La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Asier Arias
Tirar del freno de emergencia: notas preliminares sobre el colapso
Este texto prolonga en monólogo la conversación iniciada con Adrián Almazán, Carmen Madorrán, Emilio Santiago y Jaime Vindel durante el III Congreso de la Red Española de Historia Ambiental. A ellos gracias. Agradezco también las valiosas apreciaciones de Ignacio Casado sobre un borrador previo.
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La noción de colapso, tal y como es empleada en los debates abiertos en el ecologismo político, plantea al menos dos preguntas en apariencia inequívocas. Por una parte, la relativa al propio significado del término; por la otra, ésa a la que el historiador estadounidense Andrew Bacevich se refería recientemente como «la pregunta de nuestro tiempo», a saber: «¿es ya demasiado tarde?» (Bacevich, 2022).
A primera vista, da la impresión de que todos conocemos el significado de la voz «colapso» mientras que nadie puede pretender saber si es o no demasiado tarde ya para evitarlo. No parece una intuición desencaminada, pero pedirle que zanje sin más la cuestión sería pedirle demasiado.
Antes de rascar la superficie de esa intuición –de aquellas preguntas– creo conveniente destacar con honestidad las dos cosas más importantes que, a mi entender, deben decirse sobre el colapso. La primera es que «colapso» es una mera palabra: contundente como ella sola, flexible como todas ellas. Su uso en el contexto indicado, antes que para designar nada particularmente definido, podría estar sirviendo para espolear la habitual inercia hacia divisiones estériles. Se trata de una perspectiva entristecedora, particularmente porque esas divisiones podrían contribuir con facilidad a entorpecer la inaplazable tarea de insertar en la arena pública el diagnóstico compartido: que debemos frenar cuanto antes, que necesitamos decrecer con urgencia, porque nuestra extralimitación material está arrojando ya por el desagüe personas, pueblos, culturas, especies y ecosistemas, porque no tenemos ningún motivo para hacer malabares en la cuerda floja de los lazos de realimentación y la degradación en cascada, y porque dentro del entramado institucional vigente la cosa sólo puede ir a peor.
La segunda es que, si entendemos el colapso como un evento o una serie discreta de eventos fechables, entonces sería realmente sorprendente que alguien dispusiera hoy de información relevante sobre la inexorabilidad del colapso. En este sentido, lo mejor que puede decirse acerca de la inevitabilidad del colapso es que nadie tiene una bola de cristal, pero lo segundo mejor es que, cuando hablamos del capitalismo global, sobran las bolas de cristal. A su vez, lo mejor que cabe decir de esas bolas es que, incluso aunque uno estuviera plenamente convencido de que sólo en algún punto de la mitad más «optimista» de la escala graduada de sus augurios pueden hallarse buenas orientaciones prácticas, haría bien en conducirse como si ese punto estuviera, de hecho, en la otra mitad: es a eso a lo que se llama prudencia.
1. ¿Qué significa colapso?
Es frecuente que se defina «colapso» apelando a procesos más o menos abruptos y traumáticos de simplificación socioeconómica asociados a otros de declive demográfico y degradación ecológica. Los trabajos más citados en este contexto ofrecen este tipo de perspectiva partiendo del análisis arqueológico (Tainter, 1988; Diamond, 2005). A priori, nada hay de malo en este recurso a la arqueología. Con todo, no es infrecuente que los laberintos de la historia antigua y la discusión erudita ensombrezcan la excepcionalidad del presente que quiere iluminarse con la linterna arqueológica (cf. Tanuro, 2011: 56). En este sentido, incluso cuando la intención expresa del análisis arqueológico es la de trascender el simplismo de las explicaciones monocausales y «diseccionar ejemplos históricos para ilustrar la gama completa de variables socioecológicas» implicadas en procesos de colapso, con frecuencia se termina por poner todo el peso en las variables sociales en detrimento de las biofísicas (Butzer, 2012) y, sobre todo, por obviar las dificultades de extrapolar ese unilateralismo sociológico a una civilización –la nuestra– que poco o nada tiene que ver con la egipcia o la mesopotámica a causa de su carácter global y de la situación de extralimitación material multidimensional que ha generado (Röckstrom et al. 2009; Steffen et al., 2015a). Sólo obviando estos decisivos matices puede llegarse a la conclusión de que hoy nos encontramos en una situación de «significativa ventaja respecto de nuestras contrapartes arcaicas» gracias a la «resiliencia» que habrían venido a conferirnos nuestras recientemente adquiridas capacidades de «innovación e intensificación» (Butzer, 2012) en el ámbito tecnológico.
Lo que falta en estas extrapolaciones desde la arqueología es, en dos palabras, conciencia de la excepcionalidad que inauguró la Gran Aceleración (Steffen et al., 2015b; v. et. Arias, 2021), ese proceso global de inmenso despliegue material asentado en el drástico incremento de consumo energético iniciado tras la Segunda Guerra Mundial. Como para condensar en un par de párrafos esta falta de conciencia, el Servicio de Información para la Comunidad de Investigación y Desarrollo de la Comisión Europea preguntaba el pasado febrero a uno de los arqueólogos de uno de sus proyectos de investigación: «si la sociedad estuviera a punto de colapsar, ¿podríamos saberlo?». En el segmento más interesante de su respuesta, el arqueólogo nos explicaba que «si hay algo que pueda salvarnos del colapso de la civilización, ese algo es la tecnología. Se trata de una perspectiva capitalista, pero cada crisis trae oportunidades de inversión en nuevas tecnologías, y esto nos confiere mucha resiliencia» (CORDIS, 2022).
No abundaremos aquí en ello, pero esta «superstición ilusionante sobre las posibilidades infinitas de la tecnología para solucionar cualquier problema» (Santiago Muiño, 2018: 35) puede ser tenida, en sí misma, como un importante factor de riesgo (cf. Arias, in press), porque esa «ilusión de omnipotencia» (Riechmann, 2008a: 13) que invita a vivir como si no hubiera problema que no pudiéramos solucionar echando mano de los medios que la tecnociencia pone a nuestra disposición, invita también a olvidar que «la tecnología no puede solucionar problemas que no son de orden tecnológico, sino político y social» (Gómez Santo Tomás, 2021; v. et. De Cózar Escalante, 2019: 121). Así pues, cuando sumamos a la trayectoria de extralimitación biofísica del capitalismo global el arraigado imaginario social tecnólatra que lo acompaña, se completa ante nuestros ojos una instantánea escasamente halagüeña.
Como cultura, nos está obnubilando el exceso de confianza en la tecnología (…), la fe –irracional en última instancia— en nuestra capacidad para dominar las situaciones y suprimir la contingencia. Ese exceso de confianza de la cultura euro-norteamericana, que tiende a degenerar en tecnolatría (…), puede convertirse en una trampa mortal (Riechmann, 2007: 75).
Volviendo a las definiciones estándar, sobra incidir en que suelen dejar intocada buena parte de la ambigüedad del concepto, porque a menudo no aclaran gran cosa acerca de la escala espacial, temporal o institucional que habría de tenerse en cuenta. ¿Colapsan las culturas, las sociedades, los Estados, las civilizaciones? ¿Lo hacen en meses, años, décadas? Con independencia de las respuestas que pretendan ofrecerse a estas preguntas, la fuerza intuitiva de la idea de una pérdida de complejidad socioeconómica acompañada, en lo inmediato, de serias dificultades para satisfacer necesidades básicas y, en el medio plazo, de una acusada disminución de población es más que suficiente para que podamos formarnos una idea aproximada de qué queremos decir cuando hablamos de colapso.
Demografía
La única variable directamente cuantificable de entre las tres que acabamos de poner en juego (población, necesidades y complejidad) es la demográfica. La División de Población del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas estimaba recientemente que «existe una probabilidad del 95% de que el tamaño de la población mundial se sitúe entre 8.500 y 8.600 millones en 2030, entre 9.400 y 10.100 millones en 2050 y entre 9.400 y 12.700 millones en 2100. Por lo tanto, el tamaño de la población mundial aumentará con casi total certeza en las próximas décadas. Por otra parte, y aunque lo más probable es que el aumento de la población sea constante conforme avanza el siglo, existe aproximadamente un 27% de posibilidades de que el tamaño de la población mundial se estabilice o comience a disminuir antes de 2100» (UN DESA, 2021: 25).
