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Albert Recio Andreu

Inflación desbordada

Cuaderno pandémico: 11

I

Hay cuestiones que consiguen acaparar todo el debate económico. La inflación es una de ellas. Sobre todo cuando se encuentra en un nivel que nos retrotrae a una situación de tres o cuatro décadas atrás. La inflación actual no es un producto de la guerra de Ucrania, empezó antes. Mi primer comentario al tema lo realicé en la primera entrega de este cuaderno, en septiembre pasado. En ese momento, la inflación se consideraba como un problema pasajero, fruto del rebote de la actividad económica tras el parón de los confinamientos. En aquel momento especulé con la posibilidad que la situación acabara en un proceso de estanflación parecido al de la década de 1970. Era sólo una reflexión basada en el paralelismo que existía entre ambas situaciones, ante la evidencia de que, en ambos casos, estaba de por medio el aumento de los precios de los combustibles fósiles. Hoy el debate sobre la estanflación vuelve a pulular en los medios económicos mostrando, una vez más, que la capacidad de anticipar problemas de las grandes instituciones económicas suele ser bastante reducido. Descubren los problemas cuando estos ya se han producido. Sobre todo porque los modelos analíticos que utilizan están diseñados de forma que prolongan las tendencias del pasado hacia el futuro y son insensibles en captar los elementos que pueden generar cambios bruscos. Ya se sabe que uno percibe lo que mira. Y la economía convencional utiliza unos visores que tienden a excluir muchos elementos básicos de la realidad.

II

La inflación no golpea a todo el mundo por igual. Que el IPC aumente un 8% o un 10% no significa que todos los precios aumenten a este ritmo. Es sólo un índice que trata de condensar la variación de miles de precios. Y que es sensible tanto al peso que se da a cada producto en la confección del índice como a la toma misma de precios. Como los precios varían a diferentes ritmos y el consumo de cada persona es diferente (casi siempre asociado al nivel de renta) las variaciones de los precios afectan de forma desigual. Por ejemplo, que se encarezcan los hoteles afecta poco a los pobres que no suelen visitar este tipo de establecimientos. Que lo hagan los alimentos básicos, en cambio, tiene un efecto demoledor para las economías domésticas más débiles. De la misma forma, quien consigue que sus precios suban más que la media puede ver mejorada su situación, y viceversa para quien sus ingresos están estancados.

La confianza de muchos economistas de que el actual proceso inflacionario se moderará se basa en la diferente situación social respecto a los años setenta. En aquellos tiempos, las organizaciones sindicales eran muy fuertes, tenían una enorme capacidad de movilización y conseguían generar huelgas en demandas de aumentos salariales para compensar las alzas de precios. En diversos países, los convenios colectivos contenían cláusulas de revisión salarial que neutralizaban la inflación. Las subidas de salarios alimentaban a su vez nuevas subidas de precios lo que acaba generando un proceso sostenido de inflación.

Hoy la situación es muy diferente: los sindicatos son mucho más débiles, la población asalariada está mucho más atomizada y las cláusulas de revisión son poco comunes. Es decir, que van a ser los asalariados quienes van a pagar mayoritariamente el pato de la inflación al no poder actualizar salarios y tener que encajar una caída de sus ingresos reales. Una perspectiva que tiene bastante verosimilitud: la negativa de la patronal a negociar un pacto de rentas es un indicativo de que son conscientes de que difícilmente se producirá un conflicto salarial sostenido y generalizado. Los sindicatos son demasiado débiles y poco implantados en muchos sectores para promoverlo. Aunque una inflación prolongada puede ofrecer un espacio de reactivación de la lucha sindical.

Lo que es cierto que una subida prolongada de precios del nivel actual genera un espacio de conflicto que puede resultar insoportable y tener muchas derivaciones. Una es el ya apuntado repunte de la acción sindical. Otro, más probable a corto plazo, son las movilizaciones de sectores (como el transporte) directamente afectados por el alza de carburantes. Se trata de sectores con capacidad de generar conflictos importantes en un mundo donde la logística ha visto aumentada su importancia a causa de la configuración espacial impuesta por las políticas globalizadoras. Sabemos, por experiencias anteriores, lo que suponen estos movimientos, su escaso calado social y su fácil apropiación por la derecha. Una situación de inflación sin control y con recurrentes conflictos de transporte puede acabar generando un clima de desánimo social devastador.

