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Agustín Moreno

Sin impuestos no hay servicios públicos

En los años veinte del siglo pasado, Al Capone era el rey del hampa en Chicago y estaba en la lista de los más buscados del FBI. Escurridizo como una anguila a la acción de la justicia, su caída se produjo en los años treinta cuando fue condenado a 11 años de prisión por un jurado popular por el delito de evasión de impuestos. Fue enviado a la prisión de Alcatraz donde murió. Este hecho indica dos cosas: la paradoja de que fueran los impuestos y no los crímenes los que acabasen con él; y la importancia que se da a la fiscalidad en los países anglosajones. Por algo Walt Kowalski, ese obrero del automóvil y veterano de guerra que protagoniza Clint Eastwood en Gran Torino, cuando se confiesa a un sacerdote antes de sacrificarse dice: «No pagar impuestos es lo mismo que robar».

La política fiscal en las sociedades modernas es aquella imposición sobre la renta, el patrimonio, los beneficios y el consumo, entre otros, con la finalidad de redistribuir la riqueza, financiar los servicios públicos y las inversiones del Estado. Es el Estado con los impuestos quien garantiza los derechos sociales y de ciudadanía como la salud, la educación, las pensiones, los servicios sociales, el transporte público, la participación política, etc.

La fiscalidad tiene que cumplir dos principios para que sea justa y eficaz: progresividad y suficiencia. Es decir, que pague más quien más tiene y que recaude lo necesario para afrontar todos los gastos que tiene un Estado. Lo dice la propia Constitución española y es la forma de financiar el Estado social que define en su artículo uno. Pero en España, la capacidad de recaudación y la progresividad son pequeñas. La presión fiscal en nuestro país (35,4%) es más baja que la media de la zona euro (41,6%), según datos de Eurostat. Si hablamos de progresividad han bajado los impuestos sobre los beneficios empresariales y han aumentado sobre las rentas de trabajo y el consumo: el impuesto de sociedades se ha reducido un 40,59% en quince años, mientras ha crecido el IRPF un 30,27% y el IVA un 29,79%. Y del fraude y la evasión fiscal de los ricos mejor no hablar para no explotar de indignación.

Impuestos y servicios públicos están indisolublemente unidos hasta el punto de que sin los primeros no existirían los segundos ni lo que conocemos como el Welfare State. Esto que parece de sentido común, lo viene cuestionando la derecha de manera frontal. Es parte de la guerra cultural para cambiar los valores democráticos. La oligarquía aborrece lo público y quiere menos Estado. El neoliberalismo ha roto la baraja y defiende el círculo perverso de bajar impuestos, reducir los servicios públicos y privatizarlos. Los que quieren bajar los impuestos se los quieren bajar sobre todo a los ricos, aunque para ello te reduzcan la pensión, te quiten la sanidad y la escuela pública, y dejen sin igualdad de oportunidades a tus hijos. Es una carga de profundidad contra nuestros derechos y debilita la democracia porque la desigualdad reduce la libertad.

Como es muy duro decir claramente que la sanidad debe ser un negocio privado y que debe ser mejor para los más ricos que para los pobres, la derecha tiene que hacer piruetas dialécticas para que no se noten sus intenciones. Tienen que disimular. La jungla neoliberal necesita para imponerse de una gran fábrica de persuasión, lo que David Harvey llama la construcción del consentimiento. Aquí juegan un papel fundamental los medios de comunicación y todos los púlpitos disponibles para el manejo de las emociones. De otra manera, no podría entenderse cómo amplios sectores de la población son capaces de votar en contra de sus intereses sin estar locos.

La estrategia de la derecha para dinamitar una fiscalidad justa es decir que son injustos todos los impuestos. Y no es así. Como dice uno de los mayores expertos en la materia, Juan Francisco Martín Seco, «lo cierto es que hay margen dentro de la imposición directa, incluso y con mayor razón en los momentos de crisis, para aumentarla, por ejemplo, en lo referente a las rentas de capital. Si en la sociedad española hay muchas personas muy necesitadas, incluso en situación de pobreza, existen también otros muchos ciudadanos con rentas elevadas y con capacidad tributaria. Hay pobres, pero también ricos, aunque estos últimos no se tengan por tales y se consideren a sí mismos rentas medias». Esto que es rechazado por las derechas, tiene el apoyo de un 70% de la ciudadanía que está a favor de un impuesto a las grandes fortunas, la banca y las eléctricas.

La izquierda debe tener tan claro que hay una operación de desmontaje del Estado social, como las políticas necesarias para blindarlo y defenderlo. Lo urgente no debe impedir reclamar lo importante. Se trata de reivindicar el bienestar social de la ciudadanía y no la simple subsistencia, en el marco de la sostenibilidad del planeta. No es aceptable que se financien con fondos públicos los conciertos privados de educación, sanidad y dependencia con el dinero de todos y conviertan lo público en un servicio de beneficencia para los más pobres retornando al atraso social.

El Estado debe proteger a la ciudadanía frente al infortunio, la desregulación y los poderosos. A éstos, no les importa que la sociedad se divida en ricos y en pobres, aunque éstos les molestan y no quieran verlos. Luchar contra las desigualdades y la injusticia social no es otra cosa que defender la democracia. Sin un Estado que la proteja, la ciudadanía quedaría a merced de todo tipo de bandas, lleven o no corbata. La «libertad» de la «pandillera» Ayuso es la de las bandas de poderosos, ¿o no es lo que está haciendo con la privatización de la sanidad, la educación y la barra libre a la «uberización» frente al taxi?

El curso político que empieza es un año cargado de elecciones. Las derechas aumentarán su agresividad para recuperar el poder en el Estado y para mantenerlo donde lo tienen. Escucharemos hasta la extenuación la cantinela de que hay que bajar los impuestos a todos, aunque estén pensando en las grandes empresas y fortunas y poner en cuestión la sostenibilidad de los servicios públicos para privatizarlos. Hay que recordar, por ejemplo, que la Comunidad de Madrid deja de recaudar 4.111 millones cada año por los regalos fiscales a los ricos. Por ello, es una obscenidad que «vendan» que no hay recursos para la Atención Primaria, para reducir las listas de espera, para construir los centros públicos educativos, para contratar profesorado y reducir las ratios de alumnado, para desamiantar los colegios, para mejorar el transporte público, etc.

El extremismo neoliberal de Feijóo y Ayuso defiende privilegios, es contrario a la mayoría social y está a la derecha del sentido común. Están proponiendo un modelo de país inmoral que dejarían a la intemperie a millones de personas utilizando la libertad como el disfraz de la barbarie. A espabilar toca, porque como dice Ursula K. Le Guin «cualquier poder humano puede ser resistido y cambiado por seres humanos».

[Fuente: Público]

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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