¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Asier Arias
El capitalismo verde ante la desintegración de la globalización neoliberal
1. Un funcionamiento normal patológico
La tradición de la economía política marxista que desemboca en autores como David Harvey o Michel Husson ha analizado con detalle la insostenibilidad socioeconómica del capitalismo. Hubo que esperar a la década de los setenta para que esta tradición comenzara a integrar en su análisis la insostenibilidad específicamente ecosocial del capitalismo, en una línea que se prolonga de Barry Commoner o Manuel Sacristán a John Bellamy Foster o Michael Löwy.
Lo primero que debe hacerse notar a la hora de tratar de cualquiera de esas formas de insostenibilidad es que el capitalismo, interpretado como un sistema socioeconómico basado exclusivamente en la iniciativa privada y la «libre competencia en el mercado», es algo que, sencillamente, no ha existido nunca. Un vistazo a la historia económica basta para constatar que todas las variantes del «capitalismo realmente existente» han consistido en diversas versiones de «economía mixta» asentadas en el amparo colectivo del poder privado.
Así, en lugar de iniciativa privada y libre competencia, lo que hallamos a todo lo largo y ancho de la historia económica del capitalismo son prolongadas intervenciones a gran escala destinadas a desviar la riqueza fruto del esfuerzo colectivo hacia la provisión de infraestructuras, la investigación básica, el desarrollo de tecnologías, la formación de trabajadores especializados, la subvención directa, el auspicio de los derechos de inversión o los periódicos rescates de los que depende el sector privado. No se conoce ejemplo histórico alguno de «mercados» capaces de funcionar en ausencia de estos mecanismos de protección colectiva del poder privado, sin los que tan siquiera existirían los principales sectores del capitalismo industrial (cf., v. g., Allen, 2011: 13; Chang, 2008; Chomsky, 1996: 47; 1997a; 1999; 2000: 192; 2014: 77; 2017a; Kocka, 2013: 109; Mazzucato, 2013). De hecho, el punto de inflexión en torno a 1820 al que Samuel Huntington se refirió como «la gran divergencia» consistió en la divergencia entre aquellos países cuyos Estados pusieron en marcha dichos mecanismos y aquellos otros a los que éstos no les permitieron hacerlo.
El pistoletazo de salida del desarrollo de las economías industriales nacionales sería también, a la postre, el del «mercado global». En realidad, ninguna economía industrial estuvo nunca enclaustrada en sus fronteras nacionales: todas ellas dependieron siempre —antes ya de los orígenes del industrialismo— de formas internacionales de explotación, pero la globalización de la economía capitalista que se disparó a partir de la década de 1970 podía encontrarse ya en germen en las economías industriales nacionales que surgieran durante la «gran divergencia». Ese germen no es otro que la naturaleza autoexpansiva del capitalismo, que hace de su buen funcionamiento económico una disfuncionalidad ecosocial.
Si hubiéramos de buscar un solo factor al que atribuir la actual deriva hacia el desastre ecológico, el mismo sería indudablemente la contradicción entre la finitud de nuestro planeta y el imperativo de valorización del capital, que es la nota distintiva de cualquier economía capitalista concebible y se encuentra indisociablemente ligado a la necesidad de crecimiento.
Ese imperativo puede describirse como el de «transformar el dinero en más dinero» (Soler Montiel & Delgado Cabeza, 2018: 104), y nada tiene que ver con rasgos de personalidad o decisiones individuales: «las compañías no son personas que toman decisiones basadas en consideraciones morales, sino concentraciones de poder cuyo fin es obtener beneficios» (Rodríguez, 2020). «La decisión individual de los capitalistas de reinvertir la mayor parte de sus beneficios para generar más beneficios, que es la génesis del comportamiento colectivo depredador que muestran nuestras sociedades respecto de la biosfera, no es estrictamente una decisión». Se trata, más bien, de un «mecanismo automático, ciego»: el automatismo autoexpansivo que define al sistema socioeconómico capitalista (Santiago Muíño, 2018: 238-239) [1].
Una economía capitalista es por tanto un dispositivo ciego, pero también mágico: el único dispositivo capaz de expandirse, de engordar exponencialmente, ad infinitum. Cuando esta magia no funciona bien hablamos de «crisis», pero aún no existe una denominación consensuada para la constatación de que es imposible que el truco funcione indefinidamente.
