviética llevaba a las atemorizadas clases económicas a solicitar el despliegue de nuevos mecanismos de protección que el Estado liberal, se decía, no estaba en disposición de proporcionar. Fue entonces cuando la izquierda dejó de tener el monopolio de la idea de cambio. Sus emergentes rivales propugnaban una transformación social, fascista, que apelaba a las emociones, no a la razón.
En este contexto, la ciudad de Milán llegó a aquel 23 de marzo de 1919 sumida en el aburrimiento de un domingo gris. Al atardecer, unas nubes oscuras anunciaban lluvia. De repente, 119 hombres irrumpieron en la Piazza San Sepolcro. El número, es cierto, era reducido, pero se hizo notar: caminaban con paso firme, seguro, sonoro, el brazo en alto saludando a la romana. Muchos llevaban las famosas camisas negras. Asistían a un discurso que ofrecía el director del diario Il Popolo d’Italia, Benito Mussolini. Debido a conductas radicales, consideradas desmedidas, y a su postura nacionalista irredentista, había sido expulsado del partido socialista. Mussolini, con su tradicional ademán, impresionó al auditorio: el gesto adusto, las manos en la cintura, las piernas abiertas, su voz fuerte. Se estaban fundando los Fasci di Combattimento (Fascios de Combate), mientras se leía el Manifiesto Fascista que daría lugar en 1921 al PNF (Partido Nacional Fascista). Desde el primer momento, el movimiento se caracterizó por la violencia y por su oposición al liberalismo y al comunismo.
Sin que nadie se diera cuenta, seguramente ni sus promotores, había nacido el fascismo. Aquellos hombres se llamaban Revolucionarios. ¡Y ciertamente lo eran! Fundaban algo nuevo. Pero, con el tiempo, serían contrarrevolucionarios porque combatirían a las organizaciones revolucionarias.
La ideología fascista tenía como meta la creación de un Estado totalitario que decía encarnar el espíritu del pueblo. La población no debía, por tanto, buscar nada fuera del Estado, que estaría en manos de un partido único. Para aclararnos, y en palabras de los líderes fascistas:
El pueblo es el cuerpo del Estado, y el Estado es el espíritu del pueblo. En la doctrina fascista, el pueblo es el Estado y el Estado es el pueblo. Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado.
¿Qué significa esta frase?: que el Estado controlaría a los italianos incluso en la vida privada.
Los fasci sentían recelo hacia la política clásica. Y un profundo odio contra todo el sistema establecido, considerado decadente. Por ejemplo, preferían definir a los fasci como movimiento, más que como partido. Y utilizaban parte del lenguaje de la izquierda con un discurso demagógico que pretendía atraer a los sectores sociales más castigados por la crisis.
Así, el programa político de los Fasci Italiani di Combattimento, publicado el 6 de junio de aquel mismo 1919, rebosaba de tics revolucionarios. Veamos, entre otras cosas, defendía la participación de los representantes de los trabajadores en el funcionamiento técnico de la industria, la incautación del 85% de los beneficios de guerra, la implantación de un fuerte impuesto progresivo sobre el capital y la incautación de los bienes de todas las congregaciones religiosas.
Observemos ahora quién estaba dentro del movimiento: viejos izquierdistas decepcionados, sindicalistas revolucionarios, veteranos de la Gran Guerra que habían luchado con compañeros sacrificados en las trincheras durante cuatro años. En aquellas interminables jornadas, habían aprendido a despreciar aún más el poder, y a apreciar ciertos valores, digamos, más enérgicos. Se instruyeron, también, en el arte de empuñar un arma e incluso le habían cogido gusto. Y se habían acostumbrado a las palizas. Ahora, la mayoría estaban en un paro considerado vergonzoso. Así muestra la Patria su agradecimiento, pensaban.