Cuestionando las asunciones y métodos demográficos de la ONU, algunos especialistas rebajan esa cifra y plantean que la población humana alcanzará un máximo de entre 8.000 y 9.000 millones a mediados de siglo para comenzar luego a disminuir (Bricker & Ibbitson, 2019). Con todo, estas proyecciones alternativas se basan en el supuesto de que la urbanización es un proceso irreversible. Desde este punto de vista, dado que la brecha proporcional entre la población urbana y la rural seguirá aumentando, y dado que en las ciudades disminuye la tasa de fertilidad, el éxodo rural detendrá la «bomba demográfica». El horizonte que nos presentan estas proyecciones quiere ser optimista: la urbanización vendría de la mano de una supuesta disminución del impacto ambiental per cápita y una supuesta resilvestración de las tierras agrícolas marginales. Sin embargo, es más que probable que ninguna de estas asunciones se yerga sobre una evaluación ajustada de las implicaciones de la urbanización. Veámoslo a través de un breve excurso.
Eric Hobsbawm señala en su historia del «siglo corto» que «el cambio social más drástico y de mayor alcance de la segunda mitad [del siglo XX] fue la muerte del campesinado» (Hobsbawm, 1994: 292). Por nuestra parte, entendemos que existen buenos motivos para intuir que el cambio social más drástico y de mayor alcance de la primera mitad del siglo XXI será, verosímilmente, el declive de la agroindustria fósil.
Tal y como explica José Manuel Naredo, existen dos tipos de sistemas agrarios sostenibles, en cualquier sentido relevante del término: los que reponen la fertilidad del suelo sobre la base de la alternancia espacial itinerante y los que mantienen áreas de cultivo estables mediante la canalización hacia ellas de la fertilidad generada en zonas no cultivadas del territorio adyacente. En las antípodas de cualquiera de estos modelos agrarios sostenibles, la agroindustria fósil depende de una panoplia inmensa de insumos provenientes de todo el planeta, esencialmente en forma de combustibles, maquinaria, pesticidas y fertilizantes concentrados, bien sean éstos extraídos de depósitos de la corteza terrestre y transportados largas distancias, bien sintetizados artificialmente, haciendo en ambos casos un uso ingente de insumos fósiles. Esta dependencia de fuentes concentradas de fertilidad hace que la sostenibilidad local de la agroindustria fósil venga de la mano de su insostenibilidad global (Naredo, 2022: 73 y ss.). No obstante, incluso aunque pretendiéramos mantener por un tiempo bajo la alfombra esa insostenibilidad, la agroindustria fósil seguiría teniendo pendiente un espinoso problema: el inevitable declive de los combustibles fósiles.
Las estimaciones demográficas que intentan hacerse cargo de las consecuencias de ese declive tienden a arrojar cifras muy inferiores a las de la ONU: normalmente, por debajo de los 3.000 millones (cf. Casal Lodeiro, 2018: 35). Con independencia de la credibilidad que estemos dispuestos a conceder a esas estimaciones, lo que no está en duda es que el declive de la agroindustria fósil tiene un mal encaje en el supuesto de la irreversibilidad del proceso de urbanización del que parten los «demógrafos heterodoxos», particularmente porque cuesta desligar dicho declive de la perspectiva de un importante aumento proporcional de trabajo humano en el sector primario [1].
Desde luego, resulta poco menos que gratuito aventurarse a especular acerca de plazos o cifras: no podemos pretender plantarnos ante la trayectoria demográfica mundial en el contexto del cenit del capitalismo fósil global como si de un mero problema de cinemática se tratara, entre otras cosas porque nadie puede anticipar dinámicas sociales emergentes. De este modo, quizás, y contra todo pronóstico, la pequeña proporción de la población mundial que habita el «Occidente desarrollado» consiga poner en marcha proyectos políticos de reparto solidario de la escasez inusitadamente rápidos, coordinados y eficaces, reduciendo drásticamente su consumo per cápita a fin de contener a la población global dentro de la biocapacidad disponible y evitar así la deriva hacia el despojo de los pueblos subalternos y el recrudecimiento de los conflictos por recursos. Eso equivaldría a lo que Jorge Riechmann ha denominado «colapsar mejor»: llegar a la segunda mitad del siglo XXI habiendo logrado evitar un marcado descenso demográfico en el contexto del intento de construir sociedades mucho más sencillas, frugales e igualitarias (Riechmann, 2019: 85).
Esta interpretación demográfica del significado de la locución «colapsar mejor» no implica que el objetivo de mantener una población humana del volumen de la actual sea en sí mismo deseable, o hacedero siquiera. Lo relevante, antes que su volumen, sería que la población pudiera vivir de forma digna, deseable y justa. La noción de justicia pone en juego aquí los puntos de vista intra- e inter-generacional, y este último resulta, a su vez, indisociable de la idea de sostenibilidad.
La sostenibilidad global no depende exclusivamente de la cantidad de seres humanos que habiten el planeta, sino asimismo, y decisivamente, del entramado institucional en cuyo seno traten de sacar adelante sus vidas. Cada entramado institucional atiende y genera necesidades de un modo que le es peculiar, y con esto desembocamos en el segundo ingrediente de nuestra aproximación tentativa al significado de «colapso» –recuérdese: caída demográfica, dificultades para satisfacer necesidades básicas y pérdida de complejidad.
Necesidades básicas
No es necesario entrar en el debate en torno a las «necesidades básicas» para sostener que la irrupción de los límites biofísicos como actores políticos debiera orientar hacia «cierta clase de autoconstrucción humana basada en virtudes de suficiencia» que permitieran «pensar la escasez en relación con las necesidades, no a los deseos» (Riechmann, Kallis & Almazán 2020).
Por suerte, tenemos mucho margen para deshacernos de deseos y consumos superfluos, es decir, tan desvinculados de aquello que quiera que sean las necesidades básicas como de aquello que quiera que midan los índices estándar de bienestar. Como ha sido extensamente documentado, variables como el nivel de consumo de recursos o el PIB per cápita no mantienen una relación lineal con el bienestar: cuando aumentan por encima de cero, el bienestar aumenta con ellas, pero una vez alcanzado determinado umbral, el bienestar deja de ascender con el incremento de dichas variables y puede, de hecho, descender (cf., v. g., Pretty et al., 2014; Knight & Rosa, 2011). Así, da igual cuadriplicar u octuplicar incluso el PIB per cápita de Costa Rica, como hacen todos los países occidentales: los índices estándar de bienestar no aumentan un ápice por ello, poniendo de manifiesto la existencia de un umbral por encima del cual se desvanece la correlación positiva entre ambas variables. Exactamente lo mismo sucede con el consumo de recursos, siendo así que los más altos estándares de bienestar son posibles con bastante menos de la mitad del consumo per cápita de países como Finlandia (buena aproximación a la media de la eurozona) y prácticamente con una quinta parte del consumo per cápita de países como Estados Unidos. Decía recientemente Eva García Sempere, recordando a Julio Anguita en el momento en que su formación abre el debate en torno al decrecimiento, que «austeridad no es otra cosa que vivir bien, pero con otros parámetros de vida [buena]» (García Sempere, 2022).
La conjunción entre la finitud de nuestro planeta, el actual volumen de la población mundial y la universalización del bienestar resulta incontrovertiblemente incompatible con el actual modelo de «desarrollo». No obstante, la satisfacción de las necesidades básicas y, de hecho, la universalización del bienestar a una población mundial de considerable amplitud sería un proyecto viable y sostenible en un escenario de rápida reversión de la actual extralimitación en el uso de recursos. Glosando un estudio de gran aliento que publicara en The Lancet en abril, Jason Hickel indica que esa reversión implicaría reducir a la mitad el actual consumo global de recursos. Desde luego, las responsabilidades son, tal y como muestra el estudio, más diferenciadas que comunes, y de ahí que los países de rentas altas deban reducir su consumo de recursos en más del 70% para alcanzar niveles sostenibles. «La evidencia muestra que esto no se puede lograr si continúan persiguiendo [el objetivo del] crecimiento económico. Es posible garantizar una buena vida para todos con muchos menos recursos de los que utilizan actualmente los países ricos, pero ello requiere transformar la economía para centrarse en las necesidades y el bienestar humanos en lugar de en el crecimiento» (Samaniego, 2022).