Es el automatismo autoexpansivo ínsito en el imperativo de valorización del capital el que hace que exista un rol institucional bien definido para los miembros de una junta directiva cualquiera: incrementar beneficios y ampliar cuota de mercado. Ahora que tanto se oye hablar de la «responsabilidad social corporativa», no está de más recordar en qué consiste, y quizá fuera Milton Friedman el que lo explicara con mayor claridad: la única responsabilidad social de una empresa privada es la de aumentar sus beneficios (Friedman, 1970), y de ahí que sus directivos deban dejar de lado cualquier otra consideración, pues no han de rendir cuentas ante las especies extintas, los ecosistemas devastados o las generaciones futuras, sino ante los accionistas, que no se acercan a la máquina del infinito por mera curiosidad. Es por tanto comprensible que «las ‘fronteras naturales’ de la Standard Oil, el Deutsche Bank o la De Beers Diamond Corporation se sitúen en el confín del universo, o más bien en los límites de su capacidad de expansionarse» (Hobsbawm, 1987: 318).
Tal y como señalara Joseph Schumpeter, «capitalismo sin crecimiento es una contradicción en los términos» (Schumpeter, 1946: 198). Por su parte, el crecimiento indefinido es una imposibilidad material. Kenneth Boulding, expresidente de la American Economic Association y de la American Association for the Advancement of Sciences, lo expresó de forma memorable en su testimonio ante el Congreso de los Estados Unidos a raíz del primer informe del Club de Roma: «quien crea que el crecimiento exponencial puede prolongarse indefinidamente, o está loco o es economista» (USC, 1973: 248).
A veces, aquella «responsabilidad corporativa» y aquellas fronteras en constante expansión topan con algunos estorbos, y así advertían ya en los noventa las principales luminarias de las «ciencias económicas» que las regulaciones ambientales de los países desarrollados comenzaban a asfixiar a los inversores, pero atisbaban un futuro esperanzador en el que los mercados globales «restringirían» esos «excesos» (Becker, 1993): incluso los más tímidos intentos de contener el exceso connatural al capitalismo —su sed de infinito— se les antojan excesivos a los fanáticos del exceso. Con todo, hay un estorbo contra el que nada podrán hacer los mercados globales y la buena disposición de nuestros amigos del tercer mundo para absorber nuestras «externalidades»: como recordaba recientemente un famoso alumno de Georgescu-Roegen, «la Tierra no se expande» (Marchese, 2022), y habría que añadir —con ese mismo alumno— «que no se puede quemar dos veces el mismo trozo de carbón» (Daly, 1997: 273); en otras palabras, las leyes de la termodinámica no son negociables.
La alternativa de la economía capitalista es por tanto la alternativa entre crisis y crecimiento. Dada la relación directa entre crecimiento económico y uso de recursos materiales y energéticos (cf., v. g., Hickel & Kallis, 2019; Arias, 2020: cap. 1, § 2.2, cap. 2, § 1.3), la alternativa de la ecología capitalista es la alternativa entre colapso y colapso. Las diferentes facetas de la crisis ecológica global en curso no son, pues, fallos del sistema capitalista, sino expresiones de su normal funcionamiento en nuestra era de extralimitación material (Röckstrom et al., 2009; Steffen et al., 2015) y descenso energético (Turiel, 2020).
«Nuestro estilo de vida ha descansado y descansa todavía hoy en la existencia de una oferta abundante y barata de combustibles [fósiles], que alimentaba el motor del crecimiento económico, motor que permitía sostener en los denominados países desarrollados cierto consenso social en torno a las ventajas del mismo. Este motor y el coche que propulsaba ya no funcionan y el camino por el que circulaba ha dejado de ser transitable» (Luengo, 2022). La idea de que ese motor podría seguir funcionando y ese camino podría seguir siendo transitable se llama «desacoplamiento». La idea del desacoplamiento equivale a la del «capitalismo verde» y se reduce, en último término, a la convicción de que el crecimiento económico podría prolongarse en un contexto de reducción de consumo de recursos e impactos ambientales. El problema de esta idea estriba en que cuesta encontrar motivos para atisbar algo análogo a la posibilidad de su implementación.
2. El mito del desacoplamiento
Suele distinguirse entre desacoplamiento relativo y desacoplamiento absoluto. Del mismo modo, suelen aplicarse estos conceptos a alguna dimensión aislada de los impactos ecológicos del crecimiento económico. Así, haciendo abstracción del resto de esos impactos, puede —y suele— definirse el desacoplamiento relativo como una situación en la que, durante un determinado periodo, los niveles de emisiones de gases de efecto invernadero aumentan más despacio que el crecimiento económico; por su parte, el desacoplamiento absoluto puede definirse como una disminución en las emisiones acompañada de crecimiento económico.