III

Ante la inflación, el Gobierno se enfrenta a un tipo de problemas que en el marco actual sale completamente de su capacidad de actuación. Aunque a veces se realizan pomposas declaraciones, realmente lo único que puede conseguir es paliar alguno de los efectos más nocivos de la situación. Y también en esto está limitado por una razón política fundamental: mientras lo más racional debería ser focalizar las medidas en apoyar a las personas y sectores más afectados por el problema, sus propuestas están condicionadas por la necesidad de convencer a un electorado amplio de que se está ayudando a todo el mundo.

Es fácil constatar esta cuestión analizando las principales medidas adoptadas. En este sentido, se han introducido medidas para garantizar rentas a los sectores más empobrecidos y para quienes la inflación actual es devastadora: aumento del 15% de la cuantía del Ingreso Mínimo Vital (IMV) y de las pensiones no contributivas, o paga de 200 euros a las personas con ingresos inferiores a los 14000 euros anuales. Hasta la rebaja de los abonos del transporte público pueden incluirse en esta orientación, en la medida de que hay evidencia empírica que el uso del transporte público es mayor en los sectores de rentas bajas. En cambio, otras medidas como la reducción del IVA y la subvención de 20 céntimos a los carburantes no sólo son más dudosas en términos de eficiencia energética, sino que son posiblemente regresivas (pero llegan a mucha gente de rentas medias y altas que son los que al final votan).

Sostener rentas básicas debe ser el primer objetivo de una política frente a la inflación. La cuestión es si lo aprobado es suficiente y adecuado. Un primer problema tiene que ver con el propio acceso a estas medidas. La implantación del IMV ya puso de manifiesto las carencias burocráticas que impiden que una parte de la población acceda a un ingreso al que tiene derecho. Y esto puede también ocurrir con la nueva paga que exige un trámite digital. La otra cuestión es la del límite de los 14000 de ingresos familiares para acceder al nuevo ingreso, un nivel equivalente al 45,8% de la renta familiar media, lo que indica que seguramente hay una bolsa social muy grande de gente que excede un poco de este tope que está pasando graves dificultades y que no accederá a estas ayudas. En un estudio reciente de Clara Martínez-Toledano, Alice Sedano y Miguel Artola [1] se muestra que en los últimos años han sido las rentas del 50% más pobre de la población las que han experimentado un retroceso de 3 puntos del PIB que ha ido a parar por entero al 1% más rico (que ha visto incrementada su participación en un 3,5). Seguramente, el resultado puede variar en función de los años de referencia que se tomen, pero lo crucial es observar este proceso de polarización de la renta que supone, además, que mucha gente lo pasa muy mal. Una política seria debería cubrir a este 50% empobrecido, algo a lo que sin duda no alcanza la propuesta actual.

Lo de bajar impuestos a los carburantes o subvencionarlos es cuestionable. En primer lugar porque, como se ha visto, gran parte de la rebaja la acaban absorbiendo los aumentos de precios que practica el sector. En segundo lugar, porque el uso del vehículo privado está asociado al nivel de renta y, por tanto, es mayormente una subvención a las capas medias. Tiene sentido que se focalicen medidas en el sector del transporte, tan desregulado y dominado por autónomos con escaso poder contractual frente a las grandes empresas de transporte que controlan la operativa. Puede incluso considerarse un coste para evitar revueltas incontrolables. Pero es mucho más dudoso seguir dando ayudas a un modelo de transporte privado necesitado de un profundo cambio.

El coste de las medidas es oneroso y añade endeudamiento a unas cuentas públicas que no se han recuperado de las viejas políticas de austeridad y del mal endémico de un sistema fiscal insuficiente. Visto el endeudamiento actual y el cambio en la política monetaria (que encarecerá la deuda) parece obvio que en un plazo más corto que largo volveremos a estar presionados para realizar un nuevo ajuste fiscal. Y la experiencia en este caso es clara: la única forma de evitar que se repita un desastre como el del 2010 es aumentando impuestos en lugar de recortar gastos. De hecho, esta ya era una necesidad anterior. Pero aumentar impuestos es impopular en un país con una bajísima cultura fiscal y una población que día sí otro también está bombardeada con el mantra de los bajos impuestos (basta meterse en las redes sociales para comprobar que cada día te llegan mensajes capciosos en este sentido). Bajar impuestos es dar una mala señal en un momento donde precisamente se requiere buena pedagogía fiscal.