En cualquier caso, en las elecciones de 1919, sin aliados claros a derecha ni izquierda, los fascistas se dieron un sonoro batacazo. Lograron un solo escaño. La lista de Mussolini, en Milán, sacó menos de cinco mil votos. Ganaron los socialistas, con un 32%. Este 32% socialista despertó el pánico entre la burguesía y cambió la actitud de un Mussolini que decidió renunciar a su alma revoltosa de izquierdas porque en realidad parecía que por este lado no se le hacía caso. En cambio, ¡ah!, por el otro lado, por la derecha, tenía el campo libre: ahí estaba subyacente el miedo y el odio a los subversivos, el deseo de orden, en fin, lo de siempre. En una de las muchas crisis de Gobierno de estos años, los fasci se pusieron espontáneamente a las órdenes de las autoridades, como paramilitares, para defender la estabilidad. El fascismo, inexistente en las elecciones, empezó a crecer como la espuma.
El primer congreso de los fasci fue en octubre de 1919 en Florencia, pero de nuevo fue de una retórica de excelente vaguedad. Por increíble que parezca, esto será una constante en la carrera de Mussolini: su oratoria revolverá cuatro conceptos y dirá siempre cosas tan ambiguas que cabía de todo. Renzo De Felice, máximo historiador del fascismo con sus ocho tomos sobre el futuro dictador, opina sin tapujos que Mussolini no tenía ninguna idea concreta de Estado ni de partido, iba improvisando sobre la marcha, aunque sobre todo, y eso es importante, en final se dejó arrastrar por los eventos. Pero no hay duda de que Mussolini fue un líder, porque fue quien dio forma al descontento de las masas e hizo una síntesis política.
Veamos ahora esta esclarecedora frase programática de Mussolini: “Nosotros nos permitimos ser aristocráticos y democráticos, conservadores y progresistas, reaccionarios y revolucionarios, legales e ilegales, según las circunstancias de tiempo, lugar y ambiente”. ¿Acaso el cambio doctrinal es consustancial al fascismo?
Observamos de nuevo el panorama. Ponemos la mirada al año siguiente, en 1920. Recordemos: estamos en pleno biennio rosso. En abril, varios de estos chicos vestidos con camisas negras acudieron a un acto del Partido Socialista. Pronto empezó la batalla a base de palos. Los fascistas mataron a tres de ellos y dejaron cuarenta heridos. ¿Qué opinó la policía? Nada, le pareció más o menos bien. Pero este acto fue el santo y seña que abrió un montón de posibilidades a estos jóvenes hasta ahora mirados como algo como la escoria de la sociedad. Escoria, sí, eso significaban los grupos fascistas para muchos italianos. Pero ¡ah!, también simbolizaban una solución para otros. Era un tiempo que en las ciudades y en los campos los dueños no sabían cómo poner orden entre sus trabajadores. La agitación campesina se ve muy bien en la película Novecento, de Bertolucci, ambientada en Emilia Romaña, en el centro del país. Los propietarios de tierras de las áreas rurales, hartos de tantos rojos, impulsaron los squadri de castigo, el squadrismo, los matones. Esta película permite entender muchas cosas.
Los fasci crecían y crecían. Aunque aún eran poco numerosos, los fascistas se hacían notar por el uso de la violencia. Pero seguían sin ser exactamente un partido. Eran organizaciones locales, con un jefe que aparecía de forma espontánea. Muchas veces, cada grupo, sobre todo cada cabeza, entendía el fascismo a su manera, de izquierda o derecha, aunque al final se impusieron los de la derecha. En Ferrara, por ejemplo, estaba Italo Balbo. Después de una juventud cercana a las ideas republicanas de Mazzini y la frecuentación de la logia masónica Savonarola de Ferrara, Balbo se adhirió al fascismo y se convirtió rápidamente en secretario de la federación fascista de Ferrara. Empezó a organizar bandas de escuadristas y formó el su propio grupo llamado Celibano, como su bebida favorita. Por cuenta de los terratenientes, el grupo organizó expediciones punitivas, entre otras, en las huelgas que hicieron los comunistas, los socialistas y las organizaciones campesinas de Portomaggiore, Rávena, Módena y Bolonia. El grupo se permitió incluso saquear el castillo de la familia Este, en Ferrara.
