La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Rafael Poch de Feliu
Putin y el giro de Rusia
La ideología neocon rusa afirma que se ha puesto fin a la orientación europeísta-occidental del país, llevada a cabo por el zar Pedro el Grande hace trescientos años. ¿Es seria esa ideología o es una quimera?
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La desastrosa guerra de Ucrania ha puesto en evidencia una nueva Rusia. ¿Cómo pudo llegarse a una aventura tan extrema e insensata? ¿Qué ideología y proyecto nacional la han hecho posible? La ortodoxia mediática responde una y otra vez a esas preguntas, repitiendo “Putin, Putin, Putin…”. La demonización del presidente ruso pretende explicarlo todo con un pueril y maniqueo guion de Hollywood, pero ¿qué hay detrás de ese recurso?
¿Cómo se gestó la nueva mentalidad neoconservadora de la élite rusa? ¿Tiene futuro esta reacción a la “globalización cosmopolita” y a la “decadencia liberal”, reacción que se advierte por doquier, también fuera de Rusia? ¿Y cómo empalma ese particular giro ruso con el traslado de la potencia global desde el espacio euroatlántico al indo-pacífico en el que estamos insertos? ¿Cómo afecta, en definitiva, a la correlación de fuerzas global?
Uno de los que se ha planteado algunas de estas preguntas es Glenn Diesen, un profesor poco conocido de una universidad de provincias de Noruega, autor de Russian Conservatism (2021). Su perfil en Wikipedia lo presenta poco menos que como un diabólico ideólogo al servicio del Kremlin, sin embargo la simple realidad es que este autor es de los que mejor han explicado la génesis y los presupuestos de la mentalidad dominante en el Kremlin.
Diesen no explica la “Rusia de Putin”, ni mucho menos el sentir y el pulso de la sociedad rusa, sino la mentalidad y convicciones del grupo dirigente ruso y sus intelectuales orgánicos. Si esa ideología es quimera o no, si tiene raíces y futuro en la sociedad rusa o si, por el contrario, es la construcción intelectual de los acomplejados dirigentes de una gran potencia venida a menos y en búsqueda de consolidación para su régimen autocrático en crisis, es algo que solo el tiempo dirá. Pero para entender la situación presente hay que interesarse por ello, sea cual sea su verdadera sustancia.
Nueva síntesis
El nuevo conservadurismo ruso ha sido formulado como alternativa, tanto al pasado soviético como al liberalismo de los noventa. Al mismo tiempo, se quiere incorporar a la nueva narrativa nacional conservadora aspectos de ambos periodos para afirmar una “continuidad histórica” superadora de las rupturas “revolucionarias” características de la historia rusa, y consideradas responsables de tantos desastres, estancamientos y debilidades. Superar ese defecto y afirmar una dinámica de modernización y cambio armónico, orgánico, gradual, continuado y asumible por toda la sociedad, era una idea que Putin defendía ya en los primeros años de su mandato, cuando aún era un liberal-conservador occidentalista partidario de la reintegración de Rusia en la “civilización”, como se decía entonces. La idea, común a todos los llamados “demócratas” rusos —en realidad partidarios del mercado, autoritarios de mentalidad estalinoide— era que el periodo soviético había excluido a la URSS de la civilización a la que había que regresar. En su voluntad estabilizadora, Putin introducía una importante enmienda al propósito de los autoritarios de mercado rusos: lo nuevo debe construirse sobre el pasado y sin romper con él, decía.
En ese afán continuista, el régimen ruso practica hoy una síntesis conservadora de todo lo que es útil en la historia nacional para la consolidación social y el desarrollo: símbolos soviéticos, canonización de Nicolás II y reivindicación de los zares más gloriosos, himno soviético, Stalin y las epopeyas de su periodo, condenando al mismo tiempo sus crímenes.
En contra de lo que se suele afirmar a la ligera, el régimen no reivindica el estalinismo, ni mucho menos tiene en él un modelo, sino que practica un equilibrio. En marzo de 2010, Putin participó junto al primer ministro polaco Donald Tusk en la conmemoración de las masacres de Katyn, que buscaba una reconciliación con Polonia, y calificó de “inmoral” el pacto Molotov-Ribbentrop, mientras la Iglesia ortodoxa estigmatizaba a Stalin como “monstruo”. La idea ahora es que no se puede erradicar ni arrojar a la basura el siglo XX de la memoria e identidad nacional, porque hacerlo sería malograr el desarrollo orgánico al adoptar y caer de nuevo en una “ruptura revolucionaria”.
