¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Asier Arias
Autoadulación y psicopatología especulativa ante el abismo nuclear
A propósito de «Por qué Ucrania»
Noam Chomsky ha venido concediendo una cantidad creciente de entrevistas en los últimos años. En una de ellas, publicada el pasado 5 de octubre en un pódcast con apenas 250 seguidores (Darts and Letters), el entrevistador le preguntaba qué lleva a uno de los pensadores más importantes del último siglo a tomarse el trabajo de responder pacientemente a las preguntas de todo el mundo, de particulares anónimos a pequeños medios de comunicación, de prestigiosos académicos a activistas desconocidos fuera de sus círculos inmediatos. Chomsky respondió citando a su amigo Howard Zinn, que ubicaba el factor decisivo de las transformaciones emancipatorias en el trabajo cotidiano de innumerables personas anónimas: ellas sientan las bases para las eventuales conquistas populares, y son así «las verdaderamente relevantes», de forma que «no puede haber nada más importante que atenderles».
Los libros de entrevistas con Chomsky constituyen ya un género, y David Barsamian es quien más y mejor lo ha cultivado. Tras cerca de cuarenta años de conversaciones, Barsamian publicaba a finales del pasado septiembre su última contribución al género: Notes on Resistance (Haymarket, 2022). Simultáneamente aparecía en castellano otra interesante pieza del género: Por qué Ucrania (Altamarea, 2022), una colección de ocho entrevistas acompañadas de un epílogo de Pablo Bustinduy. Siete de esas ocho entrevistas las firma C. J. Polychroniou, que lleva una década en contacto con Chomsky y en los últimos cinco años ha hecho importantes aportaciones al género con Optimism over Despair (Penguin, 2017; versión castellana en Ediciones B) y The Precipice (Haymarket, 2021) —en 2023 verá la luz una más: Illegitimate Authority.
La primera entrevista recogida en Por qué Ucrania, conducida por la editora de la colección en diciembre de 2018, expone el cambio en la función de la OTAN tras el desmoronamiento de la URSS: de asegurar, «en teoría, la defensa de Europa occidental, a controlar el sistema energético mundial, además de [erigirse como] la fuerza de intervención militar de Estados Unidos» (p. 17).
Las entrevistas de Polychroniou fueron publicadas entre el 4 de febrero y el 4 de mayo de 2022 en Truthout, un medio en el que, si bien los análisis de Chomsky eran ya muy frecuentes, después de la invasión del 24 de febrero han venido apareciendo con una periodicidad casi semanal. El examen que en ellas se nos ofrece del conflicto en curso parte de la noción de «zona de influencia», que se presenta bajo la sombra de las intenciones perversas en todos los casos excepto en uno: cuando se trata de una zona de influencia estadounidense. ¿Cuál sería la reacción de EE. UU. a una zona de influencia de una potencia hostil cerca de sus fronteras? No es necesario especular: la historia nos ofreció una elocuente respuesta durante la crisis de los misiles de 1962.
El contexto era ciertamente diferente hace sesenta años: la administración Kennedy había respondido a la oferta de Jruschov de una reducción mutua de arsenales con la mayor escalada armamentística de la historia en tiempos de paz. Esa escalada, apoyada en el falso pretexto de la «brecha de los misiles», incrementó considerablemente la ya enorme preponderancia estadounidense, en un momento en que la Casa Blanca redoblaba su acometida terrorista contra Cuba (cf. Bolender, 2010) con la amenaza de una invasión.
La crisis se resolvió en aquella ocasión por la vía de la imprudencia diplomática. Tal y como Chomsky ha detallado en numerosas ocasiones, las dos semanas de paseos por el borde del precipicio se cerraron con una temeridad innecesaria. Se convino que la URSS desmantelaría las bases y que EE. UU. no invadiría Cuba, pero durante días el mundo pendió del hilo de la negativa estadounidense a hacer pública una parte del trato. En el punto álgido de la crisis, Jruschov envió una carta a Kennedy en la que le proponía poner fin a la crisis mediante una retirada pública simultánea de los misiles rusos de Cuba y los misiles Júpiter que EE. UU. tenía instalados en Turquía. Kennedy se mantuvo firme: a pesar de que estimaba que había una probabilidad del 50% de que el rechazo de la oferta de Jruschov desembocara en una guerra nuclear que devastaría el hemisferio norte, declinó la propuesta insistiendo en que sólo la retirada de los misiles soviéticos podía hacerse pública. La retirada de los misiles Júpiter, a pesar de que ya estaba programada antes de la crisis, debía ser secreta. «Por fortuna, Jrushchov lo aceptó, de lo contrario no estaríamos hoy aquí» (Crowder, 2017).