IV

Las respuestas actuales carecen de un enfoque adecuado para afrontar en serio las cuestiones que están en el origen del problema. El alza de precios puede estar provocado por un incremento de costes, por bloqueos en los procesos productivos, por actuaciones de especulación o por prácticas monopolistas. Las respuestas a aplicar deberían ser diferentes en cada uno de los casos, pero para enfocar bien la cuestión primero hace falta conocer al detalle cuáles son las cuestiones en cada caso. Hace mucho tiempo que la economía industrial que se encargaba de analizar estas cuestiones ha perdido peso y se ha dejado a “los mercados” que actúen libremente. Los mercados como tales no son nada, detrás de ellos están individuos o empresas que los manejan y los articulan, y son esas actuaciones las que hay que controlar. Los actuales organismos reguladores, tipo la CNMC, son insuficientes para este cometido. En todo caso, intervienen ante coaliciones muy obvias, pero no realizan una política sostenida de análisis y monitoreo (lo pudimos constatar en su informe sobre el impacto de los pisos turísticos sobre el coste de la vivienda) y, además, sus componentes tienen, a menudo, fuertes conexiones con las empresas que en teoría deben controlar. Sirva como ejemplo que la actual presidenta de la CNMC es una antiguo alto cargo del bufete Cuatrecasas, el segundo mayor de España, defensor de cientos de intereses empresariales.

Hay miedo, y limitaciones legales, a intervenir en los mercados, como se ha puesto de manifiesto en el caso de la regulación de los alquileres. Hay una rendición cultural de técnicos y políticos, salvo excepciones, a los intereses de las grandes corporaciones, y esto se traduce en una impotencia de las políticas para atajar cuestiones específicas de sectores concretos. Ciertamente, en el pasado se han producido muchas intervenciones insensatas que han desprestigiado las políticas industriales. Pero la situación actual reclama su retorno aprendiendo del pasado. Y por ello considero clave que estas intervenciones vengan precedidas de análisis detallados acerca de cómo funciona realmente cada sector.

Hay, en el contexto actual, otra cuestión crucial: la de determinar en qué medida el alza de los costes energéticos es un producto de la caída de la extracción de crudo y gas y de un aumento del coste de extracción relacionado con el hecho que se está interviniendo en yacimientos menos eficientes o más difíciles de operar. Si esto es así, el alza de los costes energéticos va a seguir en el futuro, o cuando menos no vamos a experimentar caídas de precios como las ocurridas en décadas pasadas. Unos precios en aumento que garantizan fuertes rentas a los propietarios del recurso (basta entender el viejo modelo de David Ricardo sobre la puesta en servicio de tierras marginales para entenderlo). Se trataría de una manifestación en el plano convencional de los efectos de la presión sobre los recursos que hace tiempo venimos denunciando. Por eso, esta inflación debería poner en primer plano la necesidad de iniciar una remodelación profunda de nuestro modelo económico. Una transformación que no es fácil de llevar a cabo y que puede generar costes sociales insoportables. Defender sin más el decrecimiento sin preocuparse de discutir los procesos de reconversión social, productiva, del consumo que se requiere para poder alcanzar una sociedad ecológica y socialmente viable, me parece tan irresponsable como seguir manteniendo el mantra del crecimiento económico. Por eso, la única forma de abordar en serio la actual crisis es plantear propuestas y alternativas frente a la crisis energética y alimentaria que alimenta la actual inflación. Si no somos capaces de introducir este debate estamos condenados a acabar sumergidos en un nuevo ajuste neoliberal.

Notas

[1] Desigualdades de la renta y la redistribución en España: nueva evidencia a partir de la metodología del World Inequality Laboratory. Un resumen detallado se publicó en Infolibre el pasado 22 de junio.

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2022

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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