Sea como fuere, por mucho consumo superfluo que efectivamente nos sobre, y por mucho trajín internacional de mercancías del que podamos efectivamente prescindir, la pregunta a formular en este punto es la de si existe algún «sujeto», alguna voluntad, alguna cultura política que invite a atisbar ese rápido adelgazamiento solidario, coordinado y voluntario –y no resulta sencillo dar con pretextos para respuestas alentadoras.
Complejidad
Demos, finalmente, un par de pinceladas sueltas sobre nuestro tercer ingrediente. En el contexto que nos ocupa, definir la complejidad se hace tan difícil como tratar de cuantificarla. Algunos antropólogos han propuesto, dentro de la línea del nuevo evolucionismo cultural, que cabe establecer una medida general de complejidad social que habilitaría la comparación entre sociedades en diferentes lugares y momentos históricos (cf. Carneiro, 2003), pero no puede decirse que el proyecto de definir esa medida (cf. White, 1949; Morris, 2013) haya arrojado resultados ampliamente aceptados.
También en diversas áreas de la sociología ha tratado de conceptualizarse la noción de complejidad, siendo la misma objeto de un tratamiento de creciente sofisticación, particularmente desde que Wallerstein comenzara a integrarla a finales de los noventa en el análisis de la globalización. El recurso a la teoría de grafos es cada vez más frecuente en este ámbito, y lo cierto es que ya un grafo del comercio internacional podría ofrecer una buena aproximación inicial al vínculo entre la noción de complejidad y la de colapso –al menos cuando ubicamos el nivel de análisis en la trayectoria del capitalismo global.
Sería como mínimo extraño que despacháramos la cuestión de la complejidad sin hacer alusión a la tecnología. Por mor de la concisión, nos limitaremos a señalar que cabe anticipar que la simplificación del señalado grafo anteceda al auge relativo del empleo de tecnologías intermedias frente a altas tecnologías, más voraces en términos materiales.
2. ¿Es inevitable el colapso?
Si entendemos el colapso como la deriva socioeconómica que podría acompañar al cese de las condiciones que han sustentado hasta la fecha el proceso de acumulación de capital y, con él, la reproducción del sistema socioeconómico dependiente de ese proceso, entonces, cuanto podemos avanzar es que esa deriva equivale a la apertura de un periodo de incertidumbre cuyos contornos resulta inútil tratar de perfilar con cualquier grado de detalle.
Existen sólidos motivos para sostener que aquel cese está produciéndose ya: tal y como mostró, por ejemplo, Michel Husson, tan siquiera el bluf de las finanzas ha conseguido relanzar el proceso de acumulación de capital –e incluso aunque el aplazamiento de la base material de la economía a expensas del comercio de expectativas hubiera dado sus frutos, seguiría resultando cuando menos comprometido pensar una economía del crecimiento desligada de su base material (Hickel & Kallis, 2019).
Existen también, por otra parte, motivos para prever un mosaico de estrategias elitistas orientadas a la preservación de privilegios y relaciones de poder mediante el control autoritario del aterrizaje del capitalismo global. Quizá el sentido último de la palabra «colapso» equivalga, sencillamente, a la prevalencia relativa de esas estrategias.
Sea como fuere, no cabe concebir la señalada deriva como mecánica y unilateralmente determinada por variables biofísicas limitantes, sino antes bien como modulada por la interacción entre esas variables y factores sociales, políticos y culturales contingentes. Echemos un vistazo a cada uno de estos factores.
Factores biofísicos
Por lo que a las variables biofísicas se refiere, el capitalismo global ha topado con límites que vienen poniendo freno ya a la rentabilidad del capital y que imposibilitarán en los próximos años su implantación planetaria. La vertiginosa aceleración que la economía capitalista experimentó tras la Segunda Guerra Mundial tuvo a su base una abundancia material y energética que toca hoy a su fin: ningún proceso de sustitución tecnológica podrá reemplazar con rendimientos asimilables a la base fósil en inevitable declive del capitalismo global (Turiel, 2020). Las energías renovables se presentan hoy como principales candidatas para ese eventual proceso de sustitución tecnológica, pero existen dudas más que razonables respecto de la viabilidad de esa candidatura.
Cuanto ofrecen las energías renovables que se asume que vendrán a sustituir a las fósiles es electricidad, que representa sólo una quinta parte de nuestro consumo energético total. Mientras, amplios segmentos de la economía industrial, de la agroindustria o la minería al transporte, dependen de actividades que nadie tiene muy claro cómo o si podrían electrificarse. Además, tras décadas de auge e innovación renovable, apenas una vigésima parte de la producción eléctrica se debe a las referidas energías renovables –y las perspectivas no resultan en absoluto halagüeñas, con el ritmo del incremento mundial de la demanda de electricidad rebasando holgadamente en los últimos años al de la instalación de capacidad renovable (Chavez & Sweeney, 2021: 44): así, para el periodo 2021-2022, se espera que el conjunto de las energías renovables alcance a cubrir alrededor de la mitad del incremento neto de la demanda (IEA, 2021a: 7; v. et. IEA, 2021b).
Las fuentes de energía que se asume que sustituirán en el plazo de unos pocos años a los combustibles fósiles suponen hoy, pues, en torno a una vigésima de una quinta parte de nuestro consumo energético. Adicionalmente, y aunque llevamos treinta años oyendo hablar del auge imparable de las «energías renovables», a lo largo de esos treinta años nuestro consumo energético ha dependido, invariablemente, de combustibles fósiles en sus cuatro quintas partes. Con todo, aun cuando se lograra avanzar en el plazo de unos pocos años hacia una economía industrial basada en gran medida en electricidad de origen renovable, lo verdaderamente difícil –por decir lo menos– sería que se esa economía pudiera plegarse al imperativo capitalista del crecimiento (cf. García-Olivares, 2015; 2016; García-Olivares & Ballabrera, 2015; García-Olivares & Beitia, 2019; García-Olivares et al., 2012; v. et. Smil, 2013; 2019).
Por otra parte, incluso aunque los combustibles fósiles fueran infinitos, e incluso aunque lo fueran los minerales que ellos nos permiten extraer y procesar para levantar la infraestructura «renovable» que, sobre el papel, aspira a sustituirlos (Almazán, 2021; Valero, Valero & Calvo, 2021), la capacidad de la atmósfera para hacerse cargo de nuestras emisiones de gases de efecto invernadero no sólo no lo es, sino que empieza a exhibir claros signos de agotamiento, y esos signos no harán sino acentuarse cuanto más tiempo logre mantenerse en pie el capitalismo global.
Se ha hablado mucho de la incompatibilidad entre capitalismo y sostenibilidad en el contexto de la discusión en torno a la «crisis climática» a partir de las filtraciones y la posterior publicación de las tres partes del último informe del IPCC (a día de hoy, la única parte del AR6 que no se ha publicado aún es el informe de síntesis). De hecho, los propios responsables de las filtraciones fueron totalmente explícitos al respecto, justificando su decisión de filtrar el informe con un texto que prescribe: «debemos abandonar el crecimiento económico, que es la base del capitalismo». La discusión no es, desde luego, nueva. Algunas de las principales autoridades de la ciencia climática vienen poniéndola sobre la mesa hace años. Así, por ejemplo, Kevin Anderson apuntaba en este sentido que «el desafío no es ya el de fomentar cambios moderados en el sistema económico, sino más bien una reconsideración revolucionaria del mismo» (Anderson, 2019: 348). En su opinión, «es tarde ya para una progresiva descarbonización de la economía de libre mercado» (Nature, 2019: 309).
Sobra argüir que el aumento en frecuencia e intensidad de megaincendios, megainundaciones, megasequías, olas de calor o masivos temporales de nieve no dibuja el marco idóneo para hacer frente al desplome de un sistema socioeconómico que nada invita a pensar que vaya a hacerse amablemente a un lado sin ofrecer resistencias. Por desgracia, tendría que producirse un milagro para que ese aumento cesara en las próximas décadas.
Cuando a principios del pasado agosto se publicó de manera oficial el nuevo informe del Grupo I del IPCC, la prensa se hizo un optimista eco de su mensaje de fondo. «No todo está perdido»: «todavía hay una corta ventana para evitar un futuro angustioso» y mantenernos dentro de los límites de un calentamiento no catastrófico (Plumer & Fountain, 2021). No hace falta leer con lupa las cerca de 4.000 páginas del informe para entender qué forma tiene esa corta ventana: el ritmo actual de emisiones podría mantenerse un puñado de años, quizá incluso hasta el final de esta década, pero después habría que darle la vuelta al calcetín y dejar de emitir abruptamente para comenzar a extraer carbono de la atmósfera. El problema estriba en que ningún gobierno tiene planes tan «radicales» de «descarbonización»; en que las emisiones, lejos de disminuir, aumentan año tras año; y en que, como destaca el propio informe, no se ven en el horizonte tecnologías viables de captura de carbono, sino más bien un marcado declive de la capacidad de absorción de los océanos y los ecosistemas terrestres.