Mantener intacto el «prestigio» de EE. UU. pudo costar la vida de cientos de millones de personas (cf. Allison, 2012): ese desenlacé era, según Kennedy, tan probable como que salga cara al lanzar una moneda. No obstante, dejar abierta esa puerta debió parecerle un precio razonable a pagar por un «prestigio» interpretado como irrenunciable derecho a mantener zonas de influencia en los cinco continentes y regarlas con armamento ofensivo sin verse obligado a mostrar indicio alguno de debilidad dando un solo paso atrás. No habla particularmente bien de la educación política occidental el hecho de que nuestros comisarios culturales puedan seguir presentando esta decisión —tal vez la más inmoral de la historia— como el momento más glorioso de la presidencia de Kennedy (cf., v. g., Bassets, 2022a).
Hoy que el portavoz de la Presidencia rusa anuncia la disposición del Kremlin a negociar con la Casa Blanca mientras treinta congresistas demócratas se ven obligados a retractarse de una carta en la que instaban a Biden a entablar conversaciones directas con Rusia, es un buen momento para hacer memoria del modo en que Fidel Castro incidió en que la resolución de la crisis de los misiles se alcanzó sin ninguna participación cubana. Cabe con todo añadir que, en vista de las décadas de terror a las que EE. UU. sometió a su «patio trasero» latinoamericano tras la crisis, hablar de resolución quizá resulte excesivo.
Sea como fuere, Chomsky subraya que la posición rusa acerca de la zona de influencia estadounidense en la mayor de sus fronteras occidentales ha sido explícita durante bastante tiempo. En palabras de Serguéi Lavrov, en conferencia de prensa del 27 de enero de 2022 —tras la desestimación por parte de Estados Unidos y la OTAN de las demandas de seguridad de Rusia—, «el principal problema es nuestra posición clara sobre la inadmisibilidad de una mayor expansión de la OTAN hacia el Este y el despliegue de armas ofensivas amenazando el territorio de la Federación Rusa». No se trata de una declaración aislada (cf., v. g., p. 69), y durante treinta años algunos de los principales protagonistas de la política exterior estadounidense (George Kennan, Jack Matlock, William Burns, William Perry, Henry Kissinger) han venido diciendo exactamente lo mismo. Por su parte, «el Departamento de Estado ha reconocido que “antes de la invasión rusa de Ucrania, Estados Unidos no hizo ningún esfuerzo por abordar una de las máximas preocupaciones de seguridad con mayor frecuencia expresadas por Vladímir Putin: la posibilidad de que Ucrania se integre en la OTAN”» (p. 94).
Debiera resultar innecesario, pero Chomsky deja claro que el ejercicio de contextualizar e intentar esclarecer las raíces del conflicto nada tiene que ver con justificar la agresión rusa (pp. 53 & 56). Ese ejercicio no sólo ha sido proscrito de los medios occidentales —«cámaras de eco del consenso de Washington» (De Zayas, 2022) impermeables a cuanto encuentre mal encaje en «la versión oficial de las fuerzas del bien luchando contra las fuerzas del mal» (Aranguren, 2022)—, sino asimismo condenado con más artificio retórico que celo analítico desde algunos sectores de la izquierda (cf. Pedro-Carañana, 2022).
El punto de partida de semejante ejercicio habría de ubicarse en el «cierre en falso» de la Guerra Fría (Poch, 2022a: 14). Gorbachov propuso en aquel momento la configuración de un sistema de seguridad euroasiático libre de bloques militares, pero Estados Unidos rechazó la idea: la OTAN, nacida para contrarrestar la «amenaza soviética», debía sobrevivir al Estado soviético. Gorbachov recibió en cualquier caso la promesa de George H. W. Bush y James Baker de que la OTAN no se expandiría «ni una pulgada hacia el este». Coincidiendo con el 50 aniversario de la Alianza Atlántica, la administración Clinton integró en ella a Polonia, Hungría y la República Checa. Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania y Rumania su unieron después de que la administración Bush II se embarcara en su cruzada contra el «eje del mal». Albania y Croacia lo hicieron durante la administración Obama, poco después de que se invitara formalmente a Ucrania por primera vez. El menor conocimiento de la historia reciente basta para comprender que esa invitación no podría presentársele sino como una amenaza a cualquier líder ruso (p. 26), particularmente cuando «sabemos con certeza que, aunque Ucrania no estaba en la OTAN, la OTAN estaba en Ucrania desde hace años» (Poch, 2022b). Como para formalizar la situación establecida de facto desde 2014 (p. 93), el 1 de septiembre de 2021 el jefe atlántico corroboró el estatus de Ucrania como «Socio de Oportunidades Mejoradas de la OTAN» (NATO Enhanced Opportunities Partner) anunciando un plan para proveer a Ucrania de armas avanzadas y emprender un «intenso programa de formación y ejercitación en maniobras militares» (p. 84).
