La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Antonio Antón
Identidad, sujeto y hegemonía
En este texto, bajo este título con esos tres conceptos ‘Identidad, sujeto y hegemonía”, trato las características y la interacción de esos procesos constitutivos de las fuerzas sociopolíticas con una perspectiva progresista o igualitario-emancipadora. Tiene dos partes. La primera es una reflexión más teórica en la que parto del comentario de tres interesantes libros de teoría social con referencias ideológicas más generales para definir la importancia de la ideología y el debate cultural y la necesidad de superar el marxismo y el posmarxismo. La segunda explica un aspecto fundamental de esa conversación: la interacción entre lucha de clases y pugna cultural, o bien, la combinación entre acción sociopolítica y lucha ideológica, en el marco del proceso renovador de la izquierda.
1. En torno a E. P. Thompson, Laclau y Gramsci
En este largo y caluroso verano he leído tres libros excelentes de teoría social. El primero, Cambio político y movimiento obrero bajo el franquismo. Lucha de clases, dictadura y democracia (1939-1977), ed. de 2012, del historiador y exlíder de Catalunya en Comú Podem, Xavier Domènech, actual profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, se centra en la formación sociohistórica de la identidad obrera española. El segundo, Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario, del filósofo y profesor de la Universidad de Barcelona, Antonio Gómez Villar, es un análisis crítico de diversas interpretaciones sobre la identidad obrera y el obrerismo. El tercero, editado por otros dos prestigiosos intelectuales, José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, y Anxo Garrido, también filósofo, titulado Efecto Gramsci. De la renovación del marxismo al populismo contemporáneo, tiene una veintena de aportaciones interesantes, a destacar la del filósofo latinoamericano, de origen argentino y profesor en la UNAM de México, Massimo Modonesi, “Hegemonía como subjetivación política y/o como dirección/dominación”.
No voy a glosar los múltiples aspectos valiosos de estos libros y sus autores o los diversos matices y reflexiones que me han sugerido su estudio. Son estimulantes y expresan que la teoría crítica está viva y se hacen esfuerzos intelectuales para interpretar el mundo, las nuevas realidades, y facilitar una orientación transformadora desde una óptica emancipadora-igualitaria. Igualmente, expresan la pluralidad de sensibilidades teóricas e ideológicas en este campo progresista y de izquierdas. Los títulos son suficientemente significativos y definen el marco de sus prioridades analíticas. Su contenido histórico y filosófico entronca con aspectos cruciales de las ciencias sociales, en particular, de la sociología y las ciencias políticas, especialidad desde la que lo valoro.
Dos aspectos son destacables y se entrecruzan en los tres textos: la relación de identidad popular, sujeto sociopolítico y hegemonía político-cultural, y la interacción entre la pugna sociopolítica (o lucha de clases) y la guerra cultural (o lucha ideológica o disputa por el sentido). Las perspectivas teóricas son diversas aunque se excluyen dos corrientes ideológicas, frente a las que se utilizan abundantes y acertados argumentos críticos. Por una parte, el liberalismo o el socioliberalismo, y, por otra parte, el marxismo más economicista y determinista.
Las referencias teóricas más relevantes que enmarcan cada libro son las siguientes. En el primero, E. P. Thompson, que se definía como un humanista y materialista histórico, distanciado del marxismo ortodoxo althusseriano, y que a mi modo de ver supera la dicotomía estructura/superestructura a través de la experiencia relacional de los agentes subalternos y una revalorización de lo común. En el segundo, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, posmarxistas defensores del populismo de izquierda y la relevancia del discurso en la construcción de la realidad social, aunque en el texto también se valoran los componentes estructurales y las aportaciones thompsonianas sobre el proceso histórico-relacional. Y en el tercero, Antonio Gramsci, el marxista más heterodoxo de entreguerras por la importancia que le da a la hegemonía cultural para la acción política transformadora e influyente en la evolución del eurocomunismo o neolaborismo (del que se reclama deudora la propia vicepresidenta Yolanda Díaz y gran parte de su equipo); desde ese enfoque gramsciano se abre un diálogo, por una parte, con la teoría populista, y, por otra parte, con el republicanismo cívico, del que el propio Villacañas es un experto.