Del mismo modo, cuando el Grupo III publicó oficialmente su informe el pasado abril, la prensa cortó, pegó y difundió ampliamente el aciago punto C.3 de su resumen para responsables de políticas: «todas las trayectorias globales modeladas que limitan el calentamiento [dentro de márgenes seguros] implican reducciones de emisiones rápidas, profundas y, en la mayoría de los casos, inmediatas en todos los sectores». No obstante, los principales medios supieron colocar junto a la idea de que la «ventana de oportunidad para conseguir que el calentamiento se quede dentro de los límites menos catastróficos es pequeñísima», la de que esa ventana puede ser también un negocio redondo, extraordinariamente «rentable» (Planelles, 2022a). Para nuestra prensa, pues, «reducciones brutales» de emisiones que «deberían haber comenzado ayer» (Planelles, 2022b) se traduce como «oportunidades de inversión».
En resumen, el nuevo informe deja sentado que los actuales planes de reducción de emisiones son insuficientes para eludir los escenarios más catastróficos, y a nadie se le escapa que, hasta la fecha, las promesas de reducción de emisiones han sido sistemáticamente incumplidas. Sin embargo, de acuerdo con la prensa seria, cuanto necesitamos son «mejores negocios». Hace falta desplazarse hasta los márgenes exóticos del espectro mediático para dar con lecturas más prudentes del significado de aquella «ventana de oportunidad»: en esas lecturas, cuando en este informe se nos habla «de reducir emisiones, de reducir nuestro consumo energético, de transformar la manera en la que nos desplazamos, producimos comida o construimos edificios, [de lo que se nos está hablando, en último término, es] de frenar nuestro sistema socioeconómico» (Valladares, 2022), no de rentables oportunidades en el mundo de las «inversiones verdes».
En línea con gran cantidad de estudios previos, el último informe del IPCC resalta el impacto en el sistema climático de los cambios en los usos del suelo debidos a la ganadería industrial. El sector es no sólo responsable de en torno a una quinta parte de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, sino asimismo el principal impulsor de la degradación de importantes sumideros terrestres de carbono, como los bosques tropicales. De este modo, la ganadería industrial y el predominio de dietas cárnicas se encuentran a la base del episodio en curso de extinción masiva, pero también de otros peligrosos procesos de rebasamiento planetario, como los relativos a la erosión de los ciclos biogeoquímicos (cf. Arias, 2018: cap. 6; 2020: 120 y ss.). Apuntemos de pasada a otro de los grandes logros en el palmarés de la ganadería industrial: «cualquiera que pretenda comprender por qué los virus se están volviendo más peligrosos debe investigar el modelo industrial de agricultura y, más específicamente, la producción ganadera» (Pabst, 2020: 41).
El capitalismo global, en fin, se tambalea agotado en la cuerda floja de gran cantidad de peligrosos límites biofísicos. Incluso suponiendo que pudiéramos despreocuparnos de lazos de realimentación positiva, puntos de inflexión y, en suma, del comportamiento no lineal y las interacciones impredecibles típicas de los sistemas complejos, los cada vez más alarmantes y mejor documentados signos del rebasamiento de aquellos límites seguirían manteniendo en aquella misma cuerda floja todo cuanto habita nuestro pequeño punto azul pálido –el capitalismo global no se tambalea solo, pues.
Factores socioculturales
No resulta sencillo avanzar nada particularmente esclarecedor acerca de las variables socioculturales, más allá de la constatación de la impermeabilidad de la cultura dominante al debate en torno a la viabilidad de la prolongación del capitalismo global (Arias, 2020).
Es muy frecuente que se presente como una variable determinante de la inevitabilidad del colapso la prevalencia de una serie «mitos modernos», tales como el del progreso o el de la dualidad entre ser humano y naturaleza. Se ha escrito mucho al respecto, y no nos proponemos separar aquí el trigo de la paja que puede encontrarse en esa literatura. En lugar de ello, nos limitaremos a sugerir al paso que convendría ubicar junto a la discusión de esos «mitos» la relativa al modo en que la industria de las relaciones públicas ha sustituido las culturas populares por una cultura de masas que ha terminado arrinconando las formas del vínculo social sin cuya revitalización tendremos pocas posibilidades de colapsar mejor.
El mejor punto de partida para insertar la señalada discusión en este marco puede hallarse en la literatura que da cuenta del modo en que buena parte de las resistencias al capitalismo durante las primeras décadas de la implantación de la Revolución Industrial provinieron, justamente, del intento de preservar esas culturas populares y esas formas del vínculo social netamente incompatibles con el individualismo capitalista «denunciado por la vibrante y vigorosa prensa obrera de la primera mitad del siglo XIX» (Chomsky, 1995: 21). Tanto la historiografía sindical tradicional como las nuevas corrientes de la historiografía del movimiento obrero han documentado extensamente esas resistencias, en una línea que se prolonga de Norman Ware a Marcel van der Linden, pasando por Eric Hobsbawm, E.P. Thompson o David Montgomery.
Jonathan Rose nos ofrece en su monumental estudio de las instituciones culturales y los hábitos de lectura de la clase trabajadora británica durante el proceso de industrialización una excelente aproximación a la riqueza de la vida cultural de la clase obrera durante los primeros compases del industrialismo, en un trabajo que puede leerse como una minuciosa historia del ascenso durante el siglo XIX y el rápido declive a partir del ecuador del XX de la viva y sofisticada cultura obrera construida como un teselado de desarrollos paralelos y convergentes de las culturas populares en el nuevo contexto industrial (Rose, 2010).
El comienzo de ese declive coincide con el nacimiento de la industria de las relaciones públicas, instaurada con el explícito propósito de –en palabras de sus propios promotores– librar «la eterna batalla por las mentes de los hombres» con las únicas armas «lo suficientemente poderosas como para (…) atajar la actual deriva firme e insidiosa hacia el socialismo» (Fones-Wolf, 1994: 52) y «tirar de los hilos que controlan la mente del público» (Bernays, 1928: 38) a fin de «crear los deseos indispensables para los modernos programa de ventas, [fomentar] la buena voluntad de los empleados [y hacer que] sientan que son parte importante de una actividad que vale la pena» (Lesly, 1962: 11).
La propaganda se presentaba, pues, como el medio adecuado para atomizar a la población y reducirla a la pasividad. En palabras de Alex Carey, pionero del estudio académico de la propaganda corporativa, «el siglo XX se caracterizó por tres desarrollos de gran importancia política: el crecimiento de la democracia, el crecimiento del poder corporativo y el crecimiento de la propaganda corporativa como medio para proteger al poder corporativo de la democracia» (Carey, 1997: 18).
A lo largo del siglo XX cabe diferenciar el momento inicial del auge de la industria de las relaciones públicas, que acompañara al señalado declive de las culturas obreras entre las décadas de los treinta y los cincuenta, y su relanzamiento tras la década de los sesenta. En esa segunda etapa el objetivo fue el de contrarrestar la creciente fuerza de las organizaciones obreras a ambos lados del Atlántico, movilizando al efecto resortes de poder material y cultural. Mientras en el primer plano destacarían estrategias como la «huelga de capital» (Harvey, 2022), en el segundo lo harían, por su elocuencia, documentos como el Memorando Powell y el Informe de la Comisión Trilateral.
Lewis Powell, abogado adscrito a un grupo de presión de la industria tabacalera y hombre de confianza de Richard Nixon, redactó inmediatamente antes de que éste le aupara al Tribunal Supremo en 1971 un memorándum para la Cámara de Comercio, principal lobby corporativo de los Estados Unidos. El informe de Powell debiera haber sido secreto, pero se filtró. En él, Powell describe una sociedad en crisis en la que los medios tradicionales de adoctrinamiento comenzaban a dejar de cumplir su función. Las universidades y los medios de comunicación se mostraban hostiles al poder corporativo, explicaba Powell, y diferentes grupos ciudadanos comenzaban a ejercer una presión insoportable. La situación, proponía, era intolerable, y el poder corporativo debía asumir su papel de «dueño de la sociedad» y coordinarse para revertirla. Se trataba, en definitiva, de «un llamamiento para que las grandes empresas utilizaran su control sobre los recursos para iniciar una gran ofensiva contra la corriente democratizadora» de la década de los sesenta (Chomsky, 2017: 17).