Todo esto choca mucho, especialmente a observadores que no han conocido las experiencias de los años noventa en Rusia y que carecen por tanto de perspectiva para entender la lógica de esta evolución.
El idóneo continuador
En 1999 el dominical de The New York Times retrataba así a Vladimir Putin, recién nombrado sucesor de Yeltsin. Putin será, decía, “una versión humanitaria de Pedro el Grande, el gobernante que abrirá el país a la influencia del mundo, una Rusia más dulce y más dinámica que nunca”.
Dos décadas después, el régimen ruso afirma estar poniendo fin al viraje occidental llevado a cabo por el zar Pedro el Grande hace 300 años y los mismos plumillas del gran diario neoyorkino describen rutinariamente a Putin como “fascista” y “dictador”, “criminal de guerra” y “genocida”, y hasta el propio presidente de Estados Unidos se refiere a él como “asesino” que debe ser desplazado del poder. Obviamente, la invasión de Ucrania ha jugado su papel, pero el giro hacia una calificación rotundamente negativa y la demonización del personaje venía de mucho más atrás. Merece la pena repasar la lógica de esa evolución.
En aquel 1999, y en cuestión de pocos meses, el senil y errático Yeltsin había seleccionado a su sucesor, asesorado por su hija Tatiana, entre un elenco de una docena de aspirantes. El viejo presidente contemplaba su legado. Yeltsin se había abierto paso en los ochenta denunciando los “privilegios de la nomenclatura” y los límites de la democratización de Gorbachov. Yeltsin disolvió la URSS para hacerse con el Kremlin, instauró un caos de latrocinio, corrupción y desigualdad sin precedentes, que permitió la reconversión social de la casta dirigente en clase propietaria, y convirtió en ridículos aquellos “privilegios de la nomenclatura” al lado de los nuevos capitales desfalcados. Para llevar a cabo todo eso, Yeltsin restableció el tradicional sistema autocrático ruso del que la perestroika había sido, como he señalado, breve paréntesis y excepción.
Con todo eso en su haber, al final de su mandato, el viejo autócrata era consciente de que dejaba el país hecho un desastre. Había que poner orden, pero un orden que no se entendiera como regreso al pasado comunistoide, que no cuestionara la privatización ni la “economía de mercado”. Había que corregir, sin desmantelar, manteniendo la continuidad. Rusia debía levantar cabeza y volver a ser respetada. Episodios como el de Yugoslavia, en el que la potencia rusa había sido ignorada por Occidente y condenada a un papel de impotente comparsa, no se podían repetir.
Putin era un hombre absolutamente desengañado del periodo soviético. Con él no había el menor riesgo de regreso al antiguo régimen. Putin tenía perfectamente clara la superioridad de la “economía de mercado”, que no se podía dar marcha atrás a la privatización, por más aspecto de expolio que hubiera tenido. Que un tipo así procediera de los cuadros medios/bajos del KGB era una ventaja añadida. El KGB estaba mucho menos corrupto que el conjunto de los aparatos de Estado, así que todo ello ofrecía un panorama muy a la medida de la situación: poner orden sin regresar al pasado, hacerse respetar sin abandonar el alineamiento con Occidente, lo que los liberal-estalinoides rusos designaban como la “civilización”. Además, Putin era un tipo leal que ofrecía algo fundamental, garantías de seguridad personal: que no se perseguiría a Yeltsin y su familia por haber disuelto la URSS y haber dejado el país hecho unos zorros. Por todo ello, Putin fue el seleccionado. En el orden internacional, la situación era crítica.
De la “Casa común europea” a Euroatlántida
El proyecto gorbachoviano de ‘Casa común europea’, de Lisboa a Vladivostok, es decir, una gran integración europea, pluralista y respetuosa de la diversidad interna del conjunto, con una seguridad continental integrada y apuntando hacia una multipolaridad enfocada a la resolución de los retos del siglo, una “nueva civilización”, sin armas de destrucción masiva, atenta a los problemas del sur global y a la resolución de las cuestiones medioambientales, todo eso, se había hundido. De la idea de Gorbachov de “superar” la Guerra Fría, se había pasado a otra cosa: el discurso del presidente Bush-padre de “victoria” occidental en la Guerra Fría. La nueva música del presidente americano era inequívoca:
“Por la gracia de Dios, América ganó la Guerra Fría. Hay quien dice que podemos dar la espalda al mundo, que no tenemos un papel especial que jugar, pero somos Estados Unidos de América, el líder de Occidente que se ha convertido en el líder del mundo, así que continuaremos liderando en apoyo de la libertad en todas partes”.