El panorama apocalíptico se completaba con la fragmentación política en todos los partidos. Donde más, por variar, en la izquierda, fiel a su tradición suicida. Mussolini estaba radiante. Todo esto no hacía más que darle la razón sobre la inutilidad de los partidos y del propio Parlamento, mientras ellos, los fascistas, dominaban las calles; imponían el miedo. Era sin duda un movimiento viril, muy viril. Fue por entonces cuando defendiendo la propiedad privada con los puños se financiaba el partido fascista. La burguesía y la nobleza ofrecían su apoyo. Sin un control total, Mussolini jugaba a dos bandas: por un lado, sus matones iban a lo suyo, dirigidos por jerarcas locales. Por otro lado, él, Mussolini, debía dar una aparente garantía de estabilidad para no asustar demasiado a la burguesía. El capital debía ver que los fascios imponían el caos. Y que, a su vez, Mussolini era el único hombre capaz de controlar estos fascios.
Lo cierto es que Mussolini tenía talento: cuando las autoridades prohibieron las porras, los fascios salieron a vapulear a los rivales con bacalaos. Había continuos choques entre rojos y camisas negras en muchas ciudades, con muertes, expediciones punitivas, correrías por comarcas y toma temporal de pequeñas poblaciones. Las fuerzas del orden eran incapaces de controlar el caos o miraban hacia otro lado, sobre todo si los que pegaban eran los fascistas. Como los camisas negras abatían más y mejor, muchos trabajadores o parados se pasaban a los fascios. Fue tiempo de guerra civil latente, con pruebas de movilizaciones paramilitares a media escala, delante mismo de Gobiernos efímeros e inútiles, pero los partidos tradicionales y las instituciones no se daban por enterados. La democracia iba degenerando.
En poco más de seis meses el fascismo se vio velozmente engrosado. El historiador Emilio Gentile nos proporciona unas cifras: entre octubre y noviembre de 1920, las afiliaciones a los fascios habían sido de 1.065; a finales de diciembre habían dado un salto de 10.860 a 20.165. Se asistió a una expansión fascista especialmente en el Norte, donde a finales de mayo de 1921 los afiliados eran 114.487, mientras que en el Sur eran 44.397 y en el Centro 28.704.
En 1921, Mussolini convirtió a los Fasci Italiani di Combattimento en el Partido Nacional Fascista (PNF), y a partir de ese momento se dio a conocer también como Duce (“Líder”). En el momento de su constitución, este partido era el más fuerte de Italia y, gracias a la violencia escuadrista, dominaba en muchas provincias de Italia del Norte y del Centro. Un partido de masas militarmente organizado era un fenómeno nuevo en la historia de las democracias parlamentarias. El lema de su campaña, “Dios, patria y familia”, acuñado en 1931 por Giovanni Giurati, es exactamente el mismo que ha elegido en el 2022 la ultraderechista Giorgia Meloni para llegar a primera ministra de Italia. La aparición de un partido político, el PNF, no suavizó el clima de violencia. Pero después del ingreso de los diputados fascistas al Parlamento, la brutalidad fascista escuadrista continuó, como continuaron los choques entre fascistas y fuerza pública.
Como señala Gentile:
La praxis de la violencia perneaba todos los aspectos del fascismo. Fue el núcleo en torno del cual se desarrolló durante los primeros años la idea fascista de la política, condensada simbólicamente en la denominación misma de los fasci di combattimento: la política era una guerra civil contra los adversarios del fascismo, a quienes apenas por eso se consideraba enemigos irreductibles no sólo del fascismo, sino de la nación que los fascistas fanáticamente pretendían representar de modo exclusivo (p. 67).
El gran desafío al Estado: la Marcha sobre Roma
Durante los primeros seis meses de 1922, el partido fascista siguió aumentando su masa de afiliados. Entre abril y mayo subió de 220.223 a 322.310 y las seccionales de 1.381 a 2.124. Durante este periodo se constituyó la Confederación de las Corporaciones Nacionales, o, los que lo mismo, los Sindicatos Fascistas, con cerca de 500.000 afiliados. Después de la destrucción de las organizaciones socialistas, miles y miles de trabajadores de la tierra se enrolaron en estos nuevos sindicatos para tener la posibilidad de trabajar.