Cabe afirmar que existen fragmentos de «evidencia parcial» que animarían a pensar que el desacoplamiento podría dar algún día el salto desde el mundo de las ideas al de los hechos, pero cabe sólo afirmarlo cuando ponemos la lupa sobre el desempeño de la economía de alguna nación desarrollada específica durante algún periodo de tiempo concreto. «El problema de este tipo de ‘evidencia parcial’ es la naturaleza porosa de las fronteras comerciales nacionales y regionales» (Jackson & Victor, 2019: 950): mientras en las dos últimas décadas la Unión Europea lograba, sobre el papel, reducir sus emisiones de CO₂ en casi un 20%, las emisiones de China aumentaban un 200%, y las de la India un 150%; la mitad del CO₂ emitido a la atmósfera para producir todo lo que se consume en el Reino de España se libera fuera de sus fronteras (López Santiago, Cadarso & Ortiz, 2020). No cuesta, pues, entender que tercerizar la producción equivale a exportar polución (Davis & Caldeira, 2010; v. et. Cadarso, López Santiago & Ortiz, 2020), pero lo que arrojamos por la ventana vuelve a entrar por la puerta, porque no se trata de una ventana al espacio exterior: «para un contaminante como el carbono, y para los recursos en general, lo que sucede a nivel global es lo que cuenta, y aquí no hay evidencia de desacoplamiento absoluto en absoluto» (Jackson & Victor, 2019: 950). Muy al contrario, lo que encontramos a nivel global es que nuestras emisiones de CO₂, lejos de disminuir, han venido aumentando «acopladas» año tras año.
Pero la cuestión es de hecho más grave y compleja, porque el sprint hacia el desacoplamiento absoluto debería ser extraordinariamente rápido: de acuerdo con el último informe del IPCC, incluso aunque consiguiéramos estabilizar o reducir ligeramente nuestros niveles globales de emisiones, contaríamos con una probabilidad de tan sólo el 33% de no rebasar, al cabo de una sola década, el peligroso umbral de 1,5 °C de calentamiento sobre el nivel preindustrial.
«A nivel mundial, un desacoplamiento absoluto del calado suficiente para evitar el colapso climático requeriría una disminución anual promedio en la intensidad de carbono —esto es, en las emisiones por unidad monetaria de PIB— de alrededor del 14% cada año durante las próximas tres décadas. La tasa de desacoplamiento más alta jamás alcanzada por las economías avanzadas fue algo inferior al 3%, en los años inmediatamente posteriores a la crisis del petróleo de los setenta» (Jackson & Victor, 2019: 950-951). La idea de que es posible avanzar hacia el desacoplamiento con la celeridad suficiente para evitar peligrosos umbrales de calentamiento empieza a sonar, en fin, a ciencia ficción: incluso los análisis ampliamente citados como soporte para la esperanza del desacoplamiento no pueden ofrecer resultados que mejoren este magro 3%, lo cual resulta particularmente preocupante al considerar que los mismos se basan en los periodos más propicios de las economías nacionales mejor situadas en la carrera hacia el desacoplamiento y el crecimiento verde (cf., v. g., Le Quéré et al., 2019).
No debiera extrañar, por tanto, la conclusión de que la reducción de emisiones necesaria para mantener el calentamiento por debajo de los umbrales de seguridad «sólo es empíricamente factible en un escenario de decrecimiento» (Hickel & Kallis, 2019: 13; v. et. Parrique et al., 2019), como tampoco debiera extrañar que las más prestigiosas publicaciones académicas comiencen a dar cabida a la ponderación de las virtudes sociales, económicas y ecológicas de ese escenario por su contraste con las diferentes versiones de la ortodoxia construida en torno a la idea del crecimiento verde (cf., v. g., D’Alessandro et al., 2020; Nature, 2022).
La idea del desacoplamiento no debe confrontarse sólo con nuestro horizonte de caos climático, sino asimismo con el resto de los síntomas de nuestra situación de extralimitación. Quizá nuestro descenso por la pendiente de la curva de Hubbert y nuestro ascenso paralelo por la de los costes exergéticos sean los dos síntomas a los que convenga prestar una atención prioritaria.
