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Joan Ramos Toledano

¿Qué ha pasado en Chile?

Algunas claves para entender el rechazo masivo a la propuesta de nueva Constitución

I

El domingo 4 de septiembre va a ser una fecha para la historia en Chile. Tal vez no porque el resultado del plebiscito de salida —nombre que ha recibido el referéndum sobre la aprobación o no del texto constitucional propuesto por la Comisión Constituyente, y en el que se llevaba trabajando casi año y medio— haya sido el esperado, especialmente desde posiciones de la izquierda. Tampoco se recordará, obviamente, porque fuera el punto de partida de una constitución nueva que dejara definitivamente atrás la sombra del gobierno militar pinochetista e iniciara el camino para un Chile alejado del ultraliberalismo que viene siendo el eje vertebrador de la economía del país, así como de sus relaciones sociales y del papel del Estado. Hay que ser claros: el resultado es muy contundente, pues el rechazo ha ganado con casi el 62% de los votos, y ha ganado en todas y cada una de las regiones del país y en casi todos los municipios. Esta situación imposibilita cualquier lectura que no sea la de aceptar el fracaso (siquiera temporal) del proyecto —político, social y económico— que abanderaba la nueva constitución y quienes apoyaban la aprobación de la misma. Y, por tanto, hace falta cierta autocrítica por parte de la izquierda política del país, que de forma explícita apoyó (y una parte surgió de) el denominado «estallido social» de 2019, el proceso constituyente y el texto que salió del mismo.

Por supuesto, hay diversos aspectos que han influido en el resultado de esta votación, que nos deja una extraña secuencia de eventos en apenas tres años: un movimiento social potentísimo, que puso en jaque al gobierno anterior y obligó a convocar un plebiscito para decidir si se quería o no una nueva constitución; una segunda elección, que implicó la conformación de una Comisión Constituyente (órgano encargado de elaborar la propuesta de constitución), y en el que la izquierda se vio ampliamente representada (supuso una dura derrota de la derecha y de algunos partidos liberales tradicionales); finalmente, unas elecciones presidenciales, del pasado septiembre de 2021 (primera vuelta) y diciembre (segunda vuelta) en las que el Frente Amplio[1] logró la victoria, así como hacerse con el Gobierno. En Chile, al ser el sistema presidencialista y no parlamentario, la figura del presidente —Gabriel Boric— tiene mucho más peso y relevancia que el partido al que pertenece o que le apoya explícitamente. No obstante, esta última elección fue harto más ajustada. El candidato de la ultraderecha, José Antonio Kast, ganó en primera vuelta y estuvo a poco de lograrlo también en la segunda. El dato es relevante porque puede interpretarse como un indicio de lo que estaba por venir, o de cierto agotamiento del impulso de posturas contrahegemónicas tras el estallido social, o incluso un retorno de ciertas personas a posiciones más conservadoras.

II

Que el resultado es contundente, como se ha dicho, es innegable. Sin embargo, no se puede obviar la durísima campaña de contrainformación, noticias falsas, informaciones no veraces, exageradas o manipuladas, que han rodeado todo el proceso constituyente. Desde que se constituyó la Asamblea Constituyente, el ataque mediático y político al proceso ha sido incesante. Dos ejemplos nos permiten ver el nivel de crispación que se generó en el país, en el que se hizo creer a la gente que la nueva constitución podía conllevar cambios como un ataque frontal a la igualdad, con ciudadanos de primera y segunda clase —por las concesiones a las comunidades indígenas, largamente oprimidas desde el Estado— el fin de la propiedad privada —por el reconocimiento de derechos colectivos y el papel interventor del Estado—, o la sustitución de la bandera y el himno —falsedades informativas, sin efectos prácticos, pero que aluden a ese espacio de lo nacional-patriótico que cuesta mucho de permear con argumentos racionales—. El primer ejemplo de esta crispación fue la agresión de un diputado de la derecha al vicepresidente del Congreso Nacional, sede de la soberanía popular del país, tras una sesión parlamentaria. Agresión física, con empujones, patadas y puñetazos. El segundo, la agresión física de varios individuos al hermano del presidente del gobierno frente a la Universidad de Chile, en la que el agredido trabaja como periodista. Se trata de dos ejemplos puntuales, sin mayor trascendencia política que la que se le quiera dar, pero que ponen de manifiesto que el país se había polarizado de forma un tanto peligrosa con todo el proceso constituyente y las últimas elecciones.

