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Rafael Poch de Feliu

Los años perdidos

Fragmentos de un epílogo ucraniano para la segunda edición de «La Gran Transición. Rusia, 1985-2002»

Han pasado veinte años desde la publicación de La Gran Transición y casi cuarenta desde el inicio del periodo histórico que describe. Cuando escribí ese libro era un joven periodista aún inmerso en la perspectiva mental de una larga vida. Desde aquella posición expliqué el título diciendo que nuestro presente era “una gran época de cambio y transformación universal”. “Época de cambios” fue, precisamente, el título de La Gran Transición en sus ediciones rusa y china. Hoy, convertido en jubilado y mucho más cerca de la salida del breve recorrido vital que tenemos los humanos, mi principal punto de vista al respecto, lo que retengo al mirar hacia atrás, ya no es el cambio y la “transición”, sino la idea del tiempo perdido.

Si hace veinte años escribía para lectores más o menos contemporáneos de lo narrado, hoy lo que aquí se explica ya es pura historia para la mayoría de los lectores. El paso del tiempo cambia las perspectivas; cada generación reescribe la historia y utiliza el pasado para entender el presente, con mayor o menor fortuna, pero la certeza de la gran ocasión que los humanos dejamos escapar al concluir lo que se llamaba “conflicto Este/Oeste” con el fin de la Guerra Fría, se ha ido colocando estos años en el centro del panorama, con toda claridad. Aquello fue una prueba de madurez para el norte global.

Al cancelarse declarativamente las peligrosas tensiones entre potencias, se abrieron posibilidades para un cambio de mentalidad en las élites políticas y económicas que fuera capaz de afrontar los retos del Antropoceno y los grandes dilemas de las relaciones Norte/Sur. Superar la guerra y la amenaza de destrucción masiva como método y último argumento de las relaciones internacionales, buscar nuevos criterios de seguridad colectiva, abandonar la militarización del espacio, paliar la desigualdad entre grupos sociales y regiones del mundo para hacerlo menos injusto, atajar la superpoblación, y, desde luego, encarar la crisis climática. Esa prueba, el norte global la suspendió estrepitosamente.

El Occidente liderado por Estados Unidos continuó aferrándose a su vieja patología imperial. Favorecido por el caos ruso, ocupó simplemente los espacios geopolíticos abandonados por la retirada y disolución de la Unión Soviética, y sembró la ruina y la devastación en media docena de países. En el arco que va de Afganistán a Libia, pasando por Irak, Yemen, Siria y Somalia, se han destruido sociedades enteras en guerras e intervenciones, directas o puntuales, que desplazaron a unos cuarenta millones y han costado la vida a más de tres millones de personas. Se continúa con los bloqueos y sanciones contra antiguos y nuevos adversarios. La pretensión de una hegemonía en solitario ha disuelto la diplomacia.

En lugar de emprender la necesaria concertación internacional para afrontar los retos del siglo, las elites globales, y en primer lugar las potencias occidentales, movilizan a sus sociedades para la lucha contra sus rivales geopolíticos. En el gran contexto del relativo declive de la potencia occidental en el mundo y del traslado hacia Asia de buena parte de ese poder, no hay más estrategia que un reflejo de pánico, coherente con el conocido dicho “piensa el ladrón que todos son de su misma condición”. Occidente no imagina que el supuesto relevo chino en el puente de mando pueda ser diferente a la barbarie ejercida por las potencias imperiales occidentales en los últimos doscientos años. Si eso fuera así, solo cabría esperar lo peor, así que la respuesta está siendo rodear militarmente al adversario.

La guerra de Ucrania es, en última instancia, una consecuencia de ese cerco y de esa mentalidad occidental. Las tensiones creadas por la expansión de la OTAN y que servían para justificar la existencia de ese bloque que impide la emancipación del viejo continente, han desembocado en una guerra a la que se responde con más expansión de la OTAN. Una guerra de Rusia, con claras responsabilidades de Moscú, y al mismo tiempo largamente propiciada por la OTAN, tras la que se adivina el pulso contra el poder ascendente de China, a la que Rusia se ha acercado empujada por la lógica de la afirmación de su propia soberanía nacional y autonomía en el mundo. Como todas las partes implicadas en esta lamentable situación son potencias nucleares, el peligro de un desastre planetario es enorme.