El Memorando Powell hizo ese llamamiento desde la derecha política, hallando un potente eco posterior con la fundación, en 1972, de la Business Roundtable, organización instituida por altos ejecutivos que compartían el objetivo de incrementar su poder político. La influencia de la Business Roundtable en el mundo académico fue tan amplia como la que tendría en la cultura de masas a través de la publicación de panfletos, libros y producciones televisivas.
Desde el otro extremo del espectro político hubo un llamamiento idéntico al que realizara el Memorando Powell. En 1975, la Comisión Trilateral –organización fundada por David Rockefeller a fin de aglutinar a las élites económicas de los tres principales núcleos de la economía capitalista: Norteamérica, Europa y Japón– publicó un informe titulado The Crisis of Democracy y gestado en los círculos intelectuales «progresistas» que pasarían un par de años más tarde a integrarse en la administración Carter. En su informe, la Comisión advertía de la misma situación crítica que el Memorando Powell. Estaba produciéndose, proponía, una grave «crisis de la democracia» a causa de la excesiva intención de participación política de la población. Además, el informe constataba el fracaso de «las instituciones que desempeñan el papel más importante en el adoctrinamiento de los jóvenes», reclamaba una mayor «moderación en la democracia» e instruía acerca de los medios a través de los cuales restituir un adecuado «adoctrinamiento» a través de los medios de comunicación y los centros educativos (Crozier, Huntington & Watanuki, 1975).
Estos documentos dan cuenta del carácter de la segunda ola del embate de la industria de las relaciones públicas, que trajo consigo la era dorada de los lobbies, think tanks y comités de acción política: en EE. UU., el número de estos últimos pasó a lo largo de la década de los setenta de menos de 90 a casi 1.500 (Harvey, 2005: 58). El influjo de las grandes corporaciones en la vida política y cultural no ha cesado de medrar desde entonces a ambos lados del Atlántico, dejando tras de sí la ofuscación, el aislamiento, el negacionismo (Riechmann, 2020b; 2020c) y «el infantilismo creciente que caracteriza hoy a la cultura dominante», convertida ya en una «cultura de masas universalizada» (Riechmann, 2016).
Es sencillo dar, en cualquier caso, con encuestas que nos hablan del descontento en alza con un sistema socioeconómico que empieza incluso a nombrarse sin ambages. Del mismo modo, son cada vez más las cifras que nos hablan de una comprensión razonablemente extendida de lo apurado de nuestra coyuntura ecosocial. De hecho, podemos incluso ver esa comprensión plasmada en las recomendaciones de esa Asamblea Ciudadana por el Clima que cerraba en estos días finales de mayo la trayectoria de indigencia política y ausencia mediática a la que ha sido sometida. Con todo, y esto es lo crucial, ni aquel descontento se canaliza a través de las tradicionales organizaciones de clase –el sindicalismo atraviesa sus horas más bajas– ni esta comprensión deriva en una implantación apreciable de iniciativas de contestación, apoyo mutuo o autogestión. Muy al contrario, es la nueva extrema derecha «antisistema» la que pesca en nuestro río revuelto.
Esta carestía de tejido social y alternativas culturales e ideológicas enmarcará la contienda política no sólo en el horizonte del choque del capitalismo global contra los límites biofísicos del planeta, sino asimismo en el del choque geopolítico entre bloques y potencias capitalistas.
Factores geopolíticos
El marco general de la discusión en los principales centros del poder político y mediático occidentales pretende establecer un paralelo entre la actual situación geopolítica y la Segunda Guerra Mundial o la Guerra Fría. Desde este punto de vista, la guerra en Ucrania señalaría el comienzo de una confrontación entre bloques divididos por líneas ideológicas: los defensores de la democracia, la libertad y los derechos humanos estarían cerrando filas en torno a EE. UU. para combatir a los autócratas del mundo. Sobra detenerse a comentar que el problema de esta interpretación estriba en su completa desconexión con la realidad.
Como es sabido, a Samuel Huntington le preocupaba la posibilidad de que Francis Fukuyama se hubiera precipitado al identificar la caída del «socialismo real» con la victoria definitiva del «mundo libre». Sus cuitas quedan bien recogidas en su metáfora del Telón de Terciopelo: «el Telón de Terciopelo de la cultura ha reemplazado al Telón de Acero de la ideología», de forma que el «mundo libre», lejos de celebrar la victoria, se ve forzado a proseguir su milenaria batalla contra los bárbaros (Huntington, 2001: 132).
Huelga argüir que el Telón de Acero no cayó para que se alzara en su lugar uno de terciopelo que habría venido a articular la confrontación global en torno a ejes étnicos y culturales (cf., v. g., Chomsky, 2002a: 78 y ss.; Robinson, 2022). Los ejes decisivos no son hoy ni étnico-culturales ni ideológicos: nos encontramos, antes bien, en un contexto similar al de la Primera Guerra Mundial, un contexto de confrontación entre potencias y bloques capitalistas en el que, verosímilmente, proliferarán las «guerras sucias» (Taibo, 2022), conflictos en los que sólo a la más descarada propaganda le será dable repentizar pretextos para legitimar la «causa» de cualquiera de los contendientes. Existen, claro, notables diferencias entre nuestro contexto y el de 1914: sin ir más lejos, en aquel momento «la máquina del apocalipsis» (Ellsberg, 2017) no proyectaba su sombra sobre el mundo.
La actual situación geopolítica puede describirse, echando mano de la metáfora de Graham Allison, como la «trampa de Tucídides» más peligrosa de la historia. El politólogo estadounidense introdujo esa noción para hacer referencia a la inercia hacia la guerra que se produce cuando una potencia emergente desafía el estatus de la potencia hasta entonces hegemónica –y ninguna potencia del presente o el pasado puede compararse en ninguna de las posibles dimensiones de la agresividad militar con la actualmente hegemónica, inmersa en los últimos años, por añadidura, en una colosal espiral de incrementos del gasto en «defensa» [2].
Boaventura de Sousa Santos cerraba recientemente un resoluto recorrido por algunos de los tópicos del orientalismo con un vaticinio nada infrecuente: «a principios de la próxima década China será el país más desarrollado del mundo». Más interesante que el vaticinio era, no obstante, la cautela a él añadida entre paréntesis: «si ninguna guerra, mientras tanto, lo destruye» (De Sousa Santos, 2022).
Efectivamente, y tal y como el propio Allison sostiene, las relaciones entre China y Estados Unidos estarían gravitando ya hacia la trampa de Tucídides. Cuando a finales del pasado abril Lloyd Austin, secretario de Defensa de EE. UU., y Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, recibían a los socios menores del líder atlántico en su Base Aérea de Ramstein, tras la escenificación del consenso en torno a eso que la prensa seria denomina «apoyo a Ucrania» latía otro propósito más ambicioso: el de avanzar hacia la consolidación de esa suerte de «OTAN+ de los 40» y ampliar su foco hacia el eje Asia-Pacífico a fin de «contener» eso que la prensa seria denomina «ambiciones territoriales de China».
En esos mismos días de abril recibíamos una instructiva lección acerca de esas «ambiciones territoriales». China y las Islas Salomón firmaban un acuerdo de seguridad que no fue bienvenido por el Departamento de Estado. Su reacción, en violación de la Carta de las Naciones Unidas, consistió en una escasamente velada amenaza con el uso de la fuerza, trazando en las Islas Salomón una línea roja a fin de «contener» la grave amenaza para la seguridad estadounidense que supondría la presencia china en el país insular.
Nuestros comisarios culturales no encontraron problemática la relación entre esa línea roja y la «soberanía nacional» de las Islas Salomón. Durante meses se desgañitaron condenando la violación de la «soberanía nacional» ucraniana que implicaba la línea roja trazada por los rusos sobre la mayor de sus fronteras occidentales. Por contra, la «soberanía nacional» de las Islas Salomón y, ya puestos, la violación de la Carta, no pareció inquietar a nadie: después de todo, el riesgo de que se abra la menor grieta en el doble cerco de bases estadounidenses en torno a China o en su red de alianzas militares regionales (Quad, AUKUS) hace palidecer cualquier consideración relativa a la conculcación del derecho internacional o la «soberanía nacional» de este o aquel «Estado soberano».
