La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Josefina L. Martínez
La guerra, la inflación y la hidra de la revolución
¿Ha comenzado un verano del descontento? Así lo anunciaban hace unas semanas los medios de prensa británicos. El profundo malestar con el gobierno de Boris Johnson —ese campeón del confinamiento duro que organizaba juergas en Downing Street y encubría a abusadores sexuales— se combinó con una inflación que alcanza las cifras más altas en cuatro décadas. El resultado resultó ser explosivo, provocó la descomposición del gobierno de Johnson y ya ha dado lugar a una gran huelga de los ferroviarios ingleses y del metro de Londres, la más importante en el transporte desde los días de Margaret Thatcher.
La metáfora alude al “invierno del descontento” de 1978-1979, cuando una ola de huelgas radicales sacudió las tierras de Shakespeare. Quien, dicho sea de paso, perfiló aquella frase en el primer acto de Ricardo III. Con una inflación al alza que alcanzó en mayo el 8,8% en Europa, podemos dejarnos llevar por sus palabras: ya regresan las nubes negras que se encapotan sobre nuestras casas, mientras la guerra cabalga sus corceles armados.
Las tendencias inflacionarias arrancaron en 2021, tras dos años de pandemia, con bloqueos en las cadenas de suministros y la crisis energética en el ojo del huracán. Pero todo se agravó desde febrero, después de la invasión de Putin a Ucrania y con las sanciones occidentales como gran acelerador. El resultado ya está siendo catastrófico para gran parte de la población mundial. Y como bien apuntaba Rafael Poch en un artículo reciente, las sanciones “son mucho más dañinas que el bloqueo ruso de puertos ucranianos para el anunciado incremento del hambre en el mundo”. La revista financiera The Economist señalaba hace unos días que “la inflación está aplastando los niveles de vida, avivando la furia y fomentando la agitación”. El pronóstico es turbulento y el fantasma de las revueltas recorre varios continentes. Sri Lanka anticipa lo que pueden atravesar otros países en el norte de África o América Latina, donde las condiciones estructurales ya eran más que precarias y con altos niveles de pobreza.
Pero el conflicto social no solo se extiende por la periferia capitalista. El temor a una ola de luchas obreras acecha también a los Estados más poderosos. En Alemania, la poderosa IG Metall ha conseguido un aumento salarial del 6% después de una huelga. Y el pasado 23 de junio, más de 12.000 trabajadores paralizaron los cinco puertos más grandes del país, en la primera huelga conjunta en más de 40 años. Exigen un 14% de aumento salarial para no perder poder adquisitivo. En Francia, durante 2021 se desarrolló lo que la periodista Khedidja Zerouali llamó las “huelgas de los bajos salarios”, protagonizadas por sectores muy precarios. Trabajadoras y trabajadores que durante la pandemia se reconocieron como esenciales, pero que no recibieron ninguna mejora en la situación laboral después de haber garantizado los alimentos, la sanidad o el transporte. El nuevo año se abrió con importantes huelgas en aeropuertos, hospitales, educación y ferrocarriles. Todo indica que Macron se enfrentará muy pronto a un nuevo embate de la protesta social, algo que ha sido una constante del otro lado de los Pirineos.
Después de los ferroviarios, en Gran Bretaña han votado salir a la huelga trabajadores del correo, los de empresas de buses y aeropuertos. Los vuelos estarán congestionados este verano, porque se suman las huelgas de Ryanair, EasyJet y otras aerolíneas. Así lo han anunciado varios sindicatos españoles. Aquí también vienen luchando por aumentos salariales los trabajadores del metal, desde Cádiz a Cantabria y Bizkaia, aunque con resultados muy desiguales por región. “Bloquead los precios, no los salarios” fue el lema central de la movilización de miles de trabajadores en Bélgica el pasado 20 de junio, durante una jornada de huelga general. Una reivindicación que podría unificar a trabajadoras y trabajadores de todas las regiones y todos los países. En Italia, un mes antes, los sindicatos de base convocaron huelgas y movilizaciones contra la guerra de Ucrania y contra el envío de armamento por parte de su gobierno: “Bajad las armas, subid los salarios”.
“Tras cada huelga se oculta la hidra de la revolución”. La frase bien la podría haber dicho Abascal o quizás el ministro Marlaska antes de enviar una tanqueta contra los huelguistas de Cádiz. En realidad, la pronunció un ministro prusiano, Von Puttkammer, que tampoco encajaba muy bien aquello de las protestas obreras. Después se la reapropió Lenin para hablar con entusiasmo del gran movimiento huelguístico de 1905 en Rusia. Señalaba que las huelgas pueden ser contagiosas y que cada huelga representa una pequeña crisis de la sociedad capitalista. Cuando los trabajadores paralizan la producción o la circulación, ponen en cuestión la sagrada propiedad y entrenan su propio poder como clase. En momentos de crisis, esa resistencia se puede extender, transformando luchas parciales en una impugnación más general hacia un sistema que pretende descargar los costos de la guerra sobre la clase obrera, los migrantes y los pueblos más pobres. Por eso las huelgas generan tanto temor en los de arriba. Se esfuerzan en liquidarlas lo antes posible y buscan a toda costa evitar que se extiendan y coordinen.
[Fuente: Ctxt]
10 /
7 /
2022