La llegada de Putin al poder puso fin a una década de ruina social en Rusia. Con Putin la vida dejó de deteriorarse para la mayoría de los rusos. Por esa estabilización, el presidente ruso obtuvo un consenso que ha compensado con creces las fechorías y crónicas negras de su gobierno, bien conocidas y profusamente divulgadas en Occidente, pero con la guerra y las devastadoras sanciones occidentales impuestas contra Rusia, las bases de ese consenso van a ser barridas radicalmente.

El propósito de las sanciones no es presionar a Rusia para negociar un arreglo en Ucrania, sino “desmantelar paso a paso la potencia industrial rusa” (Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea), “poner de rodillas”, “arruinar” y “destruir su economía” (The New York Times y las responsables de exteriores de Alemania e Inglaterra, respectivamente) y “que Putin se vaya”, en palabras del presidente Biden. El objetivo es, por tanto, un cambio de régimen en Rusia, pero son los dirigentes rusos quienes quieren gobernar ese cambio y, desde luego, no en el sentido deseado por Occidente, sino en una dirección bien diferente.

En primer lugar, las sanciones van a endurecer el sistema político ruso. Amenazado existencialmente, quienes se opongan al régimen serán tratados como “traidores”, advirtió Putin en una declaración realizada menos de un mes después del inicio de la guerra: “Occidente quiere convertirnos en un país débil y dependiente, violar nuestra integridad territorial, fragmentar el país”, dijo. Con ese objetivo se apoyan en la “quinta columna”, esos “traidores nacionales que ganan dinero aquí pero viven allí, no en el sentido geográfico, sino en el mental, de acuerdo con su conciencia de esclavos”. “Esa gente está dispuesta a vender a su madre […] pero el pueblo ruso sabrá distinguir a los verdaderos patriotas de la escoria y los traidores”. “Una tal depuración solo reforzará a nuestro país, nuestra solidaridad, cohesión y disposición a cualquier desafío”.

En segundo lugar, las sanciones y bloqueos occidentales van a transformar las prioridades de la política económica y de las relaciones económicas y políticas exteriores. Aislada de Occidente por muchos años, Rusia deberá buscarse la vida y la economía fuera de Occidente, hacia China, hacia los BRIC, fortaleciendo el polo “no occidental” del mundo. Por imperativo geopolítico, las sanciones obligan a barrer o modificar sustancialmente el neoliberalismo y el capitalismo rentista y parasitario de los oligarcas. Forzarán la introducción de fórmulas más productivas, más sociales y más autoritarias parecidas a la china.

“Estados Unidos y la Unión Europea han hecho lo que nosotros deberíamos haber hecho hace tiempo: nacionalizar la economía de oligarcas: al diablo con su orientación occidental, sus vacaciones en los Alpes y la Costa Azul y sus compras en Milán. Lo único que nos interesa es que inviertan en el país y no exporten su capital a Occidente”, dice el economista Serguéi Glaziev que anuncia nada menos que “un nuevo mundo” para 2024.

¿Un nuevo mundo o el principio del fin de Putin y una nueva quiebra rusa? De momento, en los primeros meses de la guerra las sanciones aún se sienten poco en la vida cotidiana y las encuestas de opinión ofrecen un considerable apoyo a la invasión y al presidente Putin, de entre el 60 y el 70%. Ese apoyo no es firme. “Para nuestra victoria necesitaremos un alto nivel de movilización en la sociedad y en la elite”, pronostica Serguéi Karaganov, intelectual orgánico del Kremlin en el ámbito de la política exterior. Si la sociología de las últimas décadas ha dejado algo en claro es que los rusos de hoy ya no son aquella sociedad predispuesta a sacrificar su bienestar y beneficios individuales en el altar de los intereses supremos del estado. Cuando en las encuestas se pregunta a los rusos sobre lo que desean para su futuro, las consideraciones sobre el estatuto de su país como gran potencia y aspectos relacionados siempre están entre las últimas prioridades, claramente por detrás de consideraciones mucho más practicas y pedestres. Naturalmente que con la disolución de la URSS el nacionalismo ruso, y la multinacional identidad rusa en un sentido más amplio, han ganado posiciones, pero eso está muy lejos de instalarnos en un universo apasionado y fanático, y en una economía de guerra, de voluntad y movilización tras un caudillo carismático. Pragmatismo y despolitización es lo que caracteriza el tono de la opinión pública rusa. Pragmatismo en el sentido de que ante una realidad insatisfactoria suele ponerse por delante no la idea de actuar para cambiarla, sino la reflexión de si hay una alternativa clara y si el cambio no les llevará a una realidad aún peor. Despolitización en el sentido de que si los dirigentes y el presidente, han tomado tal o cual decisión es porque tienen razones de peso para ello. Si ese es el contenido, digamos conformista, de los altos apoyos a la invasión y al presidente Putin en los primeros meses de la guerra, lo más discreto que se puede deducir es que ese consenso es todo menos firme y que está claramente expuesto a la volatilidad de la situación.