En línea con los acuerdos de Minsk II, inobservados desde el día posterior a la firma sin que sonara ninguna alarma en los medios occidentales, la solución obvia al conflicto se le presenta a Chomsky en unos términos que el propio presidente Zelenski reiteró durante el primer mes de la invasión (p. 76; v. et. 94-95): una neutralidad (p. 38) que, por injusto que resulte, debe ir de la mano de una vía de escape para la cúpula del «capitalismo político ruso» (Poch, 2022c), porque intentar «ganar esta guerra en el campo de batalla» (Borrell dixit) no significa otra cosa que «luchar contra Rusia hasta el último ucraniano» (cf. Robinson, 2022), poniendo en marcha el «espantoso experimento» de «acorralar a Putin» y comprobar «si se retira cabizbajo, sin revolverse ante una derrota total, o si, por el contrario, prolonga la guerra, con todos sus horrores, y usa las armas de las que indiscutiblemente dispone para devastar Ucrania y preparar el escenario para una guerra terminal» (Polychroniou, 2022a).
Estados Unidos, coreado por el aparato mediático occidental al completo, ha rechazo rotundamente la vía de la diplomacia –antes y después de la invasión (cf. Polychroniou, 2022b; 2022c)– y la posibilidad de la neutralidad, proclamando su apasionada devoción por el principio de la soberanía nacional. En la interpretación de esta locución puesta a circular durante los meses previos a la invasión, la soberanía ucraniana depende de su inalienable derecho a unirse a la OTAN, una interpretación que hace depender la soberanía de México o Canadá de su derecho a unirse a una alianza militar comandada por China o por Rusia.
La denodada dedicación estadounidense a la promoción de la soberanía nacional resulta especialmente perspicua cuando consideramos los tres casos que más exasperaron a Rusia: Irak, Libia y Kosovo-Serbia. Todos ellos los ha analizado Chomsky por extenso. Los dos primeros ocupan buena parte de La retirada (Capitán Swing, 2022), obra recién publicada en coautoría con Vijay Prashad. Por su parte, El nuevo humanismo militar (Siglo XXI, 1999) ofrece el mejor punto de partida hacia la aproximación de Chomsky al tercero.[1]
Una vez bosquejado el contexto, Chomsky llama la atención sobre un significativo detalle: a ningún planificador, ruso o estadounidense, se le escapa que la admisión de Ucrania en la OTAN no es un futurible inmediato. Entonces, ¿por qué se arriesga la Casa Blanca a producir un desastre? ¿Por qué se lanza el Kremlin hacia él? Chomsky sugiere que la primera pregunta podría responderse por remisión a los «cálculos imperialistas» (p. 28) del hegemón global —verosímilmente, en el marco de una nueva «trampa afgana» (p. 68; cf. Gibbs, 2000: 241-242; Chomsky, 2022)—, mientras que en torno a la segunda se ha generado toda una industria dedicada a la psicopatología especulativa: «Putin se ha vuelto loco», «sufre delirios imperiales», etc.
La típica pieza de psicopatología especulativa contiene encendidos llamamientos a «la cohesión del bloque occidental»: tenemos que ganar esta guerra, «no podemos ceder al chantaje» (Vallespín, 2022).[2] Estático en las fotografías que acompañan al informe psicológico pericial de turno, el peritado guarda silencio: estos folletines optan por no citarle, ni a él ni a ningún miembro de su gabinete. ¿Cómo averiguar qué se proponen? Veinte días antes de la invasión, Chomsky sugería una alternativa a los tópicos de diván: prestar oídos a lo que los dirigentes rusos llevan años repitiendo (p. 28). Siete meses después de la invasión insistía en las ventajas del sentido común frente a los sinsentidos de diván: «¿Qué pretende lograr Rusia? Hay dos formas de abordar esta cuestión. Una consiste en explorar las profundidades de la mente de Putin […], como hacen hoy muchos psicólogos aficionados con plena confianza en sus especulaciones. Otra consiste en atender a lo que dicen Putin y sus asociados. Como en el caso de otros líderes, sus palabras pueden reflejar o no sus intenciones ocultas. Lo que importa, sin embargo, es que lo que dicen puede ofrecer una base para negociar, si es que hay algún interés en poner fin a los horrores antes de que empeoren más aún. Así es como funciona la diplomacia» (Polychroniou, 2022b).
