La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Nuria Alabao
Pierde potencia el feminismo, crece la reacción
No hay encuestas que lo certifiquen, pero podría estar creciendo la reacción antifeminista en España. El indicador más claro está en la juventud. Desde colegios e institutos los profesores alertan de las posiciones de muchos adolescentes que se rebotan públicamente cuando les hablan de feminismo o violencia machista. También hay un número importante de influencers antifeministas que llegan directamente a los jóvenes, retorciendo argumentos y vendiendo “rebelión”. Para pensar sobre el resto de la sociedad, solo podemos hablar de intuiciones.
En Estados Unidos, sin embargo, hay evidencias claras —sobre todo en lo que respecta precisamente al crecimiento de estas posiciones entre los jóvenes— y ya se pueden encontrar en la prensa algunos análisis. Un inquietante ejemplo es una reciente encuesta del Southern Poverty Law Center, que interroga sobre cuestiones de género. Aunque una abrumadora mayoría de los encuestados cree que las mujeres en el lugar de trabajo fortalecen la economía —82%— y se sentirían cómodos con una mujer como presidenta —75 %—, hay otras respuestas menos alentadoras. Como era de esperar, la mayoría de los republicanos menores de 50 años —el 62%— dice que “el feminismo ha hecho más daño que bien”. Pero sorprendentemente, el 46% de sus contrapartes demócratas también están de acuerdo. Mientras, en los mayores de 50 estas cifras se reducen considerablemente, tanto en hombres como en mujeres. El antifeminismo avanza también allí entre los más jóvenes de todo el espectro político y entre muchas mujeres de derechas. Curiosamente, este avance parece compatible con posiciones igualitarias e incluso con el momento de más apoyo al aborto.
Además de esta encuesta, la escritora Michelle Goldberg señalaba en el New York Times otros indicios que le llevan a especular sobre las horas bajas de la ola feminista en Estados Unidos, en un artículo con el significativo título de “The Future Isn’t Female Anymore”. La autora percibe un crecimiento del odio antifeminista tanto en la reacción brutal que desató el juicio contra la actriz Amber Heard por la demanda presentada por su exmarido, Johnny Depp, como en las expresiones culturales de los más jóvenes en Tiktok, donde se burlan de la violencia machista. Según ella, esto es indicativo de que los jóvenes se están volviendo contra el feminismo.
También confiesa que esperaba que la sentencia del Supremo que abre la puerta a la ilegalización del aborto conduciría a una movilización masiva. Sin embargo, en la manifestación de Los Ángeles participaron unas 5.000 personas, según The New York Times, mientras que unos años antes, en la Marcha de Mujeres contra Trump en la misma ciudad, lo hicieron más de 100.000. Otro signo es que los republicanos tampoco han descendido en intención de voto. Las expectativas despertadas por la nueva ola, que nos hacían repetir como un mantra que “la fuerza del feminismo impedirá retrocesos en derechos” no parecen cumplirse en todas partes. Goldberg señala que esta pérdida de entusiasmo feminista se solapa además con el crecimiento del antifeminismo “haciéndose más difícil luchar contra él”. ¿Puede estar pasando eso aquí?
España no es EE. UU. Es verdad que allí la derecha cristiana y el movimiento antiaborto tienen mucha fuerza y llevan décadas interviniendo en política y ganando posiciones. El embate es constante. La movilización de la misoginia como herramienta política ha facilitado, además, la erosión de las instituciones democráticas y las protecciones de los derechos humanos y civiles, como los derechos a la privacidad, la libertad de conciencia y a la salud reproductiva. Véase no solo la presidencia de Trump, sino el constante retroceso de la aplicación de las leyes antidiscriminatorias en nombre de la “libertad de conciencia o religiosa”.
El contexto es distinto. Sin embargo, es inevitable preguntarse por el estado del movimiento en nuestro país. ¿Estamos en horas bajas de la movilización? ¿Las divisiones y batallas sobre temas como los derechos trans o de las trabajadoras sexuales han debilitado al movimiento? ¿O acaso lo ha hecho la institucionalización del feminismo, convertido en un símbolo por el que se pelean los partidos de gobierno? ¿Estaríamos preparadas aquí para frenar una sentencia del Constitucional desfavorable a la actual ley de plazos?