¿Cómo reaccionará ese consenso ante las calamidades, carencias, carestías y radicales cambios de vida que se anuncian? ¿Ante el colapso del universo vital de la clase media rusa, ante el posible regreso del defitsit, la desaparición de gamas enteras de productos? Las sanciones y el cambio de vida a peor que seguramente traerán consigo, derriban todo aquello por lo que Putin se hizo popular tras las calamidades de los años noventa. ¿Cómo evolucionará el sentir de la juventud? Muchos jóvenes, unos 100.000 en el tercer mes de la guerra, la mayor parte cualificados, abandonan Rusia por temor al reclutamiento militar (ocurre lo mismo en Ucrania, pero en Rusia no hay atisbo de pathos patriótico) y a verse instalados en un regreso a la gris monotonía que conocieron sus padres en los años setenta de la URSS, “con unos líderes envejecidos presidiendo una economía en decadencia, atrapados en una amarga rivalidad con Occidente, basándose en la corrupción y la represión para mantener a las masas a raya”, según la gráfica descripción de un autor anglosajón. ¿Todo esto es así de crudo, o es imaginable, como sugiere Glaziev, que el cambio cardinal de rumbo socioeconómico haga posible una transformación estructural del país que lo encarrile en un crecimiento orgánico y establezca un nuevo contrato social? Sea como sea, las cosas no pueden continuar igual, opina Dmitri Trenin, un conocido politólogo moscovita: “En la guerra de nuevo tipo que Rusia se ve obligada a librar, la divisoria entre lo que en épocas anteriores se llamaba “frente” y “retaguardia” se difumina. En tal guerra, no ya vencer, sino simplemente mantenerse, no es posible si las elites siguen obsesionadas por un mayor enriquecimiento personal, y la sociedad permanece en un estado postrado y relajado. La ‘nueva edición’ de la Federación de Rusia sobre bases políticamente más sostenibles, económicamente eficaces, socialmente más justas y moralmente más sanas, se está haciendo urgentemente necesaria. Hay que entender que la derrota estratégica que Occidente nos está preparando, no conducirá a la paz y la posterior restauración de las relaciones. Muy probablemente, el teatro de la «guerra híbrida» simplemente se moverá desde Ucrania más al este, dentro de la propia Rusia, cuya existencia en su forma actual estará en cuestión”, dice.

Y, finalmente, puestos a preguntar, ¿podemos imaginar algún término medio entre ese desastre y el “radiante porvenir” vaticinado? En cualquier caso, y sea como sea, el cambio de régimen en Rusia puede darse por hecho y será profundo.

* * *

Que el conflicto de Ucrania vaya a ser punto de inflexión geopolítico, forma parte del consenso general, pero ¿cómo y para quién? El primer dato que nos ofreció fue el aislamiento de Rusia. Cuando en la Asamblea General de la ONU se votó la resolución condenando a Rusia por la invasión, solo cinco países, incluida Rusia, votaron en contra, 35 se abstuvieron y 135 apoyaron la reprobación. Pero convertir esa condena en acciones parece ser asunto bien diferente: ningún país sudamericano y africano y ningún asiático, con la excepción de Japón y Corea del Sur, se sumó a las sanciones occidentales contra Rusia. Ni siquiera países sobre los que Estados Unidos ejerce una gran influencia, como Israel, Colombia, México, Arabia Saudita o Pakistán. Que la guerra económica contra Rusia sea una cuestión estrictamente de la OTAN, a la que se suman Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur y Japón, informa también del aislamiento de lo que habitualmente se presentaba como la “comunidad internacional”.

Desde su nuevo “concepto estratégico” aprobado en la cumbre de junio en Madrid, la OTAN define a Rusia como “la mayor amenaza directa a la seguridad, paz y estabilidad en el área euroatlántica” (y a China como “amenaza a los intereses, la seguridad y los valores”), pero la llamada encuentra un eco discreto. El mismo mes, las cumbres de los BRIC en Pekín o el Foro Económico de San Petersburgo, han demostrado una vitalidad considerable, tratando de vías comerciales, sistemas bancarios y de pagos alternativos independientes del control financiero occidental, alianzas económicas y suministro de energía. Las analogías y prevenciones suscitadas en todo el mundo no occidental por el robo de las reservas del Banco de Rusia en Estados Unidos (300.000 millones), y la utilización policial de los sistemas de pagos internacionales, fomentan una estampida del dólar y la creación de un Fondo Monetario Internacional para los BRIC.