El núcleo de la escalada de tensiones en la región no se encuentra, claro, en las Islas Salomón, sino en Taiwán. En «Occidente» podemos leer sin extrañarnos frases del tipo: «Taiwán es una línea roja para EE. UU.» (Público, 2022). Probemos a sustituir en ella Puerto Rico por Taiwán y China por EEUU: ¿logramos contener la risa?
Washington viene regando generosamente la isla con el tipo de armamento que Washington considera más apropiado para Taipéi mientras el Departamento de Estado rompe subrepticiamente con cuatro décadas de acuerdo sino-americano en torno a la política de «una sola China», haciendo guiños explícitos al independentismo taiwanés (OPC, 2022; Ríos, 2022). En respuesta, China incrementa su presencia militar en la zona, y Estados Unidos hace lo propio, poniendo sus buques a deambular por el Estrecho de Taiwán y difundiendo notas de prensa en las que advierte de la inminencia de una invasión china.
Entre el 20 y el 26 de mayo, el presidente de Estados Unidos estuvo de gira visitando a sus principales aliados asiáticos. Al parecer, antes de que arrancara esa gira, Yang Jiechi, anterior ministro de Relaciones Exteriores de la República Popular China, le explicaba a Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de la administración Biden, algo que no hacía falta explicar: «si Estados Unidos continúa jugando la carta de Taiwán se producirán situaciones peligrosas» (Democracy Now, 2022). Era de suponer que Biden aprovecharía su gira para rebajar las tensiones, y así lo hizo, comparando a Taiwán con Ucrania y añadiendo la salvedad de que, en caso de conflicto en la isla, EE. UU. no dudará en intervenir militarmente.
La línea melódica no era nueva: ya el pasado agosto metía Biden a sus aliados asiáticos en el saco del artículo quinto del Tratado del Atlántico Norte al advertir que responderá a un ataque contra Japón, Corea del Sur o Taiwán del mismo modo que a uno dirigido contra cualquier miembro de la OTAN (Kanno-Youngs & Baker, 2022). Esta línea suena en el momento en que la inteligencia surcoreana se integra en la estructura atlántica mientras Japón se propone duplicar su gasto en «defensa» y los máximos responsables de su política exterior comienzan a asistir a las reuniones y cumbres de la OTAN. Los indicios del giro de EE. UU. y la OTAN hacia el eje Asia-Pacífico son, en fin, cada vez más evidentes.
No es necesario un olfato canino para dar con las líneas maestras de la estrategia detrás de ese giro, porque de hecho fueron divulgadas en la Estrategia Indo-Pacífica anunciada el pasado febrero: de lo que se trata es, en dos palabras, de fomentar la idea de la «amenaza china» y erosionar la creciente integración económica de la región. Los socios menores europeos habrán de contribuir también a «aislar a China», y deberían tener por tanto la cortesía de despilfarrar cantidades crecientes de recursos en la escalada militar en la región –no obstante, tres meses después de la invasión de Ucrania, empiezan a aparecer algunas tímidas fisuras en la «unidad» de la «Europa geopolítica», hasta ahora «perfectamente coordinada con Washington» (Ferrero-Turrión, 2022).
Esta estrategia podría contribuir con facilidad a precipitar el comienzo de la desglobalización y la fragmentación económica que diversos analistas avizoran ya. Robert Koopman, economista jefe de la OMC, no oculta que, en su opinión, esa «fragmentación ha llegado para quedarse», y aunque espera que «la globalización pueda reorganizarse», admite que no se dan ya las condiciones que la propiciaron (Herranz, 2022). Dando un paso más, el último WEO del FMI plantea que, de la mano de la deriva geopolítica en curso, la previsible escisión en bloques económicos del mercado global podría desembocar con facilidad en una «transición impredecible hacia una nueva realidad marcada por la volatilidad financiera, las fluctuaciones en los precios de las materias primas y la dislocación de la producción y el comercio» (IMF, 2022: 19).
La señalada deriva geopolítica puede discurrir por diferentes caminos hacia una y la misma meta. Así, y tal y como señalan abiertamente respetables analistas académicos desde las páginas de las principales publicaciones del establishment, «China es el más formidable de los enemigos autocráticos de Estados Unidos, y Washington puede infligirle una severa derrota estratégica si se asegura de que Rusia pierde su guerra en Ucrania». Al efecto, los Estados Unidos no deben adoptar una «perspectiva dogmática de Asia primero», porque «a veces la ruta indirecta es la más prometedora, y ahora mismo, el camino para vencer a China pasa por Moscú» (Brands, 2022).
Este pantano geopolítico resultaría menos temible si existiera una cultura política que permitiera albergar la esperanza de una oposición popular significativa al belicismo rampante, una esperanza que parece naufragar ante el creciente militarismo incitado por el sistema occidental de propaganda (Herman & Chomsky, 1988). La guerra en Ucrania ha disparado algunos de los más insidiosos resortes de ese sistema a fin de dar carta de normalidad entre la población a los masivos programas de rearme y la temeraria intensificación de las tensiones geoestratégicas. La situación ha llegado a un punto en el que, según una encuesta realizada el pasado marzo por el Pew Research Center, más de un tercio de los estadounidenses aprobaría que EE. UU. interviniera militarmente en Ucrania aun cuando ello pudiera provocar un conflicto nuclear. En palabras de Richard Falk, los principales medios occidentales «han funcionado como una máquina de propaganda belicista», desviándose en los últimos meses de la línea marcada desde el Departamento de Estado en la misma medida en que lo haría la prensa de un régimen «inequívocamente autocrático» (Falk, 2022a).
En el marco doctrinal que nuestros gestores culturales han perfilado en torno a esa guerra, el de «ofrecer contexto» se revela propósito censurable. Tanto da que «Euroatlántida» se impusiera a la «Casa común europea» (Poch-de-Feliu, 2022a) como que la Guerra fría «se cerrara en falso» (Poch-de-Feliu, 2022b) con la «victoria por la gracia de Dios» (Bush I dixit) de la superpotencia dominante: traer a colación engorrosos detalles contextuales no es otra cosa que «alinearse con el enemigo». A su vez, en ese marco, el enemigo es un loco peligroso con un dedo sobre el botón nuclear, pero a pesar de ello la estrategia del «mundo libre» debe consistir en bloquear la vía hacia una salida negociada insistiendo en que la guerra «se ganará en el campo de batalla» (Borrell dixit) y haciéndole ver al loco que no tiene escapatoria (Falk, 2022b): será juzgado en la Corte Penal Internacional –cuya jurisdicción no sólo no reconoce el jefe atlántico, por cierto, sino que de hecho sabotea a conveniencia: Fatou Bensouda, fiscal jefe de la Corte que tuvo la ocurrencia de investigar los crímenes de guerra cometidos por el ejército estadounidense en Afganistán, perdió su visado en 2019, fue sometida a sanciones económicas en 2020 y dejó su puesto en 2021 para ser reemplazada por un jurista más razonable.
Desde la invasión hasta la fecha, cuanto cabe en nuestra cultura política respecto de la guerra en Ucrania es el «apoyo a la resistencia», aun cuando una parte indeterminada de esa resistencia sea población civil aterrada ante la perspectiva de tener que empuñar un arma –y obligada, dicho sea de paso, a permanecer en su domicilio habitual, acosada por unos Servicios Secretos ubicuos (cf. Simón, 2022).
Así pues, nuestros medios tuvieron clara desde el principio cuál era la prioridad: enviar armas a la resistencia. Quizá hubiera convenido debatir si o cómo regar con armas un país como Ucrania (niveles récord de corrupción, ultranacionalismo neonazi institucionalizado, ocho años de conflicto armado, injerencias de potencias extranjeras enfrentadas). No se trata de una discusión baladí, pero nunca debió ensombrecer a la discusión realmente importante: la relativa al modo de parar la guerra, virtualmente ausente en los medios occidentales.
No hace falta un conocimiento profundo de la historia para comprender que las guerras terminan con un acuerdo negociado o con la destrucción total de uno de los contendientes; nuestros comisarios, por su parte, saben bien que de nada sirve negociar con un genocida demente y mentiroso (cf., v. g., Bassets, 2022). Tampoco es necesario un doctorado en relaciones internacionales para entender que a un lado de la mesa de negociaciones deberá sentarse Rusia y al otro Estados Unidos.