Por tanto, tenemos un campo más acotado, aunque no exento de la influencia de las dos corrientes ideológicas de fondo, dominantes hace medio siglo en las izquierdas, y su duradero conflicto y relativa inconmensurabilidad, o sea, su incapacidad para compararse, comprenderse e interrelacionarse: el marxismo y el posmarxismo, o bien el estructuralismo y el postestructuralismo o, en el plano filosófico, el materialismo y el idealismo; todos ellos con más o menos enfoques dialécticos o funcionalistas y con mezclas diversas. Una reflexión crítica a estos fundamentos doctrinales la he realizado en varios libros, en particular en Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (2015) y en Clase, nación y populismo. Pensamiento crítico y estrategias políticas (2019).
Pues bien, los textos mencionados suponen aproximaciones para superar este bloqueo teórico y discursivo de estas décadas. Tienen un doble valor. Por un lado, de diálogo intelectual con un talante abierto, comprensivo y argumentado, que es de agradecer en el actual contexto de cierto sectarismo corporativo y fanatismo y rigidez de pensamiento; por otro lado, sitúa ese debate teórico en la coyuntura estratégica de los cambios político-sociales progresistas, referenciados principalmente al marco español, europeo y latinoamericano. Como casi siempre, la elaboración teórica progresista va por detrás de la experiencia popular del conflicto sociopolítico y exige, particularmente a las izquierdas y la intelectualidad crítica, una profunda renovación de pensamiento basado en un doble criterio: realismo analítico y voluntad transformadora.
Añado, simplemente, que esta doble dinámica de persistencia de las diferencias, junto con alguna coincidencia, renovación y diálogo entre enfoques marxistas (o estructuralistas) y posmarxistas (o postestructuralistas), se producen en diferentes campos sociopolíticos, en particular en el feminismo, por citar las dos referentes principales de ambas corrientes renovadas, las estadounidenses Nancy Fraser y Judith Butler, tal como he explicado en el libro Identidades feministas y teoría crítica (2021).
2. Ni marxista ni posmarxista
Antes de proseguir en esta densa reflexión, me permito contar una anécdota académico-personal, ahora que termino la docencia y causo baja en la Universidad, aunque siga con la investigación social. Lo hago sin pedir permiso a mi interlocutor, aunque espero que sea aceptable para él ya que es ilustrativa del tema que nos ocupa. En una comida informal en la Universidad Autónoma de Madrid, cuando éramos colegas de Facultad, tuve una conversación con Nacho Álvarez, responsable de Economía de Podemos y antes de ser miembro del Gobierno de coalición como secretario de Estado de Derechos Sociales.
Era en el marco del acuerdo y la colaboración entre Izquierda Unida y Podemos, aludiendo a las preferencias ideológicas por el marxismo en el caso de los dirigentes de la primera formación y por el populismo posmarxista en el caso de los de la segunda. Su pregunta fue directa: ¿Cómo me definía yo? Le dije que aunque reconocía aportaciones valiosas en cada una de las dos, no era marxista ni tampoco posmarxista, que no me sentía cómodo en esas etiquetas ideológicas, aunque mantenía grandes coincidencias político-estratégicas; en todo caso, apostaba por una tercera posición teórica y, en tono jocoso, por una actitud post-posmarxista, de superación de ambas y contradictorias corrientes dominantes. Conocía mi trayectoria sociopolítica e intelectual, pero mi respuesta le producía perplejidad. Tuve que echar mano, precisamente, de E. P. Thompson y, en cierta medida, del propio Gramsci como un autor intermedio y ambivalente respecto de esas dos corrientes para identificar la existencia de una corriente teórica diferenciada.
O sea, se trataba de valorar muchas aportaciones de interés de esas dos corrientes (al igual que de otras), pero me afirmaba en un pensamiento con un enfoque que denomino realista (mejor que materialista), crítico (frente al dogmatismo y el subjetivismo), multidimensional (frente a la unilateralidad y la dicotomía estructura/superestructura) e interactivo (relacional y de agencia). Aunque minoritaria en casi todos los ámbitos académicos y políticos, pienso que esta corriente de pensamiento crítico es la más fructífera y conecta con la cultura cívica menos sistematizada de gran parte del activismo sociopolítico y en los movimientos sociales.
Expresa la experiencia de la acción colectiva y el cambio social de parte de mi generación, al menos desde las décadas de los años sesenta y setenta en las que como joven trabajador, de procedencia del humanismo cristiano y con bagaje marxista, tuve una amplia participación en la formación de CC. OO. y el movimiento antifranquista, en un contexto que describe muy bien Xavi Domènech, y siempre desde el compromiso cívico.