La curva de Hubbert es una modelización matemática que describe el ciclo de extracción de recursos minerales. Fue concebida para el análisis de la evolución de la producción de petróleo y se representa como una curva sobre coordenadas cartesianas, con la producción anual en ordenadas y el tiempo en abscisas. La curva tiene forma de campana y puede ajustarse considerablemente bien mediante una función gaussiana o la derivada de una función logística. De acuerdo con esta forma de campana, la extracción asciende rápidamente hasta alcanzar un «pico», tras el cual desciende tan rápido como ascendió.
Tal y como la Agencia Internacional de la Energía reconoció en 2010, el petróleo crudo convencional alcanzó su pico en algún momento entre los años 2005 y 2006 (Turiel, 2020: 30). La tasa de extracción del resto de petróleos, menos rentables en términos energéticos y económicos, viene descendiendo también en los últimos años. Se puede jugar con las cifras y discutir acerca del momento en que debiera fecharse el pico del petróleo, pero lo que no está en discusión es que se trata de un recurso finito cuyo aprovechamiento se asoma ya a un inevitable proceso de declive, y lo mismo puede decirse del resto de los combustibles fósiles. Existen recursos sustituibles: si no te gusta la lombarda puedes comer repollo, pero lo cierto es que no hay a la vista alternativas viables para la sustitución de la base fósil del capitalismo industrial.
Actualmente, las modernas «energías renovables» —la eólica y la fotovoltaica— son las candidatas oficiales para un proceso de «sustitución» de la señalada naturaleza. Sin embargo, los combustibles fósiles siguen suponiendo cuatro quintas partes de nuestro consumo energético: exactamente lo mismo que en el momento en que comenzaran su andadura las modernas «energías renovables», hace cuatro largas décadas. Por otra parte, esas «energías renovables» sirven sólo para producir electricidad, que representa una quinta parte de nuestro consumo energético total. Además, la producción eléctrica debida a esas «energías renovables» apenas logra alzarse por encima del 5% del total, y el incremento mundial de la demanda de electricidad viene rebasando holgadamente al de la instalación de capacidad renovable: para el periodo 2021-2022, se espera que el conjunto de las energías renovables alcance a cubrir alrededor de la mitad del incremento neto de la demanda (IEA, 2021a: 7; v. et. IEA, 2021b).
El entrecomillado de la locución «energías renovables» en contextos en los que de lo que hablamos es de paneles solares y molinos eólicos obedece al hecho de que, como apuntábamos, mientras descendemos por la pendiente de la curva de Hubbert ascendemos por la de los costes exergéticos.
La sustitución de fósiles por «renovables» habría de cimentarse sobre unas tecnologías dependientes de ingentes insumos materiales: la Agencia Internacional de la Energía estima que la transición hacia las «energías renovables» exigiría que, durante las dos próximas décadas, la extracción de tierras raras se multiplicara por 7, la de níquel por 19, la de cobalto por 21 y la de litio por 42 (IEA, 2021c: 9).
Los recursos minerales que condicionan la viabilidad del proyecto de sustitución de fósiles por renovables escasean ya y escasearán cada vez en mayor medida, de forma que su obtención requerirá inversiones de energía que aumentarán mientras se reduce progresivamente la calidad del recurso extraído (Valero et al., 2018; Valero, Valero & Calvo, 2021). A esto se refiere la noción de «coste exergético», asentada a su vez en la de valoración exergética.
Como su nombre sugiere, la valoración exergética es una forma de contabilidad: en concreto, una contabilidad termodinámica de la riqueza mineral basada en la aplicación de la segunda ley de la termodinámica al análisis de la disponibilidad de recursos minerales (Almazán, 2021; Valero & Valero, 2009). Lo que esta ley nos dice acerca de esa disponibilidad es que cuando la concentración de un recurso mineral tiende a cero, la energía requerida para extraerlo tiende a infinito, siendo así que, en la práctica, resulta imposible recuperar los recursos minerales una vez han sido dispersados.
En nuestro contexto de declive fósil y expansión de tecnologías dependientes de gran cantidad de recursos minerales, el mensaje que debemos retener del marco de la valoración exergética es el de que existen límites físicos que constriñen la disponibilidad de los recursos minerales que condicionan el proyecto de mantener inalterado el orden socioeconómico del capitalismo industrial mediante el simple expediente de sustituir fósiles por renovables.
Pasar de la adicción a los combustibles fósiles a una politoxicomanía de la tabla periódica al completo puede sonar a buena idea, pero se trata de una empresa lastrada por al menos dos problemas. En primer lugar, el de la disponibilidad limitada y la presencia finita y geográficamente concentrada de los recursos minerales indispensables para la pretendida «sustitución» de fósiles por «renovables»; en segundo lugar, que su minería requeriría un significativo incremento de consumo de combustibles fósiles.
