La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Rafael Poch de Feliu
Más sobre los motivos de la guerra
En uno de los artículos más interesantes que se han leído hasta ahora sobre la guerra de Ucrania, el joven sociólogo ucraniano Volodímir Ishchenko tiene el mérito de situar el conflicto en lo que suele describirse como “una perspectiva de clase”.
Ishchenko dice, con muy buen criterio, que, sin entender la naturaleza, la economía y la manera de funcionar de las élites postsoviéticas —que no son “soviéticas” ni “realsocialistas”, sino capitalistas— nunca se entenderá este conflicto. Esa incomprensión es la que explica muchos errores en los diagnósticos sobre la guerra. Dejo de lado los de quienes en Occidente ven en la Rusia actual “una especie de Unión Soviética”, entendiendo por esta no la real, sino una URSS por ellos imaginada, nacida de las ilusiones y la desesperación de tantos adversarios del capitalismo, pero sin demasiada relación con las crudas realidades de la Unión Soviética existente. En ese ámbito se reduce la invasión de Ucrania a mera respuesta y se diluye su criminal naturaleza.
Entre los más críticos con Rusia, muchos cargan las tintas en el “imperialismo” de Moscú o en la voluntad de restablecer territorial y políticamente espacios de la antigua Unión Soviética. Otros apuntan a las ideologías nacionalistas o euroasianistas que se habrían instalado en el Kremlin —actuar contra eso explicaría el atentado fallido contra un marginal pensador de la derecha nacionalista rusa que acabó con su joven hija en Moscú—, y muchos otros mencionan, una y otra vez, el fanatismo o la maldad de Putin, dentro de la habitual narrativa infantil hollywoodense de amplio consumo —la “lucha entre democracia y autocracia”, en palabras de Biden—, particularmente popular entre los periodistas del rebaño atlantista. Nada de todo eso sirve para entender lo que ocurre.
Imperialismo no es simplemente invadir otro país, sino usar el poder y la fuerza, incluida la invasión y la fuerza militar, para obtener recursos económicos. Rusia ya cuenta con muchos recursos y no tiene la necesidad de ampliarlos. La invasión de Ucrania solo le reporta a Rusia perjuicios económicos y, desde luego, ningún beneficio. Los discursos sobre el Occidente “satánico” o sobre el borrado de Ucrania en el contexto de “un solo pueblo”, el russki mir, o el “régimen nazi”, son eso, discursos, taparrabos que ocultan y adornan los motivos de fondo. Entre estos, sin duda, se encuentra el cierre en falso de la Guerra Fría y la provocadora expansión militar de la OTAN hacia las mismas fronteras de Rusia. Ahí sí que hay un aspecto real, que los militares, a diferencia de los periodistas, entienden perfectamente. ¿Cuáles son los motivos que han empujado a esa dinámica? ¿Cuál es la contradicción entre Occidente y Rusia que alimenta esta extrema deriva militar? Ahí es donde el “análisis de clase”, si se me permite un término tan caricaturizado y abusado, resulta útil. Me refiero al examen de los intereses de los grupos dirigentes que animan, a un lado y a otro, este abominable e infame conflicto militar que tanto sufrimiento humano y tanto desastre está ocasionando.
De la parte occidental el asunto es conocido: los recursos de Eurasia contenidos en el espacio postsoviético son el botín de nuestro sistema depredador en este pulso. Para Occidente, Ucrania representa grandes intereses: un gran mercado de consumo, una enorme fuerza de trabajo barata y cualificada, unos ingentes recursos naturales, como es el de una tierra muy fértil cuya privatización en beneficio de grandes multinacionales ya se está imponiendo contra la voluntad de los ucranianos. Finalmente, Ucrania es fundamental como plataforma geopolítica para contener el desafío de Rusia al hegemonismo de EE. UU. y cortar drásticamente el gran proceso de integración euroasiática promovido desde Pekín con la llamada Nueva Ruta de la Seda (B&RI), que deja definitivamente fuera del escenario a Estados Unidos. Si Occidente se sale con la suya, el siguiente paso será intentar abrir los recursos de Rusia a la rapiña de las transnacionales, que en su inmensa mayoría son empresas bajo su control.