Ha llovido mucho en este medio siglo, pero permanecen las grandes corrientes ideológicas alternativas al neoliberalismo, aunque más debilitadas y anquilosadas y plasmadas en eclecticismos y mestizajes diversos, así como con despreocupación teórica generalizada. De ahí la importancia de un impulso renovador que sirva para encarar los retos de este siglo. No es casualidad que en esta década, de protesta social indignada y cambio político, se refuerce la pugna intelectual y, al mismo tiempo, la necesidad de renovación y superación teórica de los esquematismos rígidos de ambas corrientes, hoy a la defensiva respecto de la gran ofensiva ideológica liberal y reaccionaria, convertida en dominante en los grandes aparatos mediáticos.
3. Importancia de la ideología y prioridad a las dinámicas transformadoras
No se trata de buscar una falsa cohesión ideológica en las izquierdas, hoy imposible de conseguir y que, en realidad, nunca se ha producido. Desde la primera mitad del siglo XIX las fuerzas progresistas han estado divididas en el plano ideológico: socialistas utópicos, socialdemócratas reformadores, marxistas, anarquistas, hegelianos e idealistas de izquierda, empiristas… El propio marxismo ha sufrido una gran diversificación y un declive desde los años sesenta, acentuados tras el derrumbe del Este soviético y la crisis del eurocomunismo del Sur de Europa, desde el máximo exponente italiano de fines de los setenta y, por otro lado, por el giro liberal y centrista de la mayoría de la socialdemocracia europea.
Por otra parte, los emergentes nuevos movimientos sociales, aparte de su gran aportación relacional y práctica y reflexiones parciales de interés, también han estado condicionados por esta dispersión e impotencia teórica. Igualmente, la teoría populista, al decir de sus propios promotores, no es estrictamente una ideología, aunque sus presupuestos filosóficos se enmarquen en el postestructuralismo, sino una ‘lógica política’ de polarización social; su ambigüedad sustantiva es insuficiente para orientar el sentido de los procesos emancipatorios.
Ante las grandes transformaciones socioeconómicas, institucionales, populares y geopolíticas y las nuevas ofensivas ideológicas neoliberales y reaccionarias, el triple pensamiento progresista, socioliberal, marxista y postmoderno, se muestra incapaz de afrontar el reto ideológico de forma convincente. Se necesita una profunda renovación y, al mismo tiempo, superación de los fundamentos teóricos unilaterales. Como en otras esferas, se trata de recoger lo bueno de lo viejo e innovar desde el análisis concreto y la experiencia popular.
Debemos convivir con esa relativa fragmentación y división ideológica, con pérdida de consistencia teórica en las izquierdas y menor credibilidad de la intelectualidad, y abordar las dos dimensiones de su negativo impacto en las dinámicas transformadoras progresistas. Por una parte, de investigación social paciente, rigurosa y objetiva, elaboración de pensamiento crítico, conversación teórica abierta y desprejuiciada, renuncia al dogmatismo y la manipulación sectaria, y superar la tendencia cultural dominante de inmediatismo más o menos ecléctico o confrontativo con subordinación al interés de las élites dominantes. Por otra parte, reforzar las iniciativas unitarias en el campo más directo de las estrategias políticas y los procesos orgánicos, sociales y políticos, desde el respeto al pluralismo y con actitud integradora, que orienten la actividad práctica progresista, sobre la que se forjen nuevas identificaciones igualitarias y emancipadoras.
Hay que dejar atrás la idea de una fuerte unidad ideológica y una gran cohesión organizativa de un bloque sociopolítico homogéneo. La experiencia de este último medio siglo y, en particular, de esta última y larga década, aporta muchas enseñanzas en esos tres campos cruciales en los que apunto más bien una actitud de seriedad crítica, voluntad unitaria y flexibilidad articuladora. Supone revalorizar el debate teórico riguroso, priorizar los acuerdos político-estratégicos transformadores y regular el pluralismo político organizativo, todo ello bajo el prisma de un proyecto de país (de Europa y del mundo) más justo y democrático. Estos tres libros, desde su seriedad científica y diversidad ideológica, aportan una saludable profundización y renovación teórica.
4. Lucha de clases y/o pugnas identitarias
En las últimas semanas he escrito varios artículos sobre las clases sociales. En el último, “La identificación de clase”, explicaba que la clase social trabajadora o popular, como sujeto de carácter sociopolítico, como dice el historiador E. P. Thompson, se forma a través de su experiencia relacional en el conflicto socioeconómico, la pugna sociopolítica y la diferenciación cultural respecto de las clases dominantes. En otro artículo, “Identitarismos”, expongo una reflexión sobre el significado y el contexto de los movimientos identitarios y su relación con los procesos igualitarios-emancipadores. Doy un paso más para profundizar en esta relación complementaria y contradictoria entre lucha de clases y/o pugnas identitarias.