Ante un escenario en el que al horizonte de declive energético y material bosquejado se suma el de la inestabilidad de una biosfera gravemente dañada (Steffen et al., 2018), nuestro marco cultural no nos llama a la prudencia, sino a perdernos en utopías tecnológicas que se desinflan tan pronto como dejamos de desatender hechos tales como la profunda dependencia fósil de la eólica, la baja tasa de retorno energético de la fotovoltaica, que el hidrógeno no es una fuente de energía —sino un mal vector—, que el uranio es un recurso finito con cuyos residuos no sabemos qué hacer, que la idea de sustituirlo por torio lleva décadas siendo una mera idea, que siempre faltan 40 años para que el ITER logre imitar al Sol con alguna eficiencia o que «nuclear» se traduce antes por «problema» que por «solución» (cf., v. g., Williams, 2010: 136-144; Bardi, 2014: 54 y ss.; 2021; Santiago Muíño, 2015: cap. 7; Casado, 2020; Oreskes, 2022). «Todo se fía a un progreso tecnológico milagroso […]. Creemos que las centrales nucleares de torio o la eternamente esperada fusión nuclear nos esperan a la vuelta de la esquina: todo menos asumir que si no llegan muchos de estos milagros a la vez, y rápido, más nos valdría estar preparados para adaptarnos a los límites» (Bordera & Turiel, 2021).
El mito del desacoplamiento topa, en fin, con la terquedad de los límites. Estamos muy acostumbrados a la consabida expresión en partes por millón del límite climático, pero este límite es sólo uno de los que bloquean el camino hacia el desacoplamiento y el «capitalismo verde»: incluso aunque pudiéramos olvidar por un momento el monstruo climático, la verosimilitud de un futurible sistema energético renovable que pudiera permitirnos continuar la senda del crecimiento exponencial habría de vérselas aún con el hecho de que nuestro planeta no está expandiéndose, con el de que los minerales esenciales para la «transición» no crecen en los árboles y con el de que el reciclaje no es un proceso que pueda esquivar las leyes de la termodinámica. Es comprensible, por tanto, que tan siquiera los análisis más optimistas respecto del proyecto de erigir una economía basada en electricidad de origen renovable contemplen la posibilidad de la prolongación del crecimiento económico tras la eventual transición a fuentes de energía no fósiles (cf. García-Olivares, 2015; 2016; García-Olivares & Ballabrera, 2015; García-Olivares & Beitia, 2019; García-Olivares et al., 2012; v. et. Smil, 2013; 2019).
3. La desintegración de la globalización neoliberal
Resulta palmario que nuestro sistema socioeconómico se encuentra en una encrucijada, «un kairós sistémico: continuar la loca carrera destructiva o liberarse de la lógica de la valorización y el crecimiento infinito» (Bouquin, 2020: 32). Ese «kairós sistémico» es también hoy el de la globalización neoliberal, cuya deriva (cf. Arias, 2022) conformará el contexto en que habremos de contender por vidas dignas para nuestra generación y las sucesivas, para nuestra especie y las que logren atravesar el actual cuello de botella. Quizá un vistazo a ese «kairós sistémico» de la globalización neoliberal pueda servirnos de orientación en esta complicada contienda.
El salto a la época de la historia económica que hoy toca a su fin se produjo en la anterior gran encrucijada, durante la crisis de los setenta. Aquélla fue una caída que se amortiguó mediante el transvase de la «economía real» a la abstracción financiera. Ante la incapacidad del capitalismo regulado por el Estado que emergiera de la Segunda Guerra Mundial para mantener un ritmo de crecimiento respetable en base a la actividad económica efectiva, hubo de crearse un mundo sin fronteras para un capital cuya inexcusable actividad autoexpansiva se desplazó de la «economía real» al comercio de expectativas. Esta huida hacia delante, con su predecible sucesión de burbujas y estallidos especulativos, ha sido la mayor transformación del imperativo de valorización y crecimiento en toda la historia del capitalismo industrial.
Las políticas redistributivas, el gasto social y el control legal de la circulación de capitales lograron durante los cincuenta y los sesenta los mejores resultados económicos de la historia del capitalismo. Las tasas de crecimiento y las condiciones de vida de los trabajadores experimentaron una evolución positiva durante todo el periodo. No obstante, ya a finales de los sesenta empezaron a hacerse manifiestos los síntomas de una crisis de acumulación, con tasas de desempleo e inflación que atravesaron la década de los setenta sin regresar a unos niveles aceptables. La incapacidad del capitalismo regulado por el Estado para hacer frente a su colapso parecía exigir una reformulación del modelo.