La cumbre de la OTAN de 1991 en Roma siguió esa senda: la disolución del Pacto de Varsovia no afectaba a su razón de ser ni a su papel, que debía globalizarse. Estableció que “Euroatlántida” había tomado el relevo a la “Casa común europea”. Ese cambio conceptual, que cerró en falso la Guerra Fría, fue posible por tres motivos.
En primer lugar, como hemos explicado en anteriores artículos, por el engaño y no respeto a las promesas verbales hechas a Gorbachov y a los documentos firmados con la URSS, como la Carta de París para la nueva Europa y el acuerdo 2+4 de la reunificación alemana, que pusieron fin a la Guerra Fría. Segundo, por la prioridad de Estados Unidos de seguir presente en el continente para evitar la emergencia en el mundo de un nuevo gran actor europeo autónomo. Por razones geográficas, la gran integración europea de Gorbachov dejaba fuera a Washington, lo que disminuía su potencia global. Y en tercer lugar, por reacción a los espectáculos de la propia Rusia. En 1991 hubo dos golpes de Estado, el frustrado de agosto de los conservadores del PCUS contra la Perestroika y el exitoso de diciembre disolviendo la URSS. Siguió, en octubre de 1993, el golpe de Yeltsin que abolió a cañonazos el pluralismo institucional y convirtió un parlamento efectivo en una Duma consultiva con una constitución autocrática. El primer “gesto de autoridad” del nuevo régimen fue el desastroso intento de aplastar militarmente la rebelión chechena. Y rodeando todo aquello, el espectáculo del saqueo económico del país, con decenas de decretos de privatización redactados por asesores norteamericanos…
Gorbachov y la URSS tenían credibilidad para proponer un gran proyecto internacional desde la posición de una superpotencia que se retiraba, generosa e incondicionalmente, de su espacio imperial. La Rusia de Yeltsin ya no tenía esa credibilidad. Yeltsin era la restauración de una autocracia bananera cuyo ejército era derrotado en 1994 por 6.000 guerrilleros chechenos en el Cáucaso del Norte… Habiéndose instalado la idea de que eso siempre sería así, ¿quién podía tomarse en serio a Rusia? Así que por esos tres factores Euroatlántida se impuso sin mayor dificultad a la ‘Casa común europea’. Y la esencia de Euroatlántida era una Europa ampliada representada por una UE, neoliberal y sin instituciones democráticas, en expansión, que imponía uniformidad y disciplina (la díscola Yugoslavia fue eliminada, aprovechando sus serios problemas internos), así como una seguridad exclusiva a la medida de la tutela de Estados Unidos. En lugar de contribuir a la multipolaridad y al consenso internacional, la nueva fórmula apuntaba hacia otra cosa mucho más autoritaria y dictatorial para las relaciones internacionales: el hegemonismo.
Rusia despechada
En ese complejo contexto, Vladímir Putin llegó a la presidencia de una Rusia desmoronada: como un liberal-conservador dispuesto a ordenar y corregir los desastres de los noventa, reconstruyendo la autoridad del Estado sin cuestionar el vector fundamental occidentalista del periodo anterior. En uno de sus primeros discursos (diciembre de 1999) decía lo siguiente: “Estamos completando la primera fase de la transición de las reformas políticas y económicas. Pese a las dificultades y errores hemos llegado a la senda en la que está el conjunto de la humanidad. Solo esta vía ofrece una perspectiva real de crecimiento económico dinámico y de mejora del nivel de vida de la gente. No hay alternativa”.
Meses después, en 2000, insistía: “Rusia es parte de la cultura europea y no puedo imaginar a mi país al margen de Europa o como solemos decir separado del ‘mundo civilizado’ […] ver la OTAN como un enemigo es destructivo para Rusia”. El 25 de septiembre de 2001, Putin explica en alemán ante el Bundestag que los “derechos y libertades democráticos” son el “objetivo clave de la política interior de Rusia” y que por primera vez el presupuesto militar es inferior al gasto social en su país.