Se trata de adoptar una visión más multidimensional del carácter y los conflictos de clase, considerando la existencia de tensiones irreductibles a ese marco o bien tendencias que son transversales o mixtas. En particular, se debe superar la deficiente clasificación, según su composición sociodemográfica, de movimientos o luchas de clase (trabajadora) y movimientos identitarios o parciales (de clase media). Pero, también, según su sentido y sus objetivos: los primeros, de carácter sobre todo económico y supuestamente materialistas o universalistas, y los segundos de carácter cultural y supuestamente posmaterialistas o identitarios. Esas interpretaciones expresan una prolongada pugna por la prevalencia de unas representaciones u otras, así como sobre la hegemonía interpretativa y articuladora de unos agentes y procesos participativos u otros. En resumen, entre la vieja izquierda y la nueva izquierda (o grupos alternativos), entre el supuesto materialismo y el culturalismo (o idealismo).
En todo ello se entrecruzan intereses corporativos de distintas élites asociativas y su prestigio representativo e intelectual. Pero permanece el reto de un enfoque más integrador e interactivo de los distintos procesos y características de la experiencia histórico-relacional del conjunto de capas subalternas y movimientos populares progresistas.
Precisamente, en el libro citado de Xavier Domènech hay una interpretación realista y compleja, en el contexto sobre todo de los años sesenta y setenta, de la interacción de los diversos planos en la formación de la clase obrera española como sujeto sociopolítico, con su doble componente. Por un lado, la activación popular por sus intereses sociolaborales inmediatos con su interrelación con otras características, particularmente territoriales y de género; por otro lado, la acción democrática frente a la dictadura franquista con dinámicas y objetivos más generales con influencias partidarias de diversos conglomerados políticos.
Esa resignificación de las palabras clase y lucha de clases es fundamental para evitar malentendidos y clarificar lo principal, el carácter de la pugna sociopolítica de capas subalternas, con sus procesos de configuración de sus identidades colectivas y su formación como sujetos colectivos con dinámicas transformadoras y democráticas.
Igualmente, hay que clarificar el significado de la llamada guerra cultural, pugna ideológica o disputa por el sentido. En un artículo anterior, “La pugna cultural y lo común en las izquierdas”, señalaba lo paradójico de llamar culturales a los nuevos movimientos sociales como el feminista, el ecologista y el pacifista, así como el antirracista o étnico nacional. Más chocante todavía con la experiencia reciente del feminismo de la cuarta ola, que pone en primer plano la activación feminista frente a la violencia machista y por la igualdad de las mujeres en los ámbitos sociolaborales y relacionales y su emancipación vital; es decir, que se trata de un asunto bien material de cambiar las relaciones de dominación y el estatus y los estereotipos desventajosos, y superar la desigualdad social y la discriminación en función del sexo/género (incluido los colectivos LGTBI) de impacto personal y grupal y con bases estructurales de poder y privilegios a afrontar.
Igualmente, en el caso ecologista no hace falta insistir en lo central de la propia sostenibilidad y vida en el planeta y sus crisis ecológicas y medioambientales por no hablar de las crisis energéticas, territoriales y alimentarias o las amenazas nucleares. Así mismo, el nuevo pacifismo se tiene que enfrentar a los grandes conflictos geoestratégicos y políticos que con la actual guerra en Ucrania condicionan la paz y la seguridad europea y mundial, por no hablar de los múltiples conflictos en las relaciones internacionales; el reto pacifista va de cultura democrática y valores solidarios, pero es evidente que trata de cuestiones bien materiales y vitales y de conflictos de interés, dominación y hegemonía.
Y similar combinación de problemas y respuestas materiales, de protección social y seguridad convivencial con valores éticos y tradiciones culturales se expresan en los movimientos antirracistas y de solidaridad internacional, o ante la propia diversidad nacional. El reto es una convivencia intercultural y una integración social y cívico-democrática que haga frente a las nuevas dinámicas racistas y autoritarias, de discriminación de sectores inmigrantes con una perspectiva neocolonialista y xenófoba y de no reconocimiento de sus derechos, con la apuesta por la resolución democrática y dialogada de los conflictos.
Por el otro lado, los movimientos sindicales o vecinales, considerados viejos movimientos, expresan nuevas dinámicas, aparte de sus prioridades sociolaborales y habitacionales y urbanísticas, basadas en unas demandas más generales de protección pública, cohesión social, convivencia intercultural y seguridad social con garantías democráticas; podríamos añadir los nuevos retos sobre el desarrollo rural y el equilibrio territorial. Y cobran importancia los componentes subjetivos e identitarios de mayor dignidad popular y sentido de la justicia social y la democracia, aunque con una configuración más interclasista y transversal de las capas populares frente a los poderosos.