Con la presente guerra aumentan significativamente los síntomas de una secesión del Gran Sur Estratégico con respecto al Occidente ampliado, representado por un G-7 cada vez menos capaz de dictar sus reglas al resto del mundo. Las condiciones para ese proceso se desprenden, de dos aspectos fundamentales.

En primer lugar, del factor de la ascendente potencia china, cuya economía, capacidad crediticia e importancia comercial ya se ha hecho suficientemente grande como para presentar alternativas a muchas relaciones y suministros, incluida la alta tecnología, que antes eran monopolio occidental. Ese peso específico de China hace que su posición en el conflicto, subrayando el respeto a la soberanía e integridad territorial de Ucrania y al mismo tiempo identificando una seguridad contra Rusia y a expensas de Rusia en Europa como la raíz del problema, tenga capacidad de arrastre. Sufriendo el mismo tipo de cerco militar de Estados Unidos y el mismo riesgo de guerra junto a sus fronteras y consciente de la importancia de su “alianza sin límites” establecida con Rusia en febrero, China ha rechazado enérgicamente la presión de Estados Unidos y la Unión Europea para que se sumara a las sanciones. La presentadora de la televisión china Liu Xin resumió en abril esa petición así: “nos dicen, ayúdame a luchar contra tu socio ruso para que luego pueda concentrarme mejor contra ti”. Un mes después, el presidente Xi Jinping le dijo en una conversación telemática al canciller federal alemán Olaf Scholz, que “la seguridad europea debe estar en manos de los europeos”. Un apremio del primer socio comercial de la Unión Europea para que ésta se emancipe de una vez.

El segundo aspecto tiene que ver con las imprevistas consecuencias contra sus autores de las sanciones contra Rusia. La experiencia histórica de las sanciones y bloqueos occidentales contra países adversarios, en Cuba, Irán o Corea del Norte (la Unión Soviética siempre fue objeto de ellas) es que, aunque hacen mucho daño y los endurecen sobremanera, no consiguen doblegar a los gobiernos castigados. Con la Rusia actual la medicina es, además, contraproducente para quien la impone.

Rusia tiene relativamente pocas líneas de suministro extranjeras, una gran capacidad de autosuficiencia y una enorme cantidad de materias primas de las que es suministrador principal de las economías occidentales, por los que éstas y particularmente las europeas, se han dado un tiro en la pierna. No se trata solo de gas y petróleo, para los que Moscú está encontrando mercados alternativos a los occidentales, sino también de: níquel, platino, aluminio, neón (utilizado para producir microchips), titanio, paladio, madera, etc.

La suma de un gran polo económico, financiero y tecnológico chino, y el gran almacén ruso, vigilado por el mayor arsenal nuclear del mundo, crea las condiciones para la referida secesión. La actitud de India, que por lo menos en los inicios de la crisis se está mostrando abierta a la ventajosa cooperación con los dos (¡lo que le permite reexportar hidrocarburos rusos a la Unión Europea!), y poco receptiva a las invitaciones de hostilidad occidentales, configura un potente conglomerado geográfico terrestre entre la frontera de la OTAN y el indopacífico. Esa realidad puede convertir en inefectivas políticas de pasadas épocas como la “contención” practicada contra la URSS durante la Guerra Fría. En todo caso, la observación de este proceso es fundamental para el futuro a medio y largo plazo. Mientras tanto, la evolución de la campaña en el campo de batalla será determinante.

* * *

La guerra de Ucrania nos ha devuelto a un conflicto militar clásico entre ejércitos con un potencial comparable. Dos grandes ejércitos, con clara superioridad numérica ucraniana y un intenso flujo de información y armas occidentales para compensar la superioridad artillera, aérea y misilística rusa, es algo que no tiene mucho que ver con las guerras llevadas a cabo por Occidente en Yugoslavia, Irak, Afganistán o Libia, donde Estados Unidos y sus aliados se dedicaron a suprimir los obsoletos sistemas de defensa aérea del enemigo desde una superioridad técnica y numérica abrumadora. Occidente ya no estaba familiarizado con algo así. Por parte rusa, el guion también es muy diferente al registrado en el conflicto con Georgia de 2008 o al de la intervención en Siria a partir de 2015, estima el experto ruso Vasili Kashin. Pero siendo esta guerra un conflicto entre la OTAN y Rusia por país interpuesto, hay que preguntarse por la determinación y voluntad de cada bando.