El primer paso en esa dirección fue la demolición del sistema de Bretton Woods a comienzos de los setenta, momento a partir del cual comenzaron a fluctuar las tasas de cambio entre divisas, descolgadas ahora de un dólar que abandonaba su base material en el oro. De forma paralela, el paso más importante en la reformulación del modelo tuvo que ver con una decidida apuesta por la transferencia de la toma de decisiones hacia el mundo corporativo mediante una desregulación selectiva de los segmentos críticos de la actividad económica, que trajo consigo una ola de privatizaciones de servicios públicos, un ataque al poder político y económico de la fuerza de trabajo y sucesivos ajustes presupuestarios.
Es curioso que esta reformulación se presentara como un paquete de medidas necesarias por reflotar la economía herida por la crisis de los setenta, porque ni durante la década de los ochenta ni durante las siguientes volverían a alcanzarse ya niveles respetables de rendimiento económico: las tasas de reinversión, productividad y crecimiento no se han recuperado desde entonces, y la demanda sólo logró mantenerse mediante una respiración asistida crediticia que, si bien ayudó a los países occidentales a sobrellevar su desindustrialización, inflaría al tiempo la ominosa burbuja que terminó estallando en 2008. No hubo recuperación económica, pues, pero sí una victoria crucial en otro frente: el del aumento de la desigualdad económica y la erosión de la fuerza política de la clase trabajadora.
La reacción obrera a la crisis de los setenta ofreció tímidos motivos para la esperanza de una alternativa de tintes socialistas a la manifiesta inestabilidad del capitalismo regulado posbélico. La movilización popular experimentó un importante florecimiento y la izquierda política ganó terreno, particularmente en Europa y América Latina. Las élites tenían sobrados motivos para temer por su posición, y no tardaron en reaccionar.
La década de los setenta asistió a un esfuerzo sin precedentes de relaciones públicas y activismo corporativo. Aquélla fue la era dorada de los lobbies, think tanks y comités de acción política. La arena pública se inundó con propaganda en todos los formatos y las tres ramas del gobierno con dinero y abogados. La campaña fue un éxito: la década se cerró con los resortes estatales de los principales centros de la economía capitalista en manos de acólitos del credo neoliberal. No obstante, el Estado no desapareció, como preconizaba el credo. Así, por ejemplo, a pesar de la retórica anti-impuestos de la administración de Margaret Thatcher, los mismos no se redujeron durante sus tres mandatos: muy al contrario, el contribuyente británico hubo de soportar «una carga impositiva considerablemente mayor que la que había soportado bajo el gobierno laborista» (Hobsbawn, 1994: 412). En el otro lado del erario encontramos exactamente lo mismo: la estridente condena del gasto público no sólo no fue acompañada de su efectiva reducción en relación con el PIB, sino que de hecho el mismo aumentó a lo largo de aquellos tres mandatos (Eaton, 2013). Variaron, eso sí, los destinatarios: las élites celebraron el festín subvencionado por el Estado mientras los «recortes salvajes en programas sociales hacían a la nación presa del pánico a causa del inminente colapso social» (Chomsky, 1997b); la pobreza infantil, por poner un ejemplo al azar, alcanzó de la noche a la mañana niveles desconocidos desde la Segunda Guerra Mundial.
La revolución neoliberal consistió así, antes que en un «programa de reformas socioeconómicas», en un conjunto de eslóganes diseñado para evitar abandonar procedimientos formalmente democráticos en el proceso de reforzar el control elitista de las «democracias capitalistas». Toda vez que este proceso ha chocado con la retórica oficial, ha sido ésta y no aquél quien ha cedido, prevaleciendo los intereses de clase (Harvey, 2005) frente a los publicitados principios neoliberales: libertad de mercado, responsabilidad individual, etc.
Si bien incluso publicaciones como el Financial Times o Foreign Affairs vieron en la «crisis del coronavirus» la sentencia de muerte del neoliberalismo (Financial Times, 2020; Fahnbulleh, 2020), lo cierto es que podríamos estar deslizándonos hacia una fase de agudización de la naturaleza autoritaria del control elitista neoliberal (Garí, 2022; Urbán, 2022). Mucho se especuló acerca de una salida keynesiana a la «crisis del coronavirus», pero parece evidente que ésa no es la hoja de ruta del periodo de transición en el que nos adentramos. Tal y como advertía recientemente Boaventura de Sousa Santos, «los signos de los tiempos nos obligan a pensar» en una transición de nuestras «democracias de baja intensidad» a «dictaduras de nuevo tipo», una transición que, de consumarse, bloquearía la vía hacia cualquier respuesta efectiva a la crisis ecosocial en curso (De Sousa Santos, 2022).