¿Por qué todo este conglomerado de intereses choca frontalmente con el interés de la élite rusa hasta haber degenerado en una “guerra por procuración” abierta entre Rusia y la OTAN en Ucrania? Para responder a esto hay que entender las diferencias entre dos clases capitalistas excluyentes por la dinámica de su depredación.
Con el fin de la URSS concluyó el poder de aquella “especie de clase” que el principal analista soviético en la materia, Marat Cheskov, un expreso de los campos de Mordovia que llegó a investigador del Instituto de Relaciones Internacionales de Moscú (IMEMO), bautizó como estadocracia y que en el lenguaje popular de los sovietólogos se conocía bajo el inconsistente término de “nomenclatura”.
La estadocracia unificaba y concentraba las cinco funciones esenciales: el poder político, la propiedad, la ideología, la dirección y la organización. Elementos de la estadocracia existieron en otras sociedades; en el Brasil de los años treinta y setenta del siglo XX, en varios países en desarrollo, en la Francia del general De Gaulle, en la Italia de la Democracia Cristiana y hasta en la España franquista. Pero fue la URSS la que creó su versión “total” y la elevó hasta su expresión más absurda. Ese absolutismo era el que privaba de oxígeno a la sociedad soviética y arrojaba un ambiente tan asfixiante en el difunto superestado soviético. La estadocracia realizó la modernización soviética sin crear no ya una sociedad civil, sino una sociedad. Por eso fue incapaz de transformarse y fracasó en sus tres intentos; con Lenin y la NEP, con Jrushchov en los años sesenta y con Gorbachov en los ochenta. La estadocracia fue adecuada para aquella modernización que resultaba de la industrialización y para el crecimiento extensivo, pero se demostró completamente inútil para la modernización postindustrial en las condiciones de lo que en la URSS se llamaba “revolución científico-técnica” con un desarrollo intensivo. En agosto de 1991 esa estadocracia dejó de existir.
Concluí en 2002, en mi modesta crónica del desmoronamiento soviético (La Gran Transición. Rusia, 1985-2002), preguntándome qué le sucedería a aquella estadocracia y apuntando el enorme problema que significaba para el futuro de Rusia la ausencia de un modelo socioeconómico de desarrollo y un marco institucional mínimamente sostenible y viable. Entonces escribí:
“¿Qué hay en la Rusia de hoy en el lugar antes ocupado por la estadocracia? La pregunta está abierta. En el ‘Estado de Mercado’, hay un conglomerado, hay un caos, elementos de lo que en Occidente se llama ‘burguesía de Estado’ (la vinculada a los monopolios energéticos), de funcionarios de la nomenclatura, de nuevos magnates y nuevos ricos de diversas procedencias. Se puede discutir qué es eso, cómo llamarlo y dónde clasificarlo. Se puede también ‘denunciar’ esa transformación como una ‘restauración termidoriana’ en el sentido de lo profetizado por Trotski y de lo percibido por André Gide en 1936 (‘esta aristocracia burocrática se convertirá en aristocracia de dinero en una generación’). Pero la estadocracia, como tal, ya no existe. Ya no hay unificación y monopolio de las cinco funciones; poder político, propiedad, ideología, dirección y organización. Esa es la noticia y la nueva ventaja […] porque permite el nacimiento de la ‘sociedad’ (fase superior de la ‘población’) en todas sus manifestaciones; económicas, ciudadanas, políticas y sicológicas”.
Eso era hace veinte años.
Hoy el Gobierno de Putin ha ordenado algo aquella situación. Comenzó con el sector energético y continuó en otros ámbitos. Aquel “conglomerado” al que nos referíamos hace veinte años se ha aclarado y sedimentado. Analistas de la izquierda rusa, como Aleksandr Buzgalin y Andréi Kolganov de la Universidad Lomonosov de Moscú, definen el actual sistema ruso como un capitalismo burocrático basado en el acuerdo entre la burocracia y el capital privado. En ese sistema, el Estado permite al capital ganar dinero como sea y, a cambio, el capital no debe meterse en política. La propia burocracia participa activamente en la depredación. La rapiña de los enormes recursos de Rusia es monopolio de la élite capitalista rusa. De puertas para fuera, su sistema no permite que los intereses de la depredación extranjera se instalen en su coto, más allá de determinado nivel que ponga en peligro su propia depredación. El sueño occidental es convertir a la élite capitalista rusa en mera intermediaria, como se apuntaba en la época de Yeltsin, y eliminar las barreras que obstaculizan el libre acceso a lo que hoy se parece mucho a un coto privado.