Los porqués de los retrocesos
No es fácil explicar por qué se están produciendo estos dos fenómenos que se solapan: el aumento del antifeminismo y la bajada de la ola feminista. Evidentemente, en España hay políticos que utilizan los marcos antifeministas para conseguir poder, les dan presencia pública y legitimidad. El machismo y la misoginia ya existían; Vox —el primer partido entre los hombres divorciados— trata de politizar estas posiciones utilizando algunas de las principales líneas narrativas de la internacional reaccionaria en cuestiones de género.
Por su parte, la política institucional, sobre todo la izquierda, lo utiliza como herramienta de gobierno para legitimar políticas de todo tipo, como un capital político que, con tanta presencia en los medios, resulta incluso cansino. Si muchas mujeres ricas y poderosas son tan feministas, y si ese feminismo no se preocupa por los principales problemas que perciben muchas personas —tanto hombres como mujeres—, el camino hacia el antifeminismo está abonado. Según Goldberg, en el pasado ciclo, “un feminismo que valorizaba la búsqueda de poder y prestigio, de pronto, tuvo vigencia cultural”, pero esos tiempos pueden haber pasado. Por otra parte, cuando se identifica a las élites con el feminismo, en un contexto de desafección institucional que va en aumento, esa identificación puede convertirse en reacción antifeminista.
Para poder golpear mejor, tanto Vox como los influencers antifeministas unifican —o caricaturizan— al feminismo en esa posición: la del poder. Sabemos que el movimiento es una cosa mucho más compleja, con distintas posiciones ideológicas y de clase, y con proyectos que a veces son incluso incompatibles entre sí. (No es lo mismo pedir cuotas en la dirección de las empresas que derechos para las trabajadoras domésticas, migrantes o prostitutas.) Sin embargo, ellos aplanan esta complejidad, crean un hombre de paja para golpear mejor. Esto les permite presentarse como antisistema, como rebeldes. Algo muy atractivo para los más jóvenes. Si el feminismo —o una versión de él— es el discurso del gobierno, de la mayoría de medios mainstream, de las autoridades escolares; si lo que se identifica como correcto, o lo que es posible decir tiene que ser “feminista”, está claro que la provocación y la rebelión están del otro lado. Si para la izquierda el feminismo es de sentido común o solo está lleno de connotaciones positivas, fuera de esa adscripción ideológica su imagen es mucho más ambigua y los significados a los que se asocia no siempre son necesariamente positivos. El interclasismo que caracteriza su versión más pública constituye su principal punto débil. ¿Qué significa el feminismo cuando todo el mundo es feminista? ¿Cuál es su proyecto más allá de la lucha necesaria contra la violencia machista? Por su parte, el feminismo más anticapitalista —o de clase— es muy minoritario y tiene mucha menos presencia mediática.
Otro problema que resulta muy visible cuando el feminismo no está vinculado a otros proyectos de transformación más amplios: la imagen que presenta es la de un movimiento con preocupaciones selectivas y con una aparente jerarquización del valor de las vidas. Sí, sabemos que precisamente el dispositivo de género agudiza las situaciones de desigualdad social y genera violencias. Pero el discurso feminista mainstream parece preocuparse por la trata de mujeres con fines de prostitución forzada, pero no por la trata laboral en general; por las menstruaciones incapacitantes, pero no por los accidentes laborales que matan trabajadores; por la violencia sexual contra las mujeres, pero no contra los gays o las personas trans. Una parte del feminismo, además, puede resultar esencialista y culpabilizadora para los hombres. Este es un elemento que hay que tener en cuenta para analizar el crecimiento del antifeminismo entre los jóvenes —algo que intenté explicar aquí—. Luchar contra la violencia machista o la desigualdad no puede estar basado en señalar comportamientos individuales perdiendo de vista las cuestiones estructurales. Cambiar el orden de género, mejorar las condiciones de vida de las mujeres, implica, además, destruir también los actuales roles masculinos que reproducen la violencia; para eso necesitamos a los hombres. Al menos, a la parte de ellos que quiera comprometerse en esta lucha. El feminismo también puede mejorar sus vidas. Este mensaje es importante para frenar el crecimiento del antifeminismo.