La amenaza de la inercia autoritaria del control elitista de las «democracias capitalistas» coincide en el tiempo con la de una más que probable desglobalización y fragmentación económica potencialmente caótica. Dos años después de que Carmen Reinhart, economista jefe del Banco Mundial, detectara «el último clavo en el ataúd de la globalización» (Reinhart, 2020), Robert Koopman, economista jefe de la OMC, anotaba que la fragmentación de la economía mundial «ha llegado para quedarse» (Herranz, 2022). Por su parte, el último WEO del FMI planteaba que, de la mano de la deriva geopolítica en curso, la previsible escisión en bloques económicos del mercado global podría desembocar con facilidad en una «transición impredecible hacia una nueva realidad marcada por la volatilidad financiera, las fluctuaciones en los precios de las materias primas y la dislocación de la producción y el comercio» (IMF, 2022: 19). El Banco Mundial, en sus últimas Perspectivas Económicas Mundiales, acusaba también recibo de los riesgos de una «fragmentación del comercio, la inversión y los sistemas financieros globales», y añadía que no debiera desestimarse la «posibilidad de que la economía global experimente un largo período de estanflación» (World Bank, 2022: 6).
No hay en cualquier caso motivos para descartar que la predecible desintegración del capitalismo globalizado venga acompañada de una profundización del autoritarismo neoliberal, pero tampoco para esperar que cualquier apertura concebible de un nuevo ciclo de acumulación pueda alterar nuestro rumbo hacia la «sopa entrópica» en la era del descenso energético, el caos climático y la Sexta Gran Extinción.
Algunos han creído intuir en esta coyuntura el albor de una «transición autoritariamente controlada hacia una suerte de neofeudalismo corporativo […] potencialmente exterminista», en el que «la mayor parte de la población humana [será expulsada] a un vasto extramuros de pobreza, abandono y decadencia» mientras, intramuros, se configuran en burbujas neofeudales espacios-fortaleza autoritarios (Hernández Martí, 2022).
Poco antes de que Macron anunciara entre líneas la nueva ronda de sacrificios populares aneja al «fin de la abundancia» (cf. Riechmann, 2022), otros hablaban ya de nuestro horizonte de transición en términos de «capitalismo de la escasez». Incluso aunque alguna región se mostrara capaz tomar el relevo del ciclo financiarizado con centro en Estados Unidos y alumbrar un nuevo ciclo de acumulación basado en la producción real, ese nuevo ciclo chocaría igualmente con la terquedad de los límites: «ante el agotamiento de reservas energéticas y materias primas vitales puede surgir un modo de regulación y gobernanza capitalista nuevo, con la guerra por los recursos como elemento de regulación a nivel externo y la imposición de medidas de racionamiento a la población a nivel interno» (Castillo, 2022).
Las asperezas de la gestión capitalista de la escasez seguirán atribuyéndose durante algún tiempo a la guerra en Ucrania; después, posiblemente, la recesión hacia la que hoy se dirige Alemania se emplee como metáfora de los obstáculos que era imposible que pudiera salvar el capitalismo globalizado: un modelo de expansión basado en la importación de energía barata.
Si no se obra el milagro, los primeros compases del capitalismo de la escasez se limitarán a prolongar la trayectoria de estas cuatro décadas de globalización neoliberal: socialismo a gran escala para las élites corporativas y «responsabilidad individual» y «libre competencia» para la clase trabajadora. Esta vez, el habitual divorcio entre la retórica y la práctica efectiva se vestirá además de verde [2]: el masivo patrocinio colectivo del poder privado se nos presentará como la única tabla de salvación disponible, tal y como viene de hecho sucediendo ya en el marco de la «gestión capitalista de la crisis ecológica» (Vindel, 2022).
Al igual que en la encrucijada de los setenta, en la actual vuelve a escenificarse el intento de contener una inflación ocasionada por la oferta como si tuviera algo que ver con una espiral precios-salarios. Desde luego, no existe evidencia ni lógica interna que sugiera que esas herramientas monetarias puedan contener este tipo de inflación, pero pocas dudas pueden caber acerca de sus consecuencias: en el exterior, postración de los países más débiles, sometidos al incremento de los servicios de sus deudas, así como a fugas de capital y depreciación de sus monedas; en el orden doméstico, degradación económica y política de la clase trabajadora—tal y como Alan Greenspan le explicaba en 1997 al Congreso de los Estados Unidos, los elevados niveles de inseguridad entre los trabajadores constituyen un importante factor de la estabilidad social y la salud económica de nuestras «democracias capitalistas» (Chomsky, 2017b: III; 2021: 120).
Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal, advertía recientemente que «si bien el aumento de las tasas de interés reducirá la inflación, también traerá algo de dolor: son los lamentables costos de reducir la inflación» (cf. Smith & Platt, 2022; Jiménez, 2022). En la anterior encrucijada, la fuerza del «movimiento obrero, todavía existente» (Rodríguez, 2022), atenuó en parte el golpe que se cernía sobre los más débiles. La cuidada dedicación de las élites a la lucha de clases durante aquella encrucijada hace que hoy ese movimiento deba reconstruirse prácticamente desde cero, y los «dolores» de la gestión autoritaria de la escasez parecen así destinados a ser sufridos en la soledad de la «responsabilidad individual».
Tanto la versión del neofeudalismo corporativo como la del capitalismo de la escasez nos ponen ante algo así como el reflejo sociopolítico de la «sopa entrópica». Toca concebir otras versiones, imaginar y luchar por «horizontes futuros que puedan impulsar la resistencia a la distopía en curso» (Jan, 2022).
4. El barco de Neurath
«Ni el modelo alimentario actual, ni el de transporte, ni el energético, ni el de consumo se sostendrán en un contexto de contracción material. Sufrir contracción material en el orden económico y político actual, sin transformar las relaciones que se dan en él es situar la política en la balsa de la Medusa, en donde las únicas opciones son matar o morir. Quienes no queremos matar o morir debemos esforzarnos porque el marco de relaciones y el tablero político sea otro» (Herrero, 2022). La cuestión es, justamente, la de qué «otro» y, sobre todo, la de cómo avanzar hacia él.
Desde luego, no faltan las propuestas y las etiquetas: ecosocialismos con diversas adjetivaciones, Green New Deal como puente reformista, cibercomunismo, ecoprimitivismo, ecologismo profundo. Todas estas propuestas, además de horizontes, esbozan con frecuencia programas estratégicos para avanzar hacia ellos. Por mi parte, creo innecesario argumentar que no sabemos lo suficiente acerca del ser humano como para tratar el diseño de una sociedad o el de un programa estratégico del mismo modo que el de una lavadora. Las cosas como fueran, el hecho de que nadie disponga del mapa para salir del capitalismo ni de los planos de una sociedad justa y sostenible no implica que no podamos obtener frutos de la tarea de asentar luchas concretas en una crítica del capitalismo tan minuciosa y centrada en realidades concretas como sea posible.
Las alternativas habrán de construirse, pues, a bordo del barco de Neurath, sobre la marcha; quizá con algunas buenas orientaciones de partida, que desde luego de poco servirán si no van de la mano de la flexibilidad y la sabiduría práctica que permitan acompasarlas con la endiabladamente compleja dinámica de la vida social. Ninguna receta incapaz de aterrizar en el accidentado suelo de las heterogéneas circunstancias y la concreción de las diferentes luchas podrá ser de mucha ayuda; del mismo modo, será inútil tejer el más sutil de los entramados teóricos si el diagnóstico y la crítica que podamos destilar de él se sirve sólo en fiestas de cóctel académicas.
Notas:
[1] La ceguera del automatismo que rige nuestro sistema socioeconómico se extiende a nuestra cultura, que ha permanecido durante cincuenta años de espaldas a la creciente evidencia de la contradicción esencial entre los límites biofísicos de nuestro planeta y el infinito al que no pueden dejar de aspirar nuestras economías. En este marco cultural, «sólo los utopistas chiflados, inadaptados o desquiciados, piensan que el crecimiento sin límites, no importa cuáles sean las consecuencias medioambientales, económicas, sociales y políticas, podría ser malo» (Harvey, 2010: 254).
[2] Incluso ahora que a nadie se le escapa ya que las calificaciones ESG son una broma pesada, la propaganda corporativa sigue tratando de cuadrar el círculo de esas inversiones verdes que, si no han podido enderezar aún nuestra trayectoria de colapso ha sido sólo porque los Gobiernos no acaban de «construir un cuerpo normativo robusto» para la graduación de activos sostenibles y otros hierros de madera (Fernández, 2022).
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