La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Arturo Borra
Frontex y la necropolítica en acción: la jerarquía de los muertos
Lo que Frontex encarna no es nada diferente al rechazo colonial a ciertos flujos de migrantes. Considerados como sobrante humano, esto es, como un excedente más o menos desechable, la UE puede permitirse gestionar esos flujos de forma represiva sin ningún tipo de sanción política, económica o jurídica de importancia.
I
La renuncia en abril de 2022 del director ejecutivo de la agencia europea FRONTEX, Fabrice Leggeri, producto de la investigación en curso de la oficina antifraude de la UE (OLAF), es una nueva oportunidad para reflexionar sobre la actual gestión de las fronteras europeas. Las razones que empujaron a Leggeri a renunciar a su puesto —ejercido desde 2015— no han sido otras que la sucesión de escándalos vinculados a numerosas “devoluciones en caliente” de personas migrantes y desplazadas y la opacidad que ha caracterizado su mandato. Bajo su responsabilidad, que incluye la pésima gestión de la llamada “crisis de refugiados” de Siria y la devolución ilegal de personas en Grecia, Frontex ha dado un nuevo paso en la vulneración de derechos humanos fundamentales.
A pesar de esta renuncia forzada, es la propia Unión Europea la responsable de haber favorecido una política selectiva que, de facto, construye categorías jerárquicas de personas migrantes y desplazadas según complejas coordenadas de clase, género, raza/etnia y nacionalidad. De hecho, en el primer semestre 2021, todavía en plena pandemia, Frontex batió el récord de devoluciones. Ni siquiera las circunstancias excepcionales de entonces mitigaron una política férrea en la que las personas desplazadas del Sur global constituyen el blanco preferente para una política de deportación denunciada por no garantizar el ejercicio efectivo del derecho de asilo ni, mucho menos, un trato digno a las personas deportadas.
Aunque el gobierno griego lo negara, el propio Consejo de Frontex lo admite de forma más o menos explícita al abrir una comisión de investigación y forzar la salida del director ejecutivo. Conviene recordar que bajo el mandato de Leggeri se multiplicó por cuatro el presupuesto de la agencia hasta superar los 500 millones de euros anuales, así como se dio un fuerte impulso a la creación de un cuerpo policial europeo que prevé contar con 10.000 efectivos desplegados en las fronteras exteriores. A pesar de la dotación millonaria y los crecientes recursos desplegados, el abandono de personas en alta mar, con un final más o menos previsible, no se ha interrumpido en absoluto. La información que ha trascendido sobre el informe de la OLAF (la oficina europea antifraude) acredita que Leggeri y los altos cargos de Frontex no solo sabían de las devoluciones en caliente sino también del abandono de personas por parte de la agencia, como es el caso cuando se dejan a la deriva balsas sin motor con una más que probable muerte para sus tripulantes. Nada sorprendente al fin y al cabo, teniendo en cuenta el historial de denuncias —especialmente por parte de ONG y movimientos sociales de derechos humanos— contra las políticas de control migratorio y los organismos responsables de ejecutarlas.
En síntesis, semejantes prácticas contrarias al derecho constituyen una regularidad. No son casos aislados. Las numerosas muertes que se producen cada año en el Mediterráneo han convertido las noticias sobre las migraciones en una continua nota necrológica. Bajo el mandato de Frontex la repetición de la catástrofe no ha cesado en absoluto, normalizando la muerte evitable de miles de seres humanos. No son precisas las estadísticas para dimensionar la magnitud de este drama que, en el mejor de los casos, genera una solidaridad más bien efímera y algún escándalo moral más o menos aislado, sobre todo por parte de movimientos antirracistas y grupos de activistas que, en la actual correlación de fuerzas, tampoco han logrado detener de forma significativa un desastre más que previsible.
A pesar de la sangría continua, la “necropolítica” sigue su curso indiferente, en el sentido de Achille Mbembe, esto es, como una política de muerte y de poder de la muerte que refleja diversos medios contemporáneos a través de los cuales se tiene como objetivo “[…] la destrucción máxima de la persona y de la creación de mundos de muerte, formas únicas y nuevas de existencia social en las que numerosas poblaciones se ven sometidas a condiciones de existencia que les confieren el estatus de muertos-vivientes”.