Goldberg apunta otras dos cuestiones importantes. La primera es la emergencia pública de un feminismo dogmático, agresivo y culpabilizador —y aquí podríamos añadir reaccionario, cuando se opone a los derechos trans, por ejemplo—. Las dinámicas que se reproducen en las redes sociales son a menudo de caza de brujas: se señala en las redes a personas y actitudes, declaraciones o imágenes, y se les culpabiliza como si fuesen la causa de la opresión, como explicamos en este artículo escrito junto a Emmanuel Rodríguez. El propio diseño de los algoritmos favorece las dinámicas de polarización y a los trolls, lo que no afecta solo al feminismo. Estoy segura de que el tono de estas confrontaciones aleja a muchas personas del movimiento, sobre todo si lo viven a través de las redes, ya que perciben un alto grado de violencia y, en vez de la alegría que produce liberarse junto a otras, presencian una cierta tonalidad de tristeza. Y no solo es fuente de moralización para los hombres; para muchas mujeres, el feminismo se muestra prescriptivo y culpabilizador. “¿Qué dice sobre el feminismo popular el hecho de que provoque que algunas mujeres se sientan mal por sus deseos? Cuando el feminismo mismo se convierte en un impedimento para que las mujeres hablen sobre la verdad de sus vidas, entra en declive”, señala Goldberg. ¿Es posible que hayamos llegado a un momento en el que es más difícil opinar con libertad dentro de movimientos de emancipación que fuera de ellos?
Hay que organizarse
La autora también señala que uno de los problemas puede ser que gran parte de la movilización feminista en EE. UU. se ha producido en el espacio mediático y de redes, mientras que, por ejemplo, el feminismo de la segunda ola se basó en la organización cara a cara. (Es cierto que también hubo importantes confrontaciones entre distintas facciones del feminismo en ese momento.) Pero la autora señala acertadamente que las organizaciones son importantes para “mantener a las personas vinculadas a un movimiento y entre sí, a través de desacuerdos y pausas en la acción política. Sin ellas, el activismo se vuelve más evanescente; la gente se junta durante las emergencias y luego se dispersa”. ¿Han crecido las organizaciones feministas autónomas durante esta última ola en España? Yo creo que sí, pero probablemente no a altura de la marea que se produjo. Mucha de esa militancia nueva es mediática o en redes o de carácter lábil. Pero el diagnóstico aquí puede ser equivalente al que hace Goldberg: gran parte del feminismo en este momento encaja en dos amplias categorías —producción de discurso y ONG—.
El feminismo pierde vitalidad, pero sigue siendo imprescindible. Para seguir avanzando tenemos que ser capaces de hacernos preguntas difíciles. Las soluciones a estos problemas tendrán que ser colectivas y, sin duda, para las que creemos que el feminismo es una herramienta esencial de transformación social, lo único que garantiza nuestra fuerza es continuar organizadas más allá de los humores sociales. Queda un trabajo también de deslindar batallas, no podemos quedarnos estancadas peleando la enésima guerra cultural mediática. Tenemos que avanzar en propuestas, poniendo otra vez en el centro la división sexual del trabajo y cuestiones materiales que despliegan toda la potencia transformadora del feminismo. Si los medios exigen pronunciarse sobre las bajas por menstruación, nosotras tenemos que hablar de enfermedades laborales no reconocidas de los sectores feminizados más precarizados —sobre todo en el sector de cuidados—, pero también de cómo mejorar las condiciones laborales de todos. En momentos de avance de las extremas derechas tenemos que desmarcarnos de posiciones femonacionalistas, conservadoras o elitistas que solo son funcionales a su crecimiento.
Desde Europa del Este, las investigadoras Weronika Grzebalska y Eszter Kováts advierten de que el importante apoyo de las mujeres polacas y húngaras a la extrema derecha en sus países se debe a la desafección con los políticos que han implementado políticas económicas neoliberales —a veces bajo retóricas feministas— y sus consecuencias en el descenso del nivel de vida. Pero también a la incapacidad del feminismo identitario o cultural dominante —muy centrado en la cuestión sexual y de paridad— para encarar los problemas estructurales y vitales de la mayoría de las mujeres. Por tanto, para que el feminismo despliegue su potencia igualitaria tendrá que vincularse con propuestas políticas que tengan un proyecto de transformación para toda la sociedad y que conciban la igualdad como igualdad entre todos y todas. La pelea sigue abierta.
[Fuente: Ctxt]
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