Se trata de una renovada cultura democrática progresista y de izquierdas con fuerte contenido de justicia social que contribuye a conformar una cierta identificación cívico-popular diferenciada de los poderosos y las derechas reaccionarias, es decir, a cierta pertenencia colectiva a un bloque sociopolítico o tendencia sociocultural en conflicto con el bloque de poder.
Es lo más parecido a la realidad que expresaba la vieja terminología de la lucha o conflicto de clases. Así, existe una interacción de la acción sociolaboral y económico-distribuidora-protectora con las experiencias e identificaciones en los otros campos sociopolíticos o movimientos sociales que están compartidos por muchas personas subalternas con una intersección experiencial o identidad múltiple y mestiza, de lo que se ha venido a denominar un espacio morado, verde y rojo, con su vertiente territorial y democratizadora.
Hay que superar esa convencional dicotomía de lo cultural, que no es solo lo subjetivo, y lo material, que no debe confundirse solo con lo económico sino que incorpora las relaciones sociales de dominación/subordinación, que son hechos sociales bien materiales que condicionan los proyectos vitales y la igualdad y la libertad de las personas y grupos sociales.
5. Acción sociopolítica y/o lucha ideológica (o disputa por el sentido)
Los dos componentes, la acción sociopolítica y la actividad ideológica o cultural, son complementarios, pero también pueden estar en conflicto. Van siempre combinados, pero se trata de valorar las prioridades y sus jerarquías en la acción sociopolítica y cultural, en cada contexto. La acción cultural es fundamental, claramente desde Gramsci, aunque ha tenido interpretaciones más culturalistas o más materialistas. La subjetivación o la identificación colectiva son elementos fundamentales para conformar sujetos colectivos transformadores. La dicotomía se establece sobre la prevalencia política y normativa entre la guerra cultural o combate ideológico o, bien, la activación popular con su orientación estratégica y teórica y la organización social.
En ambos casos se incluyen los procesos de conformación de la representación y los liderazgos políticos y sociales que tienen un impacto distinto según los ejes prevalentes de esa acción sociopolítica y en la formación de sujetos colectivos. Y ello hay que valorarlo según el contexto estratégico y particularmente en los dos ámbitos: el movimiento popular y la representación política y social. Dicho en términos metafóricos: entre la ola y el surfista.
Por tanto, la cuestión a dilucidar es la dimensión de la prioridad a la acción comunicativa-discursiva o cultural-ideológica para conformar movimiento popular o espacios sociopolíticos, ampliar los campos electorales y ganar representación político-institucional de las fuerzas progresistas o izquierdas transformadoras.
Doy por descontado la referencia a las dos grandes experiencias de fuerte impulso cívico-popular y articulación de unas representaciones sociopolíticas y élites político-institucionales progresistas o de izquierda. Me refiero, por un lado, al movimiento obrero, popular y antifranquista de los años sesenta y setenta, ya referido con la interpretación histórico-relacional y multidimensional de Xavier Domènech; por otro lado, al proceso del amplio y heterogéneo movimiento popular (con sus precedentes) simbolizado por el movimiento indignado del 15-M, en el periodo 2010/2014, analizado en otros textos, que dio paso a otro ciclo de configuración de un masivo espacio político electoral y una nueva representación política, de la mano de Podemos y sus aliados.
Pues bien, estamos ante cierto agotamiento de la experiencia de esta larga década en los dos aspectos fundamentales: el carácter e intensidad de la ola y la articulación político institucional de su representación, el surfista, junto con la incertidumbre sobre la dimensión del campo electoral alternativo que interrelaciona ambos.
Es el marco de preocupación para la renovación y la configuración del llamado frente amplio y el proyecto de Sumar de Yolanda Díaz, que habrá que valorar más adelante. Ahora solamente añado un aspecto general, al calor de este hilo conductor de la interacción entre, por un lado, la acción sociopolítica contando con los factores estructurales e histórico-relacionales de las mayorías populares (la ola) y, por otro lado, la acción discursiva-comunicativa y la gestión representativa e institucional de unas élites políticas progresistas (el surfista).
