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Fernando Luengo

¿Reducir el consumo de energía? Sí, y mucho más

Tanto la agenda de corto plazo como las políticas de mayor calado estructural, que necesariamente deben estar conectadas, tienen que inspirarse en el criterio de justicia social, en la redistribución de la renta, la riqueza y los recursos disponibles.

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Ahorrar en el consumo de energía. Este es el mensaje lanzado por los responsables comunitarios y recogido por el Gobierno español, que se compromete a una reducción en ese consumo del 7%, concretado en un plan de medidas urgentes cuyo objetivo es prepararse ante un panorama de restricciones en la oferta de gas procedente de Rusia y de escalada en los precios de este combustible. Pero ¿cuál es la naturaleza del problema que tanto el Estado español como el resto de países europeos tienen que enfrentar?

Los principales medios de comunicación y la mayor parte de los políticos y tertulianos nos han familiarizado con expresiones del tipo “la guerra de Putin o la inflación de Putin”, como si su simple mención aportara las claves para entender el actual periodo de turbulencias. Pero la realidad, como siempre, es más compleja que la proporcionada por los grandes y a menudo sesgados titulares.

Porque el gran desafío en materia de consumo energético no reside solo en la necesidad de prepararse ante un escenario —que ya estamos sufriendo, y que sobre todo se manifestará con especial intensidad en el próximo invierno— de posibles interrupciones o bloqueos en los suministros y aumentos en el precio del gas y el petróleo.

Esta es una de las consecuencias asociadas a la invasión de Ucrania por Rusia y al desencadenamiento de una guerra que amenaza con enquistarse o incluso agravarse. Una situación sombría que ha agravado la posición de los dirigentes europeos y de nuestro Gobierno de alinearse con la estrategia marcadamente belicista de la administración estadounidense y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Una deriva que, entre otras cosas, se ha traducido en el compromiso de aumentar de manera sustancial el gasto militar, fortaleciendo de este modo un complejo industrial de marcado perfil oligopólico que se caracteriza precisamente por ser muy intensivo en el consumo de energía; el mismo que, al menos en teoría, se pretende contener.

Tensión e incertidumbre que las corporaciones que operan en el sector están aprovechando para sacar tajada aplicando precios extraordinarios a los productos energéticos y derivados, así como al suministro de electricidad, cosechando de esta manera ganancias extraordinarias. Entre enero y junio de 2022, Iberdrola ha obtenido un beneficio neto de 2.075 millones de euros (superando en un 36% los registrados en 2021); los de Endesa han sido de 916 millones (un 10% por encima); Repsol los duplicó y TotalEnergies superó en el semestre el beneficio de todo el 2021. Resultados extraordinarios que se han embolsado sus ejecutivos y accionistas, que se frotan las manos con la crisis y con la guerra.

Estamos, pues, ante un panorama donde posiblemente habrá que lidiar con situaciones de escasez y de precios elevados de productos energéticos esenciales, para los que, además, no hay sustitutos a corto plazo (en términos económicos, su demanda es inelástica, esto es, tiende a mantenerse en lo fundamental, aunque aumenten los precios). ¿Está, por lo tanto, justificado tomar medidas para contener el consumo de energía? Desde luego que sí. En mi opinión, es puro sentido común (sin entrar en los detalles del decreto preparado por el Gobierno, ni en el rifirrafe institucional al que sistemáticamente se entregan las derechas para erosionar al Gobierno).

Pero hoy más que nunca, y en este asunto muy especialmente, es imprescindible poner las luces largas, no es suficiente con activar las de posición. Las medidas que las instituciones comunitarias y el gobierno adopten deben situarse en un contexto mucho más amplio, que es imposible eludir, del que mucho se habla y poco o nada se hace: el de la insostenibilidad de nuestro patrón de consumo energético, sustentado en la quema de combustibles fósiles, que ya da evidentes muestras, que las da desde hace décadas, de agotamiento, de inviabilidad. No estamos hablando, pues, de la coyuntura, sino de la estructura. Desde esta perspectiva, la reducción en el consumo de energía es una cuestión verdaderamente crucial, un desafío que no admite demora, pues vivimos una situación de emergencia.