Entre el 3 y 5 de abril de aquel 1922 sucedió un hecho importante: Mussolini planteó por vez primera la cuestión del ascenso al poder. Un día antes, el político fascista Dino Grandi, uno de los más destacados líderes violentos de los camisas negras, publicó un artículo en Il Popolo d’Italia en el que se declaraba contrario a una toma violenta de los poderes del Estado. Porque estaba convencido de que en una sociedad democrática como era Italia la revolución nunca podría ser un repentino estallido de violencia sino un proceso lento. En principio, Mussolini se declaró de acuerdo con Grande. No obstante, afirmó que “el fascismo no tenía amigos, que debían contar solo con sus fuerzas y para ello debía consolidar su disciplina para mejor controlar la fuerza armada. La violencia debe limitarse a la legítima defensa”, dijo Mussolini.
¿Quién quiso la marcha sobre Roma? Señala Emilio Gentile que “fue Mussolini quien quiso la marcha sobre la capital: en esto concuerdan varios testimonios fascistas”. Mussolini siempre afirmó haber sido el ideólogo de la Marcha sobre Roma”. En 1927, en un número especial de la revista Gerarchia dedicado a ese acontecimiento, el Duce escribió que la idea de la marcha maduró en agosto de 1922 y que la insurrección duró exactamente tres meses. No obstante, algunos dirigentes fascistas de primera hora, como Giuseppe Bottai, que fue ministro durante el régimen fascista de Mussolini, señalaba como el propiciador más decidido de una conquista violenta del poder a Michele Bianchi, dirigente sindicalista revolucionario y uno de los miembros fundadores del movimiento fascista.
Lo que parece claro es que Mussolini y Bianchi optaron por la vía insurreccional fundamentalmente por dos razones: porque la juzgaron la más adecuada y porque el partido que ellos lideraban se había encaminado, desde sus inicios, por esta vía. Los militantes fascistas no estaban dispuestos a renunciar al poder local que habían alcanzado. Contemplaban la vía insurreccional como la única transitable para conquistar el poder central.
En marcha
A las diez de la mañana del 24 de octubre de 1922, Benito Mussolini hizo su aparición en el gigantesco escenario del teatro San Carlo de Nápoles. La multitud —siete mil napolitanos— atendía expectante y gozosa. Los reporteros hablaban de “una manifestación mágica, casi religiosa”. Mussolini comenzó exaltando al pueblo napolitano y las virtudes de los meridionales. La fanfarria entonaba Giovinezza (que entre 1924 y 1943 fue el himno del partido fascista). Los reunidos se pusieron en pie y cantaron con voz potente, conmovidos. Mussolini habló claro, sin inmutarse: el rey no se toca, dijo, el ejército, concluyó, es digno de veneración. El pueblo, añadió, no se quedará sin su juguete: el Parlamento. Mussolini exaltó la nación al identificarla con el mito fundacional del fascismo. Mientras, de veinte a cuarenta mil fascistas se habían desplazado a Nápoles desde toda Italia. Las escuadras se encuadraron en el campo de deportes de Arenaccia.
Según explica Gentile, “pasado el mediodía, en el campo deportivo de la Arenaccia, Mussolini pasó revista a las milicias; después, frente a la multitud de escuadristas apiñados en Piazza Plebiscito mientras aullaban: ¡A Roma! ¡A Roma!, escoltado por los cuadrunviros (grupo de cuatro líderes que dirigieron la Marcha sobre Roma) y por los dirigentes del PNF, el Duce adoptó un tono amenazante: O nos dan el gobierno o lo tomamos, cayendo sobre Roma. Ahora ya es cuestión de días, y acaso de horas”. Luego, Mussolini gritó vivas al ejército, pero se negó a dar vivas al rey.
Todo quedó decidido. La revolución tendría cinco fases: 1) movilización y ocupación de edificios públicos; 2) concentración de los camisas negras en las afueras de Roma; 3) ultimátum para el gobierno del liberal Luigi Facta para la transferencia de poderes; 4) entrada en Roma y toma de posesión de los ministerios a toda costa; 5) en caso de derrota hacia el centro de Italia, constitución de un gobierno fascista y rápida concentración de camisas negras en el valle del Po. (Scurati, pp. 528-529).