He explicado en otros textos el gran acierto estratégico de la dirección de Podemos en la configuración del nuevo espacio político-electoral, junto con sus confluencias y más tarde con la alianza con Izquierda Unida, en ese periodo constitutivo de 2014/2016. No obstante, el marco estructural, a pesar de las grandes dificultades y límites, presentaba algunas ventajas fundamentales: la existencia de un campo sociopolítico progresista y diferenciado de la socialdemocracia, curtido en la experiencia popular y democrática de todo el lustro anterior.
Aunque la ola, en su gran dimensión movilizadora y expresiva había terminado (luego, a gran escala, solo habrá la cuarta ola feminista, con otras movilizaciones menores), se había formado ya ese campo sociopolítico popular y cívico de seis millones de personas. A esa activación cívica masiva, incluidas las tres huelgas generales y muy variadas movilizaciones y mareas ciudadanas, habían contribuido miles de activistas y grupos sociales de la llamada sociedad civil.
La iniciativa articuladora de Podemos consistió, no en crear esa ola o campo sociopolítico crítico, formado en el lustro anterior, sino en ofrecerle un cauce electoral y una representación político institucional adecuados y, por tanto, darle más consistencia política, continuidad como agente sociopolítico y operatividad reformadora.
En ese sentido, la acción discursiva-comunicativa de divulgación de unas ideas clave y un liderazgo representativo y creíble resultaba decisiva. Lo hicieron inicialmente con éxito, a diferencia de la relativa incapacidad de Izquierda Unida, que tuvo que renovarse, y el propio Partido Socialista, que jugaba entonces en otro campo liberal y prepotente, había sufrido una fuerte desafección popular de más de cuatro millones de electores por su regresiva gestión de la crisis socioeconómica, y hasta su relativa renovación sanchista ya en 2018, con la moción de censura frente al Gobierno corrupto de la derecha, que empieza a recuperar una parte de ese espacio.
Como decía, estamos en otra etapa política con unas desventajas claras, comparativamente con la primera mitad de la pasada década. No solo por la fuerza del poder establecido con todos sus mecanismos y poderes (económico, judicial, institucional, mediático) y una contraofensiva político-cultural conservadora y reaccionara y su fuerza legitimadora en los aparatos mediáticos, sino por las propias limitaciones y deficiencias del campo progresista, en particular en sus dos aspectos básicos: la debilidad de su activación cívica, la pérdida de fuelle de la ola, y el debilitamiento y la división interna de las fuerzas del cambio.
Queda un amplio espacio progresista y de izquierda a efectos de cierta identificación popular y legitimidad social de su representación política, pero más dividido y disperso y sin una dinámica de fondo transformadora, ilusionante y participativa. Y persisten distintas formaciones políticas, con variadas experiencias competitivas y colaboradoras, que deben contribuir a la recomposición partidaria, plural y unitaria, en el nuevo proceso renovador.
6. La ola y el surfista
Situar el problema es el primer paso para la solución. Se ha hablado mucho de las dificultades de inserción territorial (y social de base) de las plataformas políticas existentes del espacio del cambio, aunque poco (¡no era su problema!) de la pérdida de dinamismo participativo desde abajo y en los movimientos sociales. Pero la cuestión analítica más importante es la del enfoque sobre las prioridades estratégicas de cómo se fortalece un espacio sociopolítico. Y siempre se ha priorizado en las direcciones partidarias la acción discursiva del liderazgo y, en todo caso, la acción legitimadora derivada de la gestión institucional reformadora en beneficio de la gente.
Esa prevalencia de lo discursivo, en esta etapa más desventajosa para las fuerzas del cambio, se muestra insuficiente. La comunicación propia, en pugna con los aislamientos mediáticos dominantes, es fundamental, y la pugna ideológico-cultural imprescindible. Muchas personas, periodistas, pensadores…, se dedican (nos dedicamos) a ello. Los intelectuales orgánicos, al decir de Gramsci, con su debida autonomía de los aparatos institucionales, son necesarios.
Pero, estamos hablando de las estrategias sociopolíticas de las organizaciones partidarias (y también sociales), con perspectivas transformadoras de progreso. Por tanto, además de la acción comunicativa o ideológica, hay un problema con la ola, con la mejora de la relación de fuerzas sociales o, si se quiere, con mayores capacidades de poder social fruto de la participación democrática de la ciudadanía. Y para ello se necesita más que un buen surfista: una estructura articuladora, con un liderazgo unitario y una estrategia transformadora que aproveche todas las condiciones positivas para ayudar a recomponer la ola cívica, el campo sociopolítico electoral y su representación político-institucional. Es difícil el reconocimiento de las responsabilidades y el aprendizaje a partir de los errores. Algunos aspectos sobre la débil conexión con las bases sociales y el arraigo territorial se van corrigiendo. Pero, al menos, se debe emprender cierta rectificación general sobre las prioridades y los enfoques dirigidos a la activación popular.