Hasta ahora, la política del jefe atlántico ha consistido en bloquear la vía hacia cualquier clase de acuerdo negociado y en emplear la guerra para «desgastar a Rusia» (Chomsky, 2022a), haciendo de Ucrania una nueva «trampa afgana» (Gibbs, 2000: 241-242; Chomsky, 2022b). El bloqueo de la diplomacia fue, desde luego, anterior a la invasión, tal y como ha admitido el propio Departamento de Estado al hablar de su nula disposición a tratar las preocupaciones de seguridad de los rusos (cf. Jordan, 2022; v. et. Mearsheimer, 2014; Chotiner, 2022; Chomsky, 2015; 2022c; 2022d; Rodríguez, 2022; Robinson*, 2022; Poch-de-Feliu, 2022c). Sin embargo, lo verdaderamente significativo es que ese bloqueo se ha prolongado tras la invasión: en palabras de Chas Freeman, ex subsecretario de Defensa para Asuntos de Seguridad Internacional y ex embajador estadounidense en Arabia Saudí, de lo que se trata es de «luchar contra Rusia hasta que caiga el último ucraniano» (Maté, 2022). Quizá esta interpretación del significado de la frase «apoyar a la resistencia ucraniana» sea un poco menos romántica que la habitual en los medios occidentales, pero puede también que sea un poco más realista.
Como apuntábamos, la escalada mediática nos ha ayudado a digerir sin sobresaltos un masivo incremento del gasto militar. Así, los medios ofrecían una amplia y favorable cobertura de la reunión de la OTAN en Bruselas del pasado 24 de marzo, en la que se anunciaban más sanciones –incondicionales, y nocivas por tanto desde el punto de vista de la diplomacia–, más envíos de armas y el compromiso de incrementar al 2% del PIB el presupuesto de «defensa» de los Estados miembros. Fuera del foco mediático, personajes de tercera fila, como el papa Francisco, reaccionaban ese mismo día a los nobles propósitos atlantistas: «me avergüenzo de los Estados que incrementan el gasto militar al 2%. ¡Están locos! La respuesta no está en más armas, más sanciones y más alianzas político-militares». Por algún motivo, los medios no consideraron interesante la opinión del papa (cf. Politi, 2022; Iglesias, 2022).
Nuestros comisarios culturales han sabido explicarnos muy bien que no es tiempo de diplomacia ni de pacifismos bobalicones. Mucho menos de criticar a la OTAN. Es tiempo de «apoyar a la resistencia» y desdeñar el riesgo de que –en palabras del «representante del Departamento de Estado» en las páginas del New York Times (Chomsky & Achcar, 2007: 87)–, la actual «guerra indirecta» entre las dos principales potencias nucleares (EE. UU. y Rusia) se convierta en una incontrolable guerra directa, ampliada por añadidura a la tercera (China): cada nuevo día de guerra aumentan las posibilidades de que se cometan errores de cálculo catastróficos (Friedman, 2022).
Es tiempo de «apoyar a la resistencia», pues, y también, por tanto, de poner el foco en la maldad del agresor ruso. Desde luego, cualquier persona decente debe condenar la agresión rusa. El gesto es, de hecho, particularmente relevante desde un punto de vista moral y político cuando lo realiza un ciudadano ruso. Por nuestra parte, los ciudadanos europeos podemos y debemos oponer gestos moral y políticamente relevantes a la participación de nuestros Estados en acciones e inercias atroces, dada la responsabilidad sobre esas acciones que nos confiere la capacidad para tener alguna influencia en ellas (Chomsky, 2002b: 287; v. et. 2022e; 2022f).
La función de los medios de comunicación en una sociedad democrática debiera ser la de orientar la observancia de esa responsabilidad. En las antípodas de cualquier intención de servir a ese objetivo, nuestros gestores doctrinales nos hablan de «apoyar a los ucranianos», pero sustituyendo en la arena pública occidental el debate en torno a cómo parar una guerra potencialmente nuclear por el debate en torno a cómo hacerla más peligrosa si cabe, y silenciando de paso nuestra complicidad en la tarea de «socavar la posibilidad de un acuerdo diplomático» (Chomsky, 2022b) tanto más perentorio por cuanto su demora arroja cada día más leña al fuego de una posible debacle económica en Europa y un más que probable desastre alimentario en el Sur –escenario este último que tiene muy preocupados a los adalides de los derechos humanos de la UE: los fondos para armas y los programas de acogida para los refugiados con el color de piel adecuado no dejan de salir de debajo de las piedras, pero lejos de buscar un solo céntimo para contener el drama alimentario en ciernes (Zornoza, 2022), nuestros héroes humanitarios están dedicando estos últimos días de mayo a afianzar nuestra alianza con la democracia modélica de Al Sisi a fin de que Egipto se sume al resto de los tapones que habrán de contener en nuestras «fronteras externalizadas» las previsibles olas de migrantes hambrientos con el tono de piel equivocado [3].
Para nuestra desgracia, en fin, «estamos muy lejos ya en el proceso de militarización del discurso público y la clase política y periodística», un proceso que parece conducir a una «guerra de todos contra todos en nombre de la nada» (Berardi, 2022).
En los últimos compases de su itinerario a través del ascenso y el futurible ocaso de la hegemonía norteamericana, Alfred McCoy nos explica que existe una cosa a la que los historiadores de los imperios denominan «micro-militarismo». Se trata de una suerte de esfuerzo compensatorio destinado a aliviar el dolor de la decadencia mediante desnortadas demostraciones de poder: «audaces jugadas militares maestras» que pretenden «rescatar el prestigio y el poder perdidos» (McCoy, 2017: 241). Partiendo de esta idea, podemos resumir en una sola frase los factores geopolíticos del colapso hasta aquí comentados: el hegemón más violento de la historia se precipita hacia la trampa de Tucídides más peligrosa de la historia en un momento en que cabe esperar que dé rienda suelta a un desesperado micro-militarismo con capacidad para dejar a la suma de todas las posibles guerras sucias por recursos –y, de hecho, a la suma de todos los conflictos habidos hasta la fecha– a la altura de los más agradables pícnics al sol.
Los habrá que pretendan leer aquí panegíricos implícitos o justificaciones mal disimuladas de las «causas» o posiciones de los rivales de nuestro hegemón, pero hasta donde alcanzamos a ver sólo difieren de él en términos cuantitativos: menos potencia de fuego y mucha menos sangre en las manos.
Como indicábamos, estos factores geopolíticos serían menos preocupantes en un contexto sociocultural diferente. En el nuestro, el auge de un movimiento pacifista de algún relieve era prácticamente inconcebible antes ya de la campaña de relaciones públicas desplegada en torno a la guerra de Ucrania. Las perspectivas parecen ahora considerablemente peores.
La decadencia del sistema socioeconómico fundado en el más intenso recurso a la violencia que haya conocido la historia coincide en el tiempo con el periclitar del más violento de los hegemones. Sería raro que cualquiera de los dos procesos por separado pudiera tener lugar sin sobresaltos. En conjunción, nuevamente, las perspectivas empeoran.
Lo último que podemos permitirnos hoy es demorar la construcción de un movimiento pacifista fuerte, porque lo último que necesitamos es arrojar recursos valiosos al vertedero moral de los presupuestos de «defensa». Frente a un comisariado cultural que aplaude exaltado el heroísmo de un presidente que llama al aprovisionamiento de cócteles molotov por parte de civiles (Sahuquillo, 2022), quizá pudieran encontrar nuestra solidaridad y nuestro compromiso un hogar más amable y benéfico en la reprobación de esos aplausos por parte del Movimiento Pacifista Ucraniano (Goodman, 2022) –la Cumbre de la OTAN en Madrid, los próximos 29 y 30 de junio, ofrecerá una excelente ocasión para comenzar a dirigirlos hacia ese hogar.