La retórica encomiástica que acompaña a la psicopatología especulativa no es en absoluto nueva. De hecho, parece calcada del documento en el que se definieran las líneas maestras de la política exterior estadounidense durante la Guerra Fría: el Memorándum NSC-68, aprobado en 1950 y desclasificado en 1975. De un lado tendríamos a las fuerzas del bien, movidas por «impulsos generosos y constructivos», entregadas a la noble causa de «la dignidad y el valor del individuo», con una total «ausencia de codicia en las relaciones internacionales». Del otro, a las fuerzas del mal, decididas a imponer sobre el resto del mundo el «poder absoluto» de un «Estado esclavista» (p. 34).
La forma en que esta retórica se extiende hoy a la confrontación con China resulta extremadamente peligrosa (cf., v. g., Democracy Now, 2022; Robinson & Chomsky, 2022). Prolongando la prosa poética del NSC-68, la prensa occidental nos explica hoy que China y Rusia, reversos tenebrosos de la nobleza atlantista, «son naciones imperiales» con «inevitables planes expansivos». «No hay ciudadanos en estos países, sino obedientes siervos y esclavos encadenados» (Bassets, 2022b). El «nacionalismo marxista», que «actúa bajo la férula de irracionales principios doctrinarios», ha logrado engañar durante años a los ingenuos planificadores occidentales, que pensaban que «Pekín no ambicionaba transformar el orden internacional». No obstante, ahora sabemos con certeza que nos exponemos al peligro de un dominio de «dimensiones planetarias, definido por los principios del orden sinocéntrico» (Borreguero, 2022).
Lo primero que una persona racional debería preguntarse al leer estas reediciones de la retórica del NSC-68 es cuál es ese orden internacional que las malignas potencias imperiales están tratando de subvertir. La respuesta obvia es que se trata del «orden internacional basado en reglas» (p. 65), y todos sabemos cuáles son esas reglas —y sobre todo que no tienen nada que ver con la «soberanía nacional», los derechos humanos, «la dignidad y el valor del individuo» o, en general, el derecho internacional.
Con todo, hemos de tener siempre presente que, mientras los rusos «huyen de Rusia» y nadie en su sano juicio «quiere vivir en China», en Occidente «somos un ejemplo» para el mundo y debemos no sólo «disfrutar de lo extraordinario de nuestras cualidades», sino asimismo «ser muy conscientes de nuestro poder» moral y simbólico: el faro de la democracia, la libertad y el respeto por los derechos humanos no puede perderse en el regocijo de su grandeza, sino que debe trabajar muy duro para mantenerla (Rizzi, 2022), y de ahí la necesidad de rodear a nuestros enemigos de «Estados centinela» y bases militares (pp. 45-52; v. et., 86-87). El Pravda no solía alcanzar estas cotas de autoadulación y autoengaño, los autores del NSC-68 tenían muy claro que se limitaban a enhilar mentiras convenientes (pp. 34-35) y los «cálculos imperialistas» no parecían erróneos a la luz de los regalos que está recibiendo el hegemón global —entre otros, y decisivamente, «una Europa completamente subordinada» (p. 70), eje en torno al que gira el epílogo de Bustinduy.
Las dulcificadas fantasías acerca del papel de Occidente en los asuntos internacionales, el olvido instantáneo de nuestros masivos crímenes, la exageración de la maldad de nuestros enemigos, el silencio y la indiferencia ante la de nuestros aliados (Arabia Saudí, Egipto, Israel, Marruecos), todo eso sería menos preocupante si no trajera consigo una importante consecuencia política: el bloqueo del ejercicio de la responsabilidad política de la ciudadanía occidental. Mientras concentramos nuestras energías en los Dos Minutos de Odio hacia el Satán de turno y honramos la memoria de nuestros adorables genocidas, no encontramos motivos para hacer cuestión de nuestra responsabilidad en la actual deriva hacia el abismo, ni desde luego para tratar de hacer algo al respecto. Ahí reside la grandeza de la propaganda (Chomsky & Herman, 1988): salva a las democracias capitalistas del riesgo de la democracia. Desde luego, la libertad de expresión permite que las notas discordantes suenen de cuando en cuando de fondo, como un ruido completamente incomprensible —así, el Centre Delàs d’Estudis per la Pau a este lado del Atlántico o, al otro, la Union of Concerned Scientists, que reaccionaba a la Revisión de la Postura Nuclear de EE. UU. hecha pública el pasado 27 de octubre denunciándola como una posibilidad desaprovechada para la reducción del riesgo de una guerra nuclear: para nuestros comisarios culturales, en cambio, la negativa a adoptar una doctrina de «no primer uso» (no first use) es una mera «filosofía departamental» orientada a evitar «niveles de riesgo inaceptables» (Demirjian, 2022).