La propia UE tiene su coartada tercerizando su responsabilidad en países como Turquía, Bielorrusia o Polonia. En este tercer caso, en un giro repentino, el señalamiento es menos taxativo, como suele ocurrir cuando los gobiernos buscan aliados estratégicos para la recepción temporal de una parte de los seis millones de personas desplazadas de Ucrania a causa de la invasión rusa. En cualquier caso, alegar ignorancia con respecto a la política de muerte sostenida por Frontex es un ejercicio de cinismo. No hay razones para suponer que el relevamiento de su director ejecutivo vaya a cambiar de forma más o menos radical su funcionamiento.
Puesto que la UE —y la mayoría de sus estados-miembro— presenta los desplazamientos que se producen desde el Sur como un “problema securitario” (que atañe a la “integridad territorial” de Europa), probablemente seguirán actuando de forma similar. ¿No habilita ya ese discurso la excepcionalidad como tratamiento del Otro ante la posible vulneración de las “fronteras exteriores”? Sea cual sea la respuesta, la principal consecuencia que cabe esperar del actual control fronterizo son más muertes o desapariciones que una política europea de salvataje efectiva podría reducir de forma drástica. Alegar imposibilidad al respecto no es muestra de impotencia sino de falta de voluntad política, tal como queda expuesto con el tratamiento preferencial que la UE ha realizado con respecto a las personas desplazadas de Ucrania, concediéndoles protección temporal de forma inmediata.
Incluso si se quisiera “reformar” Frontex, es claro que esta institución no está en condiciones de velar por los derechos fundamentales. Los han traspasado innumerables veces y, en sus responsabilidades declaradas, ninguna remite de forma prioritaria a salvar vidas. La presunta “negligencia” que ha mostrado históricamente la agencia ante la posible comisión de delitos por parte de sus agentes, incluyendo la dejación del deber de socorro en alta mar, más bien, debe ser reinterpretada como una tácita aceptación directiva de estas prácticas abusivas. Incluso si cabe celebrar la renuncia de Leggeri como máximo responsable de la vulneración de derechos humanos del organismo, es la propia estructura de Frontex la que debe ser puesta en entredicho.
Digámoslo directamente: lo que Frontex encarna no es nada diferente al rechazo colonial a ciertos flujos de migrantes procedentes especialmente de países categorizados como “periféricos”. Considerados como sobrante humano, esto es, como un excedente más o menos desechable, la UE puede permitirse gestionar esos flujos de forma represiva sin ningún tipo de sanción política, económica o jurídica de importancia. En el mejor de los casos, reprimendas más o menos benevolentes ante lo que se presenta como una “tragedia humana” en la que no habría responsabilidades humanas claramente delimitables. Por esa vía, ¿no se institucionaliza el estado de excepción permanente para estas “poblaciones” sustrayéndolas de cualquier tratamiento como sujeto de derecho?
II
La jerarquía entre muertos es la continuación de la desigualdad de los vivos. No todas las muertes cuentan de la misma forma. Algunas incluso no cuentan. Permanecen en la nebulosa de las desapariciones indocumentadas. Incluso si las tentativas para documentar las muertes en el Mediterráneo son irrenunciables, en tanto aproximación necesaria para procurar dimensionar la magnitud del desastre, sabemos por diferentes medios que las estimaciones son de carácter mínimo. Recurriendo a la información aportada por el Proyecto de Migrantes Desaparecidos (Missing Migrants Project) no hay dudas: las 24.023 muertes corroboradas desde 2014 no constituyen más que la punta del iceberg. En esta contabilidad de pérdidas humanas, el proyecto indica de forma explícita que solo incluye las muertes en tránsito. Eso significa que las muertes que se producen en centros de detención de inmigrantes, en el proceso de deportación, tras el retorno forzoso o tras arribar a un nuevo país o a un campo de refugiados están excluidas del recuento.
Llegados a este punto, ¿cómo explicar entonces el tratamiento desigual por parte de los estados de situaciones de riesgo colectivo similares? Señalando la persistencia de una jerarquía compleja entre sujetos según coordenadas específicas de clase, género, nacionalidad y etnia/raza. Sin esa jerarquía es difícil evaluar las actuaciones gubernamentales desiguales que se despliegan para evitar las muertes según de quiénes se trate. Un paralelismo semejante podría trazarse con respecto a las respuestas sociales más o menos espontáneas que se producen frente a las diferentes catástrofes que asolan el presente. Mientras se despliegan dispositivos extraordinarios en unos casos, en otros una situación de riesgo generalizada más o menos similar es sencillamente desconocida, desestimada o minimizada.