3. A modo de conclusión
Existen, claro, diferentes usos y acepciones de la voz «colapso» en los debates ecosociales en curso. Ya una lectura superficial de los apartados anteriores revela que no nos hemos inclinado aquí hacia una interpretación particularmente fuerte. No nos hallamos en condiciones de ponerle algo así como una fecha a algo así como un hundimiento general del capitalismo industrial, ni tampoco de sostener, como es más frecuente, la inevitabilidad del colapso de cualquier forma posible de sociedad industrial. Lo que sí nos parece escasamente arriesgado es avanzar que estamos entrando en una fase de inevitable contracción del capitalismo global, y que ello podría derivar con facilidad en procesos abruptos del tipo de los habitualmente contemplados en la literatura acerca del colapso. Desde luego, esa contracción podría discurrir por muchas vías, desde una más que improbable revolución ecosocialista global hasta una más que probable heterogeneidad en los ritmos, geografías y estrategias de relocalización económica, con proyectos del tipo del «período de autarquía» franquista o el del «período especial» cubano conviviendo mal que bien, durante algún tiempo, con regionalizaciones neocoloniales de corte keynesiano (Pacto Verde Europeo) o diversas variedades de neoimperialismo ecofascista.
Sea como fuere, la acepción débil de «colapso» hacia la que aquí nos hemos deslizado trae implícita la tesis de que el capitalismo global «colapsará» en el sentido de que sólo podrá prolongarse a costa de acarrear, en lo social y lo ecológico, peores consecuencias cuanto más dure la prolongación. Por tanto, si llamamos «civilización occidental» al capitalismo global, el colapso de la civilización occidental es inevitable. Si preferimos hablar de sociedades capitalistas, la cosa no está tan clara. «Colapso del capitalismo global» no equivale a «fin del capitalismo»: como sugeríamos, resulta perfectamente concebible, y de hecho nada hace suponer improbable, que al «colapso» del capitalismo global suceda un mundo de «islotes capitalistas coexistiendo con otras formas de vínculo social» (Ornelas, 2021: 13).
Gil-Manuel Hernández Martí, profesor del Departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de València, ha acuñado recientemente la noción de «globulización». Desde su punto de vista, ante nuestro complicado horizonte ecosocial, y en el marco del imperio indisputado del poder corporativo transnacional, es improbable que las élites dominantes, conscientes de la inevitabilidad del colapso del sistema capitalista global, planeen sentarse a contemplar el panorama de brazos cruzados. Su proyecto consistiría, antes bien, en «administrar y guiar el proceso del colapso desde sus planteamientos hegemónicos para reorientar el capitalismo terminal, mediante una transición autoritariamente controlada, hacia una suerte de neofeudalismo corporativo (…), potencialmente exterminista, que salvaguarde el imperativo extractivo por desposesión que es la razón de ser esencial de tales élites». En esa reorientación, las luchas elitistas por unos recursos cada vez más escasos en una biosfera cada día más inestable traerá consigo la expulsión de «la mayor parte de la población humana a un vasto extramuros de pobreza, abandono y decadencia» mientras, intramuros, se configuran en burbujas neofeudales espacios-fortaleza globulares regidos por unas élites capaces de preservar sus privilegios mediante el dominio de la escasa proporción no expulsada de la población mundial (Hernández Martí, 2022).
Con independencia de la verosimilitud que creamos justo atribuir a pronósticos como éste, el colapso, entendido como la deriva socioeconómica potencialmente catastrófica del declive del capitalismo global, presenta hoy no el cariz de una hipótesis, sino más bien el de una descripción más o menos ajustada de multitud de procesos que comienzan a dejarse notar tanto en la periferia como en los centros del capitalismo global. Esos procesos tienen todos los visos de ir a trazar rutas ambiguas e irregulares, pero identificables, en términos generales, como un incremento de la degradación de más y más ecosistemas y capas sociales ante la incapacidad del capitalismo global para encontrar nuevas vías de valorización resolviendo al tiempo la contradicción entre su naturaleza autoexpansiva y los límites biofísicos del planeta.
Esa naturaleza autoexpansiva se nos viste hoy de verde, pero no cuesta identificar bajo esos ropajes el propósito de establecer «nuevas colonias energético-materiales» y prolongar gracias a ellas una «huida hacia delante» (Rivero Cuadrado, 2022) cada día más endeble desde el punto de vista económico y más dañina y peligrosa desde el ecosocial. Se trata, sin embargo, de un disfraz verde que el capitalismo global comenzó a quitarse apenas terminó de ponérselo. Así, por ejemplo, venimos presenciando en los últimos meses una marcada pérdida de interés inversor en los activos bajo criterios de capitalismo de rostro amable (ESG) en favor de los activos de rostro extractivista tradicional. De este modo, si la COP26 anunciaba la muerte del carbón, la realidad, recalcitrante, nos muestra que, «incluso antes de la invasión rusa de Ucrania, lejos de disminuir, el uso de carbón a nivel mundial aumentó a niveles récord (…). En los EE. UU., la generación de electricidad mediante carbón fue mayor en 2021 bajo el presidente Joe Biden que en 2019 bajo el entonces presidente Donald Trump (…). En Europa, la generación mediante carbón aumentó un 18% en 2021» (Roberts, 2022).
Es ciertamente improbable, en fin, que el declive del capitalismo global, constreñido por la comentada pluralidad de factores en sí mismos complejos, vaya a describir una trayectoria uniforme. Cabe anticipar, antes bien, un solapamiento de itinerarios caracterizado por la multiplicidad de escalas espaciales y temporales en la traducción de la lógica del agotamiento y la erosión desde el plano de los recursos y los ecosistemas a la esfera económica, social y política, como cabe asimismo anticipar que en cada una de esas escalas y esferas se exploren diversas respuestas a la quiebra del capitalismo global. Evitar el éxito de las resistencias elitistas a las reconfiguraciones de carácter emancipatorio e igualitario no es hoy un mero imperativo político en sentido «intramuros» (Riechmann, 2020d), simplemente antropológico, sino un imperativo moral en el sentido más amplio y grave del término, porque cuando hablamos hoy de tirar del freno de emergencia, la emergencia que es el caso tiene la forma de una nada improbable combinación de ecocidio y antropocidio (Riechmann, 2008b; 2009: cap. 10) y lo que debemos frenar es «un modo de vida que podría concebirse como una concatenación de abusos, latrocinios y matanzas que, si fuésemos plenamente conscientes, todo el tiempo, apenas nos permitiría una brizna de calma» (Palomeque, 2021).
A la luz de la actual naturaleza y coyuntura del capitalismo global, las eventualidades verdaderamente catastróficas –aquellas que permitirían hablar, en singular y en puridad, de un colapso generalizado, en lugar de un mosaico más o menos interconectado de procesos ubicados en algún punto de la escala que va de la crisis al colapso– no sólo no pueden descartarse, sino que son de hecho probables. Si bien es claro que probabilidad no equivale a inexorabilidad, por lo que a las prescripciones prácticas se refiere, convendría obviar esa distinción: nuevamente, es a eso a lo que se llama prudencia.
Referencias
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Notas:
[1] Anotemos al margen que la agroindustria fósil afronta ese declive en un momento en el que los sistemas agrarios tradicionales se ven forzados a lidiar con los vaivenes de un clima y una biosfera cada día más inestables, y sobra indicar que esos vaivenes podrían contribuir a oscurecer considerablemente nuestro cuadro demográfico (cf., v. g., Riechmann, 2020a: 17).
[2] Ese gasto ha sido recientemente reorientado en la peor de las direcciones: los últimos tres cuartos de billón presupuestados para el Pentágono no se destinarán ya prioritariamente a la modernización de la flota, artillería u otras menudencias, sino directamente al armamento nuclear: exactamente lo que necesitamos después del desmantelamiento unilateral del Tratado sobre Misiles Antibalísticos en 2001 y el del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio en 2019.
[3] La amenaza del desastre alimentario no se limita al Sur. La globalización del sistema alimentario, su concentración en oligopolios financiarizados y «la casi total desaparición de la oferta alimentaria destinada a los mercados internos» ponen, de acuerdo con comentaristas nada sospechosos de «catastrofismo», a todas las economías del mundo en una grave situación de inseguridad «sin posibilidad de retorno mientras no cambie el sistema de arriba a abajo»: «quienes vienen analizando desde hace años la naturaleza del sistema alimentario de la globalización están advirtiendo de que no vivimos un momento de crisis, el resultado de perturbaciones concretas o localizadas (…), sino la desintegración del sistema en su conjunto porque sus rasgos de desorden y desequilibrio se agravan y los mecanismos correctores se debilitan o desaparecen» (Torres López, 2022). «Los científicos llevan unos años lanzando desesperadamente la voz de alarma, pero los gobiernos se niegan a escuchar: el sistema mundial de alimentación empieza a parecerse al sistema financiero global cuando estaba a las puertas de 2008» (Monbiot, 2022).
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