Es la tarea que parece que intenta abordar Yolanda Díaz y su equipo: conformar y fortalecer un movimiento ciudadano y articular una nueva plataforma político-electoral. Habrá que volver sobre ello en la medida que se avance en su clarificación. Ahora solo menciono una dificultad general: el peso ideológico de una lectura irrealista de la estrategia alternativa derivada del idealismo discursivo de la teoría populista, que es contraproducente para reajustar las tareas de refuerzo de la ola y el surfista; es decir, el movimiento popular y el campo sociopolítico alternativo, por un lado, y la nueva y unitaria representación política, por otro lado.
Es un error desconsiderar los procesos de formación de la activación popular en torno a sus intereses y demandas sociales, más o menos inmediatas y enlazadas con reivindicaciones más generales, combinadas con un bagaje cultural previo en unas condiciones socio-estructurales e históricas. Es unilateral centrarse casi exclusivamente en la lucha ideológica o la pugna cultural para la constitución de liderazgos y la representación política (surfismo) y menos para la conformación de una corriente popular (la ‘construcción del pueblo’). Las dinámicas transformadoras de fondo se basan en una activación cívica prolongada y profunda, o sea en la existencia de procesos de protesta social y articulación asociativa y comunitaria popular (la ola o marea), junto con la participación de la gente más activa o comprometida políticamente que también se va forjando con unos valores solidarios y democráticos. Algunas experiencias latinoamericanas recientes son ilustrativas de ello; el actual marco de la izquierda europea está más estancado (salvando la experiencia francesa) y con riesgos involucionistas reaccionarios.
Quedan algunos ecos históricos, precisamente de la experiencia de la acción antifranquista en España o del eurocomunismo italiano en los setenta, con su articulación de partido de masas con un movimiento popular (sindicatos) fuerte. O, más recientemente, en el comienzo de Podemos, con el modelo de partido-movimiento, aunque en este caso sin ponerlo en marcha, ni haber profundizado en su significado y la prioridad de los esfuerzos a dedicar. Además, estaba entrecruzado con una idea irrealista de construcción de un pueblo, cuya configuración autónoma no se explicaba ni valoraba, ya que se conformaría por la acción ideológico-cultural del liderazgo que es el que le daría sentido; o sea, el discurso construiría esa realidad sociopolítica y lo operativo se concentraba en la máquina electoral y la acción institucional.
Las resistencias al cambio de esquema orientativo siguen siendo fuertes ¿Por qué, qué se ventila?. En el centro del problema está la legitimación de las nuevas élites políticas, reforzadas por su aparente influencia social, su representatividad electoral y su reflejo de capacidad institucional. Su liderazgo acumulaba ventajas relacionales y corporativas, destacando los méritos propios (legítimos) de esa gestión y dirección representativa, pero desconsiderando la valoración de que las causas fundamentales del cambio social y político, de la formación de ese amplio sujeto político, eran la participación colectiva masiva (la ola) de todo un lustro anterior fusionada entonces con un buen surfista, Podemos y sus convergencias.
O sea, lo que se produjo fue la absorción de las capacidades colectivas populares en beneficio de una finalidad legitimadora de la nueva representación política que encarnaba unas expectativas de cambio de progreso. Estaba legitimada parcialmente, mejor que la izquierda tradicional, al presentarse de forma creíble como nueva representación de la gente o del pueblo y definir un proyecto transformador necesario.
El problema irresuelto era y es ese vacío de arraigo popular y vertebración de base de las estructuras partidarias que siempre se ha resaltado pero subordinado a las (supuestas) tareas urgentes e importantes: la acción discursiva e institucional por arriba. Cuando la ola se debilita el surfista se queda inerme. Se puede desear y esperar otra oleada general como el proceso del 15-M, pero el presente y el futuro traen sus dinámicas transformadoras específicas a cada etapa y coyuntura; se trata de analizarlas para cambiarlas con una perspectiva progresista o igualitario-emancipadora.
En definitiva, hay que dar más relevancia a vincularse y empujar la ola (o una marea suave), conscientes de ser un actor complementario en procesos más complejos que dependen de diversas circunstancias sociohistóricas, estructurales y político-institucionales que median sobre la realidad social. Supone cambiar de prioridades estratégicas, con talantes más democráticos e inclusivos. El cambio ideológico, para combinar realismo analítico y voluntad transformadora, será relevante para reforzar la nueva representación de la izquierda alternativa y fortalecer las dinámicas transformadoras de progreso.