Estos ejemplos, además, nos permiten plantear otro posible motivo del rechazo al texto constitucional: la intensidad de cambios que implicaba la nueva constitución, sumado al hecho de que en este plebiscito el voto era obligatorio, por lo que se movilizó una gran parte de población que tradicionalmente tal vez no votaba, y que ahora se vieron obligados a hacerlo. Sumado a la campaña mediática y a la edad avanzada de muchos de estos «nuevos» votantes, es posible que hubiera un voto oculto (silencioso), poco preocupado por la participación política pero conservador en sus posiciones, y que ha decantado claramente la balanza. En términos absolutos, la cantidad de votos que aprobaron el nuevo texto es similar a los que recibió Boric en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, lo cual parece indicar que todavía existe un voto fiel a ese proyecto, pero que deviene minoría (aunque muy amplia) ante unas elecciones dicotómicas (donde sólo había dos posibles opciones) y con voto obligatorio.

En cuanto al contenido del texto en sí, diversas cuestiones han podido jugar en contra de la campaña del apruebo. De un lado, es necesario entender el conservadurismo generalizado de una sociedad como la chilena. Aspectos de igualdad de género, discriminación positiva, legislación protectora del colectivo LGTBI+, legalización del aborto, o intervención estatal en la economía son cuestiones complejas en el país, vistas con mucho recelo por las élites político-económicas, y que cuentan con campañas mediáticas de apoyo importante. Además, hasta los años ’90 Chile no disfrutó de cierta apertura democrática, por lo que el aparato jurídico-estatal mantiene ciertas rémoras de la dictadura —una cuestión que conocemos bien en España, por ejemplo con el poder judicial— y ha contribuido a moldear una sociedad profundamente individualista, en la que la cultura neoliberal del esfuerzo, el hacerse a sí mismo, y el emprendimiento son vistas como aspectos positivos. La derecha no tiene, en ese sentido, ningún reparo en repetir que los/as chilenos/as confían más en que su dinero lo gestionen empresas privadas que políticos. Probablemente, en esta desconfianza estatal tenga mucho que ver no solo la historia reciente de Chile, sino los excesos —demoledores, en algunos casos— que han tenido algunos gobiernos latinoamericanos bajo la excusa de luchar contra los poderes económicos y la promesa de mayor igualdad.

Del otro lado, considero que es necesario aceptar que el texto constitucional propuesto era —dejando de lado cuestiones técnicas— muy ambicioso. Planteaba, al menos en esencia, el salto de un Estado ultra-liberal a un estado fuertemente intervencionista, con derechos sociales, reconocimiento de identidad y territorios indígenas, protección de elementos medioambientales y supresión del papel meramente observador o subsidiario del Estado. Además, en lo social se colocaba a la altura de una constitución nueva, moderna, laica y respetuosa con colectivos tradicionalmente discriminados. En suma, un salto tal vez demasiado grande sin ciertos pasos previos. Para que se entienda: el estallido social en Chile provocó (casi) pasar de una constitución aprobada en dictadura (aunque con bastantes modificaciones posteriores) y un gobierno de derecha conservadora (estilo Partido Popular) a un gobierno de lo que sería el equivalente a Podemos en España, con una Constitución redactada mayoritariamente por lo que sería Podemos y Partido Socialista Obrero Español (en Chile, Frente Amplio y Partido Socialista). Si a ello le sumamos la campaña mediática y ciertos errores que cometieron los partidarios del apruebo, es posible entender que el voto haya sido tan mayoritariamente de rechazo. Lo que implica que se está produciendo, probablemente, un proceso de cambio sin marcha atrás, pero también que la izquierda debe recomponerse, continuar el proceso constituyente tratando de jugar un papel relevante pero también tender la mano a partidos de otras posturas ideológicas para garantizar un apoyo social mayor. Una constitución no es una ley cualquiera, y debe establecer unos fundamentos democráticos que posibiliten también gobiernos de otro color político.

III

Y ahora, ¿qué? Se trata de la pregunta del millón. Técnicamente, en el llamado plebiscito de entrada la sociedad chilena votó de forma aplastante por una nueva constitución (alrededor del 80%). Es decir, de forma tácita de mostró un rechazo claro al actual texto constitucional de 1980. Sin embargo, la propuesta de la Convención Constituyente no convenció y también fue rechazada. Aquí se abren dos posibles vías: una de ellas, dar por terminado el proceso constituyente. No parece realmente viable, pues sigue existiendo no sólo un mandato claro —referéndum mediante— de la ciudadanía de cambiar la norma fundamental, sino también una pulsión social latente que reclama cambios profundos en la estructura del Estado chileno. La otra vía es recoger ese guante y tratar de ponerse de acuerdo políticamente para decidir de qué forma se va a redactar un nuevo texto que (ojalá) goce de mayor apoyo que el recientemente rechazado. El problema en ese sentido es que ya empiezan a surgir voces que hablan de delegar dicha función a un grupo de expertos juristas.