Las muertes en el Mediterráneo son consecuencia de esta manifiesta desigualdad. Sin novedades a la vista, las víctimas se multiplican desde hace al menos tres décadas, incluso si el rastro de su desaparición tiende a difuminarse. De forma intermitente, aparecen en la superficie informativa para terminar de hundirse definitivamente. No hay razones justificadas para suponer que esta situación drástica vaya a cambiar con una nueva dirección de Frontex. Incluso una agencia europea con mayores controles seguirá teniendo como objetivo la “protección de las fronteras exteriores” ante cualquier posible “vulneración” de la integridad territorial.
Las funciones asignadas escapan de cualquier deber de salvataje. El “despliegue sobre el terreno”, el “análisis de riesgos”, el “seguimiento de la situación”, la “evaluación de la vulnerabilidad”, la “cooperación europea en las funciones de vigilancia costera”, el “intercambio de información sobre actividades delictivas”, las “operaciones de retorno”, las “relaciones exteriores”, la “reacción rápida”, la “investigación e innovación” y la “formación”, están destinados primariamente al control fronterizo, no al rescate de personas.
Así concebidas sus funciones, Frontex se limita a ejecutar una política de control de fronteras que produce de forma reiterada, como su contracara necesaria, un saldo de muertos tan cierto en su existencia como desconocido en cuanto a su verdadera magnitud. Puesto que la responsabilidad primordial de rescatar personas en riesgo en alta mar reside en los propios estados miembro (y solo de forma secundaria en Frontex como coordinadora), las denuncias a la agencia europea son tan legítimas como insuficientes.
III
Habrá que seguir insistiendo. Si la creación de un dispositivo europeo de salvamento podría reducir drásticamente la multitud de muertes en el Mediterráneo, la adopción de otras medidas complementarias de protección que garanticen el cumplimiento de los derechos humanos de las personas migrantes y desplazadas y, en general, la creación de un marco normativo abierto a la realidad de las diásporas contemporáneas, sin dudas, contribuirían a poner freno a una sangría tan previsible como inaceptable.
Puesto que los estados miembros saben perfectamente lo que ocurre en sus fronteras y tienen posibilidades reales de detener este holocausto silencioso, ¿por qué no actúan en consecuencia? ¿Qué impide cambiar de forma radical una política que sigue permitiendo estas muertes evitables, cuando no empujando directamente al desastre a una multitud de seres humanos (tal como ilustran las actuaciones de Frontex)? ¿En qué sentido puede pensarse la Unión Europea libre de colonialismo cuando se construyen franjas poblacionales excluidas del derecho, exceptuadas de una política de derechos humanos que pretende hacer valer para sí? Finalmente, ¿cómo podríamos tomar en serio sus “compromisos” políticos si solo los hacen valer cuando la parte afectada es ella misma?
Rehusamos una interpretación meramente económica de la regulación de los flujos migratorios, semejante interpretación es la que parece primar en la UE, incluyendo el rentable control securitario que establece en sus “fronteras exteriores” y el recelo colonial que ejerce con las personas desplazadas en la frontera sur. La impasibilidad gubernamental ante una catástrofe repetida bien podría ser parte activa de las medidas disuasorias para “mantener a raya” el número de ingresos irregulares, compensados por lo demás con una política de deportaciones sistemáticas.
Puede que haya llegado el momento de reinterpretar el supuesto “fracaso” europeo para detener esas muertes como el resultado más eficaz de un dispositivo necropolítico asociado en primer término (aunque no exclusivamente) a las actuales políticas de control migratorio. También habrá que seguir pensando si dichas políticas tienen algún otro objetivo que no sea ejercer suficiente presión fronteriza como para producir sujetos mermados en derechos, esto es, personas destinadas a ser empleadas como mano laboral intensiva, en condiciones de sobreexplotación, dentro de los circuitos de una economía sumergida que no cesa de producir dinámicas de mayor desigualdad. La indiferencia ante el naufragio de los demás anticipa la repetición de la catástrofe.
[Fuente: El Salto]
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2022