Comienza la insurrección
A últimas horas de la noche del 26 al 27 de octubre una situación de incertidumbre planeaba sobre Italia. Percibiendo un inicio de pánico, el prefecto de Brescia pidió el urgente regreso de los militares de permiso. El día 27, a las 3 de la madrugada, el ministro del Interior se enteraba de que existían cuatro planes diferentes para la acción fascista: “Primero, marcha convergente sobre Roma, ocupación despachos públicos, edificios, etc. Segundo, ocupación simultánea despachos y servicios públicos principales ciudades que se retuvieran, tomadas. Tercero, fingida maniobra convergente sobre Roma para obligar reunirse mayores contingentes finalidad poner en práctica en cambio plan segundo. Cuarto, movilización prevista solo finalidad impresionar opinión pública y hacer presión sobre los gobernantes y alcanzar así, objetivos propios sin disparo heridas. Pero ha agregado tener algunos elementos, creer trátase ahora plan número tres” (Gentile, pp. 237-238).
A las 12:40 llegaban de Florencia noticias de la gravedad de la situación y el anuncio de que la movilización fascista estaba en pleno desarrollo. Más tarde, a las 16:15, en Pisa se estaba desarrollando la insurrección. Y en Cremona el movimiento insurreccional empezó antes de la hora prevista. Y, entretanto, se destacaban los primeros desplazamientos fascistas hacia Roma.
Cuando estas noticias llegaron a Roma, la capital se dispuso a tomar medidas para hacer frente a la insurrección y, sobre todo, para defender la capital.
Entretanto, el rey Víctor Manuel III llegaba a Roma. En la estación le esperaban el presidente del gobierno Luigi Facta, el director de Seguridad Pública, el prefecto y el cuestor. Al día siguiente, Facta sostuvo que el rey había dicho: “No formo un Gabinete durante la violencia; lo abandono todo; voy con mi mujer y mi hijo a la campiña”. En contraste con las palabras de Facta, el senador Alberto Bergamini dejó para la posteridad estas palabras: “que a la propuesta de estado de sitio de máxima alerta deliberado por el gabinete el rey respondió que esa era una medida muy grave, que ni siquiera había permitido en los momentos más tormentosos”. A lo que Facta habría respondido: “Pero cómo puede tolerarse que los fascistas ocupen la capital provocando vaya a saberse qué desorden e imponiendo su voluntad, que es conquistar, de modo ilegal, el gobierno”. A lo que el rey contestó: “Es cierto, por desgracia. Pero al menos aguardemos mientras sea posible, en tanto haya esperanzas de evitar un conflicto funesto. Tenga a bien esta noche, a última hora, llevarme a Villa Savoia los últimos telegramas y las últimas noticias” (Gentile, p. 243).
Por su parte, Soleri ofreció otra versión. Supuestamente, al llegar a la estación el rey les dijo a los ministros: “Roma habría de defenderse a cualquier precio y no debería dejarse que los fascistas armados entrasen en la ciudad”.
Sea cual fuere la versión más verídica, lo cierto es que esa noche del 27 de octubre a las 21 horas, Facta se dirigió a Villa Savoia y presentó al rey la renuncia el gobierno entero.
El momento justo
Como el estado liberal dejó pasar el instante huidizo con que contaba para reprimir la insurrección, eso permitió a los fascistas proseguir arrogantes su marcha de conquista mientras el Duce “tomó a todos por idiotas”, volviendo vana la postrera maniobra para mutilar su victoria (Emilio Gentile, El fascismo y la Marcha sobre Roma, p. 263).
La dimisión de Facta precipitó aún más los acontecimientos. Los fascistas, que se habían apoderado de varios trenes, se encontraban ya muy cerca de Roma. Se buscó un acuerdo de consenso, proponiendo a Mussolini formar un gobierno conjunto con Antonio Balandra. Balandra era un liberal de derechas que ya había sido primer ministro entre 1914 y 1916, pero se negó a compartir el poder. Finalmente, el rey se plegó a las exigencias del Duce. El 29 de octubre, Mussolini recibió en la sede del Popolo d’Italia un telegrama de uno de sus generales que decía lo siguiente: “Su Majestad el Rey me encarga rogarle que se dirija a Roma para presentarle sus respetos”.