Esa postura tecnocrática lleva implícita, a mi parecer, el riesgo de tratar de evitar una politización del nuevo texto que en el fondo es necesaria e ineludible. Pero bajo la excusa de que sean «los/as expertos/as» quienes redacten el texto, ciertos derechos con carga económica —derechos sociales— pueden quedar sepultados e ignorados; al fin y al cabo, si de algo ha hecho gala Chile en las últimas décadas ha sido de su estabilidad y crecimiento económico siguiendo fielmente las recetas neoliberales que en su momento plantearon los Chicago Boys. La gente suele olvidar que, junto a Thatcher en Reino Unido y Reagan en EEUU, Chile ya se había convertido en el conejillo de indias del neoliberalismo tras el golpe militar contra Allende en el ’73. Lo que no se suele decir es que, junto a los datos de estabilidad y crecimiento económico, la desigualdad se ha ido haciendo más patente y más insoportable, proporcionalmente mayor a otros países vecinos cuyas economías son en principio más débiles (ej. Bolivia). El problema, entonces, no estaría tanto en quién decide el contenido de un nuevo texto constitucional, sino en que se vean verdaderamente representados los diferentes intereses y posturas del país, de forma que pueda existir una base suficientemente amplia de votantes a favor de la nueva Constitución. Es decir, es posible que Chile necesite acercarse primero a posturas de lo que en Europa llamaríamos socialdemocracia, con un Estado intervencionista y asistencial que tratara de mejorar la vida de las personas, antes de lanzarse a un modelo que implique cambios tan profundos. Ciertamente, esta postura casa mal con las necesidades de mucha gente, que sufre a diario y sin tiempo para grandes debates —aunque afrontar ese problema es tarea del gobierno, no de un hipotético texto constitucional futuro— y, sobre todo, con las necesidades imperiosas de un contexto medioambiental que nos está poniendo en jaque a todos y todas, independientemente del país o el color político. Pero también es cierto que las prisas son malas consejeras, y parece más relevante afianzar el proceso de cambio que se vive en Chile desde el octubre de 2019 que arriesgar a perder ese envite social y terminar igual o peor que antes de empezar. Viendo cómo evoluciona el resto del mundo, con el avance del neofascismo (Suecia, Italia, Hungría) y el conflicto militar (real, en Ucrania, y potencial, respecto a China, Rusia y EE.UU.), no es descartable —y menos en Latinoamérica— una intervención militar (hablemos claro, un golpe de Estado) si las élites político-económicas se sienten excesivamente amenazadas.

Puede parecer un pronóstico algo pesimista, pero junto a las aspiraciones —legítimas, y necesarias— de cambio, y a las ideas y propuestas que se han planteado hasta ahora, también es necesario ser realista y evitar un desgaste muchas veces irrecuperable durante años del proyecto político que ha conquistado el gobierno. Es necesario que la izquierda del país tome consciencia de lo paulatino de los cambios, y se esfuercen en pequeñas conquistas que, a largo plazo, pueden contribuir a retroalimentar esa fuerza social que claramente se dejó sentir en las calles. Una buena medida sería recuperar el casi desaparecido movimiento sindical del país[2], reclamar que exista un derecho real de huelga (ahora mismo sólo se permite la huelga en procesos específicos de negociación colectiva, nunca en otros supuestos) y, por tanto, contar con una fuerza social que, aunque politizada, no sea necesariamente —o únicamente— de políticos profesionales, e ir transformando un imaginario social que actualmente se mueve más en la lógica del fin de los tiempos (y de las clases sociales) que en una autoconsciencia de desigualdad material rampante. Sirva como anécdota la expresión «mentalidad de obrero», que en Chile viene a representar a la gente que no tiene iniciativa ni aspiraciones, y únicamente quiere trabajar lo menos posible para cobrar el salario y, en todo caso, recibir ayudas.

  1. El Frente Amplio es un partido político fuertemente influido por movimientos sociales —algo parecido a lo que ocurrió en España con Podemos y el 15M— con pretensión de aglutinar todo lo que estaba a la izquierda del Partido Socialista, y que canalizó, al menos parcialmente, el enojo y las reivindicaciones del estallido social de 2019.
  2. El gobierno militar de Pinochet hizo un muy buen trabajo desarmando todo el sistema sindical chileno, así como demonizando a la izquierda al completo y, especialmente, al movimiento comunista, que sin embargo ha logrado mantenerse con representación política y participación activa en diversos aspectos de la gestión de lo público, como algunas alcaldías. Respecto del anticomunismo en Chile, es sugerente la lectura de Verónica Valdivia Ortiz de Zárate, Pisagua, 1948. Anticomunismo y militarización política en Chile, LOM Ediciones, 2021; y Hertz, C., Ramírez, A., Salazar, M., Operación Exterminio. La represión contra los comunistas chilenos (1973-1976), LOM Ediciones, 2016.

29 /

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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