Los ríos revueltos de la historia son suelo fértil para la autoadulación y la psicopatología especulativa, pero también los tiempos menos propicios para perderse en esos callejones sin salida.
Referencias
Allison, G. T. (2012) «The Cuban missile crisis at 50: Lessons for U.S. foreign policy today», Foreign Affairs, 91(4), pp. 11-16.
Aranguren, T. (2022) «Ucrania y Palestina, el doble rasero europeo», Público, 17 de octubre.
Bassets, L. (2022a) «Al borde del ataque nuclear, hoy como hace 60 años en Cuba», El País, 27 de octubre.
Bassets, L. (2022b) «Rusia y China, dos imperialismos vergonzantes», El País, 9 de octubre.
Bolender, K. (2010) Voices from the other Side: An Oral History of Terrorism against Cuba. London: Pluto Press.
Borreguero, E. (2022) «El mundo bajo Xi», El País, 15 de octubre.
Chomsky, N. (2010) «Interpretation and understanding: Language and beyond», Collège de France, 31 de mayo.
Chomsky, N. (2022) «EE. UU. no quiere una salida diplomática en el país», Público, 18 de mayo.
Chomsky, N. & Herman, E. S. (1988) Los guardianes de la libertad. Barcelona: Austral.
Crowder, L. (2017) «En la era Trump, graves amenazas para la vida humana organizada», Viento Sur, 23 de noviembre.
De Zayas, A. (2022) «NATO as religion», CounterPunch, 24 de enero.
Demirjian, K. (2022) «6 key takeaways from the Pentagon’s new defense, nuclear policies», The Washington Post, 27 de octubre.
Democracy Now (2022) «Jeffrey Sachs: La peligrosa política estadounidense y la falsa narrativa de Occidente agravan las tensiones con Rusia y China», Democracy Now, 30 de agosto.
Gibbs, D. N. (2000) “Afghanistan: The Soviet invasion in retrospect”, International Politics, 37(2), pp. 233-246.
Pedro-Carañana, J. (2022) «Ucrania, más allá y más acá: la izquierda que da lecciones a la izquierda», ctxt, 22 de abril.
Poch, R. (2022a) La invasión de Ucrania. Madrid: Escritos Contextatarios.
Poch, R. (2022b) «Lo que nos van explicando sobre la guerra», ctxt, 25 de mayo.
Poch, R. (2022c) «Más sobre los motivos de la guerra», ctxt, 11 de octubre.
Polychroniou, C. J. (2022a) «Chomsky: We must insist that nuclear warfare is an unthinkable policy», Truthout, 2 de junio.
Polychroniou, C. J. (2022b) «Chomsky: US must join global call for negotiations as Russia escalates actions», Truthout, 28 de septiembre.
Polychroniou, C. J. (2022c) «Noam Chomsky: The war in Ukraine has entered a new phase», Truthout, 22 de septiembre.
Rizzi, A. (2022) «No temas el futuro», El País, 8 de octubre.
Robinson, N. J. (2022) «Is the U.S. actually trying to help Ukraine?», Current Affairs, 9 de mayo.
Robinson, N. J. & Chomsky, N. (2022) «If we want humanity to survive, we must cooperate with China», Current Affairs, 15 de agosto.
Sachs, J. (2022a) «This is a path of dangerous escalation», Jeffrey D. Sachs, 3 de octubre.
Sachs, J. (2022b) «End Ukraine proxy war or face armageddon», The Grayzone, 9 de octubre.
Vallespín, F. (2022) «En la mente de Putin», El País, 9 de octubre.
Notas
[1] Para la más resoluta de las síntesis, cf. el tramo final de Chomsky (2010).
[2] El ejemplo referenciado de psicopatología especulativa, por lo demás completamente estándar, incluye un detalle curioso: el «chantaje» al que alude es el sabotaje de los Nord Stream, atribuyéndoselo a Rusia contra toda lógica y evidencia (Sachs, 2022a; 2022b).
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