En realidad, nuestro estilo de vida ha descansado y descansa todavía hoy en la existencia de una oferta abundante y barata de combustibles, que alimentaba el motor del crecimiento económico, motor que permitía sostener en los denominados países desarrollados cierto consenso social en torno a las ventajas del mismo. Este motor y el coche que propulsaba ya no funcionan y el camino por el que circulaba ha dejado de ser transitable.

Los costes económicos, sociales y medioambientales de perseverar en esta hoja de ruta son ya enormes, insoportables. Algunos de los efectos más visibles de ese agotamiento son el rápido aumento de la temperatura global, muy por encima de los niveles preindustriales y de las todas las previsiones que, supuestamente, eran líneas rojas que no se podían franquear; la aparición, cada vez más frecuente, de episodios climáticos extremos y devastadores; la degradación y destrucción de ecosistemas necesarios para la vida, para la nuestra y la del planeta; la escasez de agua y de otros recursos asimismo imprescindibles para el funcionamiento del engranaje económico y social que están en el origen de la geopolítica del conflicto; el deshielo de los polos y el continuo aumento de los niveles del mar… La lista es interminable y la conclusión obvia: urge adoptar medidas excepcionales que dibujen una nueva hoja de ruta, que ya no puede descansar en “más de todo”, en la lógica productivista; ni por cierto tampoco en el optimismo de que la tecnología aportará soluciones a todos estos problemas.

Por lo tanto, en efecto, es preciso lanzar el debate y tomar medidas encaminadas a moderar el consumo de energía, pero no sólo porque tengamos que protegernos por una coyuntura adversa (la propiciada por la guerra y todo lo que de ella se deriva), sino también porque estamos ante una encrucijada histórica, una crisis civilizatoria que exige un punto y aparte.

Esta situación pide mucho más que actuaciones provisionales impregnadas de coyuntura, que, ojo, también hay que adoptar. Exige de instituciones y gobiernos —especialmente de los que se reclaman progresistas— con coraje para trasladar a la ciudadanía un mensaje: la contención del consumo a la que estamos obligados constituye una pieza esencial de una política de transformación mucho más profunda de nuestra manera de producir y consumir, de nuestras pautas de movilidad y ocupación del espacio. ¿Dónde está ese debate público, dónde los objetivos, los recursos, los plazos y los actores que deben conformar la hoja de ruta?

Una cuestión muy importante en este asunto: tanto la agenda de corto plazo como las políticas de mayor calado estructural, que necesariamente deben estar conectadas, tienen que inspirarse en el criterio de justicia social, en la redistribución de la renta, la riqueza y los recursos disponibles. Porque resulta evidente que no todos tienen la misma responsabilidad en materia de consumo y despilfarro energético (lo mismo cabe decir en lo relativo a las emisiones de dióxido de carbono). Por esa razón, hay que llevar a cabo políticas ambiciosas y valientes que apunten, muy especialmente, a los principales consumidores de energía, tanto públicos como privadas: grandes empresas industriales, comerciales y agrarias, transporte por carretera y aeronáutico, industria militar…

Es en este contexto donde hay que aplicar y donde se justifican medidas como los gravámenes especiales a los grandes bancos y empresas energéticas. Pero en esta visión de gran calado que debería impregnar la respuesta del gobierno, se necesita mucho más que eso, mucho más que la aplicación de medidas excepcionales y provisionales, como las que pretende poner en marcha el gobierno de Pedro Sánchez. Para hacer realidad el principio de que paguen más quienes más tienen, para dotar de recursos a las administraciones públicas, que tienen que desempeñar un papel nuclear en todo este proceso transformador, para reducir la losa de la deuda y la servidumbre financiera asociada a la misma, para todo ello hay que abrir con determinación la agenda de la fiscalidad progresiva, postergada una y otra vez con diferentes pretextos.

[Fuente: El Salto]

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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