“La guerra de Rusia y China contra la hegemonía occidental es equiparada por sus pueblos a una guerra existencial”, observa el ex diplomático británico Alastair Crooke, que augura una empresa difícil. “Para ellos no se trata solo de tomar menos duchas calientes, como para los europeos, sino que se trata de su propia supervivencia, y, por lo tanto, su umbral de dolor es mucho más alto que el de Occidente”. El régimen ruso, que se juega una quiebra si pierde la partida, pondrá “más voluntad política, asumirá más riesgos y sufrirá mayores consecuencias para lograr el resultado final porque para nosotros Ucrania es periferia, mientras que para ellos es central”, señala Brendan Dougherty, otro observador anglosajón. Este diagnóstico ha ido cambiado a lo largo de la guerra.

En los primeros meses, cuando fracasaba el escenario contemplado por el Kremlin de un desmoronamiento del ejército regular ucraniano con huida del gobierno ante la proximidad de las tropas aerotransportadas rusas (el llamamiento de Putin a los militares ucranianos, el primer día de la invasión, para que tomaran el poder y se entendieran directamente con él, dio una pista de tal expectativa), se abría paso el pronóstico de una catástrofe rusa. La reacción militar de la OTAN, disciplinando lo poco que quedaba de aspiración autónoma en la Unión Europea, adoptando sanciones sin precedentes y proporcionando ayuda militar a Ucrania, no hizo más que reforzarlo. Ahora, cuando la ofensiva rusa de artillería está batiendo a los ucranianos en el Dombás y avanza lentamente posiciones, mientras en Occidente se toma conciencia de la grave disrupción que sus propias sanciones ocasionan en el comercio mundial, creando problemas aparentemente irresolubles, los acentos cambian. Rusia puede ganar, se dice. Por supuesto que la situación está abierta a nuevos bandazos que invaliden por completo el actual, pero ¿qué significa una victoria militar de Rusia?

En el supuesto de que su ejército consiga imponerse en todo el sureste de Ucrania, la situación no será estable en las zonas ocupadas. Bien con presencia militar, bien con administraciones filorrusas, lo más probable es que, por pequeña que sea la resistencia activa al nuevo orden (resistencia que por descontado será apoyada por lo que quede del gobierno de Kiev y sus patrocinadores occidentales), el estado de cosas solo podrá ser represivo, con atentados “terroristas”, desaparecidos, tortura y represión. El conflicto no se acabará con una “victoria” militar rusa en Ucrania. Sea cual sea el desenlace militar, la crisis va para largo y el hecho de la fragilidad de todas las partes implicadas en ella añade incertidumbre.

La fragilidad de Rusia es conocida, pero ¿qué pasa con la Unión Europea, desarbolada como consecuencia de sus propias sanciones? ¿Se mantendrá estable su carácter de subalterna de la OTAN cuando sus sociedades y economías nacionales paguen el precio de esa subordinación en forma de recesión?

La situación al otro lado del Atlántico puede ser incluso peor. En enero de 2021 hubo algo parecido a una intentona golpista en Washington. La brecha social entre la ciudadanía común y la élite, tantas veces evocada en el caso de Rusia, se está haciendo abismal en Estados Unidos. Allí el sistema representativo está averiado, la república secuestrada por los lobbies y el complejo militar industrial, y el capitalismo financiero orientado hacia el beneficio cortoplacista y especulativo de una clase rentista es incapaz de invertir en desarrollo social. En ese país con el presidente desprestigiado, una inflación elevada y una previsión de deterioro de la capacidad adquisitiva, el regreso a la Casa Blanca de Donald Trump o de alguien similar y el escenario de graves conflictos internos parece bastante plausible. ¿En qué quedará en ese caso la “revigorizada alianza occidental”?

En cualquier caso, con todos los actores fragilizados, la tentación de resolver bélicamente la vieja máxima de Gramsci sobre la crisis como situación en la que “lo viejo se está muriendo y lo nuevo no puede nacer”, cobra aún mayor fuerza. Por eso, el gran peligro de la guerra de Ucrania sigue siendo una guerra aún mayor entre potencias nucleares.

[Fuente: Blog del autor]

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2022

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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