Ishchenko utiliza el concepto del sociólogo húngaro Iván Szelényi “capitalismo político” para describir el tipo de sistema que hoy tenemos en gran parte del espacio postsoviético (Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Kazajstán…). “El capitalismo político florece allí donde históricamente el Estado jugó un papel dominante en la economía y acumuló un inmenso capital, que ahora está abierto a la explotación privada”. El sujeto de ese sistema, continúa Ishchenko, “es un grupo social cuya ventaja competitiva no se deriva de la innovación tecnológica o de una fuerza de trabajo particularmente barata, sino de beneficios selectivos del Estado”. En Occidente puede sonar muy abstracto, pero esto es algo que los rusos y los ucranianos de a pie entienden perfectamente porque lo viven cada día. Los “capitalistas políticos” necesitan un control mucho más firme sobre la política que la burocracia estatal normal de cualquier sistema capitalista occidental. Por supuesto, más allá de cierto límite no quieren competidores en su coto. La reclamación de “soberanía” y “zonas de influencia” formulada por el Kremlin no tiene que ver con “imperialismos” ideológicos, ni con caducas obsesiones territoriales (“reconstruir el espacio de la URSS”, como repiten tantos periodistas y expertos), sino con la necesidad que tiene el capitalismo político ruso de acotar un territorio en el que ejerce su monopolio depredador sin la interferencia exterior de sus competidores globales, explica Ishchenko.
Lo ideal, y lo que Putin ha reclamado siempre, habría sido un pacto gangsteril sobre zonas de influencia, pero el gran matón global no ha accedido. Tampoco con China, lo que explica el acercamiento entre los dos capos de Eurasia ante la común hostilidad del gran Padrino, pese a que tanto en Moscú como en Pekín se habría preferido un acuerdo con Washington que permitiera una, por decirlo de alguna manera, “coexistencia pacífica de oligarquías”.
En este choque de trenes entre clases capitalistas excluyentes en su dinámica, Rusia es mucho más vulnerable. La guerra rompe el contrato social que el Kremlin mantiene con su población (“tú haz lo que quieras, siempre que no conviertas nuestra vida en un infierno como el de los noventa”), porque ahora el nivel de vida se deteriora, el autoritarismo del régimen aumenta y encima hay que enviar a los hijos a la guerra. La clase media rusa de profesionales, excluida de las oportunidades del “capitalismo político” y mermada en su modo de vida, puede hacer causa común con los intereses extranjeros (de ahí la intimidadora etiqueta preventiva de “agente extranjero” que el régimen repartió entre el ámbito de las organizaciones no gubernamentales, etc.). Respecto a las clases populares, si el régimen no altera radicalmente el contrato social y ofrece más reparto, su humor puede evolucionar hacia un verdadero estallido social del que el “no a la guerra” puede ser detonante como lo fue en el pasado en la historia rusa.
El resultado de la guerra de Ucrania es, ciertamente, “existencial”, pero no para Rusia, sino para su grupo dirigente. Y en esa incertidumbre pesa más la ruptura del “contrato social” que está teniendo lugar entre los de arriba y los de abajo en Rusia, que la evolución de los acontecimientos en el campo de batalla en Ucrania. Naturalmente, ambos aspectos están relacionados. Una “corta guerra victoriosa” habría cambiado las cosas, por más que, incluso en esa hipótesis, el resultado habría sido dudoso para Moscú. Como alguien ha dicho, “hay que volver a ver El acorazado Potemkin”, aquel motín de marineros hartos de encontrar gusanos en el rancho que abrió paso a la revolución de 1905.
[Fuente: Ctxt]
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2022