7. La prevalencia en la formación de sujetos no es la ideología, es la experiencia cívica
Ilustro la prevalencia de la ideológica o la cultura en la formación de las identidades y los sujetos colectivos con varias citas de varios líderes relevantes en el espacio del cambio, las primeras de la época inicial y unitaria de Podemos y la última reciente:
«La ideología es el principal campo de batalla político» (2014).
«En la política las posiciones y el terreno no están dados, son el resultado de la disputa por el sentido» (2015).
“No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos” (2016).
«Ojalá la izquierda entienda que reequilibrar la correlación mediática de fuerzas es condición de posibilidad para avanzar en el combate ideológico que es, en última instancia, la esencia de la política y de la transformación social» (2022).
Antes he asociado estas posiciones de la prevalencia de la acción comunicativa-discursiva con la teoría populista, dominante en la dirección inicial de Podemos, es decir, compartidas por el llamado pablismo y el errejonismo. Doy por supuesto que estas formulaciones ideológicas comunes pueden estar asociadas a posiciones estratégicas distintas por su impacto político. Así, como se sabe, con ese rasgo común afín a un enfoque populista o postestructuralista de sobrevaloración del componente cultural-ideológico hay distintas sensibilidades políticas.
Podemos resumir, en el caso de Íñigo Errejón, una preferencia por la transversalidad y una actitud más moderada; y en el caso de Pablo Iglesias, una posición más confrontativa y de exigencia transformadora. La crisis en Podemos tiene que ver con esa diferencia estratégica, precisamente en torno a la actitud adaptativa o crítica ante el pacto continuista del Partido Socialista y Ciudadanos en 2016, cuando ya había opciones para un gobierno progresista, así como respecto (en contra o a favor) del acuerdo unitario con Izquierda Unida. Todo ello con las consiguientes tensiones internas que abocaron a la escisión. Ahora, con la alianza con el Partido Socialista que ha girado hacia la izquierda y el Gobierno progresista de coalición no se dan esas grandes diferencias estrategias entre Unidas Podemos y Más País, aunque se expresen esas distintas inclinaciones en diferentes temas puntuales; es más fácil la convergencia programática y la colaboración política, pendiente de los equilibrios representativos en el nuevo proceso renovador.
Pero aquí destaco los rasgos teóricos compartidos de la prevalencia de la acción discursiva frente a la convencional en los movimientos populares progresistas de la activación cívica de la gente misma, desde la base de sus realidades sociales, sus demandas inmediatas y sus tradiciones culturales.
Para terminar, sintetizo mi valoración, ya tratada en otros textos. La identidad colectiva, en este caso de clase social, como dice Xavier Domènech es ‘el conjunto de tradiciones, creencias y representaciones que conforman a la clase como clase’. Expresan una experiencia relacional, un vínculo colectivo, una relación social, con su correspondiente reconocimiento y pertenencia de la persona o grupo social respecto de los demás grupos sociales, con los que pueden compartir unos intereses, identificaciones y valores, pero que se diferencian de otros.
Las identidades, como la realidad social misma, pueden ser progresistas, conservadoras o neutras; más densas o fluidas e interrelacionadas con otras dimensiones cívicas y universalistas como ser humano; más excluyentes o inclusivas junto con la interseccionalidad entre variadas identificaciones y conformaciones identitarias múltiples o mestizas con expresiones y funcionalidades diversas según las circunstancias. El sentido de pertenencia colectiva no necesariamente coarta al individuo y su libertad individual, puede reforzar su subjetivación y empoderamiento al mismo tiempo que sus vínculos sociales en un proceso colectivo igualitario emancipador. Simplemente expresan una realidad grupal, a valorar según su sentido en su contexto.
Las identidades colectivas, como explica E. P. Thompson, no son previas al conflicto, a la práctica social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan. Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente. Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad articuladora y de cambio.
Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto, las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos colectivos y en un contexto concreto, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad. La mente y el cuerpo están interpenetrados en el ser humano. Y, sobre todo, el hecho social es relacional.
Así, esas citas sobre la construcción del sujeto político, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración de la capacidad articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del pueblo. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de sus condiciones materiales, su experiencia y su cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente) de su posición social, sus vínculos y su identidad colectiva.
Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad, con un relato o un juicio ético, que le da sentido transformador. Es la experiencia humana de unas relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados mutuamente.
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9 /
2022