El líder fascista partió de Milán esa misma noche en un tren directo hacia Roma; al día siguiente se entrevistaba con el rey. El proyecto de gobierno que le presentó en un primer momento pretendía obtener el consenso de los diputados y contaba solo con tres ministros fascistas. Víctor Manuel le dio su visto bueno y esa misma noche Mussolini se convirtió en presidente del Consejo.
Al conocerse la noticia, alrededor de 70.000 hombres que esperaban acampados fuera de la ciudad entraron en ella. Andaban bien formados, pisando fuerte con esas botas altas. Cantaban, seguro, y gritaban consignas. El cuerpo, uniformado, con las camisas negras, les daba un estatuto. Colgadas del brazo llevaban banderas. Y, en la cabeza, una gorra estrecha. A continuación hubo cruentos enfrentamientos en varios barrios. Al día siguiente el Popolo d’Italia anunciaba: “Nuestro movimiento ha sido coronado con la victoria. El Duce ha asumido los poderes políticos del Estado”. Mussolini daba también la orden de desmovilizarse a las camisas negras, que ya habían cumplido su papel, condecorando a todos aquellos que habían participado en la marcha sobre Roma. Como nuevo presidente, ordenó a la policía suprimir cualquier altercado que se pudiera producir. Era un momento histórico. Se estaba institucionalizando la barbarie. Pero la monarquía seguía, como siempre. Es lo mismo que ocurrió en España un año después, en 1923, con el golpe de Estado de Primo de Rivera.
Es sabido, la fecha ha pasado a la historia: el 28 de octubre de 1922 las brigadas fascistas entraron en Roma. Mussolini obligó al rey de Italia, Víctor Manuel III, a entregarle el poder, que poseyó con el título de Duce. Pero lo cierto es que Italia no tuvo sólo un nuevo gobierno; tuvo un nuevo régimen.
La situación es esta: la mayor parte de Italia septentrional está completamente en poder de los fascistas. Toda la Italia central […] está ocupada por los “camisas negras” […]. La autoridad política —algo sorprendida y muy consternada— no ha sido capaz de enfrentarse al movimiento […]. El gobierno debe ser claramente fascista […]. Esto ha de quedar claro para todos […]. Cualquier otra solución será rechazada […]. La inconsistencia de ciertos políticos de Roma oscila entre lo grotesco y la fatalidad. ¡Que se decidan de una vez! El fascismo quiere poder y lo tendrá (editorial de Benito Mussolini. Il Popolo d’Italia, 29 de octubre de 1922).
Formalmente, la dictadura fascista comenzó en los meses que siguieron a la marcha sobre Roma. Recurriendo a amenazas y violencia, los fascistas se aseguraron el dominio de todo el poder político. Hacia 1924, éste quedó bajo el control absoluto de Mussolini, devenido en líder indiscutido del pueblo italiano.
Bibliografía utilizada
ABEL, G. M., “La marcha sobre Roma. Mussolini toma el poder”, Historia National Geographic, 27-10-2020, https://historia.nationalgeographic.com.es/a/marcha-sobre-roma-mussolini-toma-poder_15791
BENGOECHEA, Soledad, “Revolució o barbàrie: el centenari del naixement del feixisme”, Catxipanda, juny de 2019, https://catxipanda.tothistoria.cat/blog/2019/08/02/revolucio-o-barbarie-el-centenari-del-naixement-del-feixisme-per-soledad-bengoechea/?upm_export=print
GENTILE, Emilio, El fascismo y la Marcha sobre Roma, Barcelona, Edhasa, 2015.
SCURATI, Antonio, M. El hijo del siglo, Barcelona, Alfaguara, 2020.
[Soledad Bengoechea es miembro del Grupo de Investigación Consolidado “Treball, Institucions i Gènere” (TIG) de la UB y de Tot Història, Associació Cultural]
27 /
10 /
2022