Desde ese discurso liberal continuista, Putin comenzó a poner orden en Rusia. Retomó el control estatal de sus estratégicas industrias extractivas, disciplinó a los oligarcas con un pacto de lealtad al Estado y buscó una inclusión en el cuadro occidental desde una posición menos débil. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, fue el primero en ofrecerle a George W. Bush una “plena colaboración”. Facilitó el establecimiento de bases militares de Estados Unidos en Asia Central, ofreció una importante cooperación de su inteligencia militar para la invasión americana de Afganistán (otoño de 2001), se abrió a un condominio de los ricos recursos de la región del Caspio y en Transcaucasia… No sirvió para nada. Todo eso se interpretó como debilidad y como expresión del lógico sometimiento. No tuvo ninguna consecuencia en la actitud de Occidente hacia Rusia. Al contrario: cuanto menos desbarajuste había en Rusia, tanto más crecía su mala imagen en Occidente como negador de valores democráticos. Sin duda, el país conocía un endurecimiento autoritario en el orden interno y también un crecimiento sin precedentes en más de una generación: la tasa de pobreza se dividió por dos, la esperanza media de vida masculina, que había caído cinco años en los noventa (¡59 años!) y había dado lugar a un colapso demográfico de medio millón de muertes, subió hasta los 66. El consenso social era alto. Y conforme tenían lugar esos éxitos, Putin era peor visto en Occidente, porque ni en Washington ni en Bruselas se aceptaba una Rusia crecida y restablecida.
El rodillo expansivo de Euroatlántida avanzaba. La absorción en la UE y en la OTAN de países del Este y de la ex URSS muy resentidos contra Rusia, y con mayor sintonía hacia Washington que hacia Bruselas, facilitaba la reconstrucción de la imagen de enemigo cuyo empolvado andamiaje seguía intacto en el almacén occidental de la Guerra Fría. Las repetidas objeciones de Moscú sobre decisiones de seguridad europea sin Rusia, y cada vez más contra Rusia, se ignoraban. Las tensiones que resultaban de la ampliación de la OTAN se utilizaban para justificar su razón de ser. La propia OTAN creaba los motivos para su pervivencia. Se reescribía la historia de la Segunda Guerra Mundial equiparando nazismo y estalinismo. La percepción de que cualquier medida de consolidación interna rusa o cualquier exigencia de que se tuvieran en cuenta sus intereses de seguridad no era aceptada en el extranjero, e incluso se volvía informativamente contra ella (por ejemplo el enérgico discurso de Putin en Munich de 2007), alimentó el despecho de la élite rusa con Occidente y condujo al establecimiento de un nuevo conservadurismo entre los dirigentes rusos y sus intelectuales orgánicos, muy mediatizados por antiguos cuadros de los aparatos de seguridad que Putin había colocado en los puestos de mayor confianza. A Estados Unidos se le comprendía y respetaba. Al fin y al cabo, aquel país siempre quiso anular a Rusia, pero hacia la Unión Europea, más allá de Alemania y Francia, o de países internacionalmente irrelevantes como España, el sentir era otro: desprecio. Moscú ha llegado a despreciar a la Unión Europea como marioneta de Estados Unidos, carente de toda soberanía y a merced de los presupuestos rusófobos de países como Polonia y las repúblicas bálticas, para los que la rusofobia es su principal aportación a la disciplina euroatlántica. Así, conforme aumentaba el agravio y el rechazo a cualquier consolidación de Rusia, en Moscú ese conservadurismo iba evolucionando gradualmente hacia la derecha y el antioccidentalismo. Hoy está plenamente asentado en la élite rusa.
La Rusia de hoy es como una amante despechada a la que le ha dejado el novio.
Entre Crimea y las pensiones
La opinión pública rusa apoyó claramente la labor de restablecimiento y consolidación llevada a cabo por Putin durante los primeros diez años de su mandato. Quienes se enfrentaban frontalmente a su acción de gobierno, medios de comunicación y personas, eran reprimidos sin contemplaciones. Con una buena coyuntura de los precios del petróleo, se detuvo la degradación de la vida y el prestigio del presidente se mantuvo alto. Con los años y las dificultades de diversas crisis, ese apoyo disminuyó (70% en 2016, 33% en 2019). La economía, que seguía su curso neoliberal, se estancaba, aprisionada en una integración en la globalización que la condenaba a una extrema dependencia. Al mismo tiempo, el discurso oficial ponía cada vez mayor énfasis en la identidad de gran potencia.
Para mediados de la primera década de los 2000, Rusia había abandonado mentalmente la órbita occidental. El objetivo era consolidar el entorno postsoviético e integrarlo en una relación política y económica no hostil a Moscú. El definitivo descalabro de la influencia rusa en Ucrania de 2014, por una mezcla de revuelta popular y operación de cambio de régimen apadrinada por Occidente, significó un cambio radical: se hundía la posibilidad de una Ucrania puente y se instalaba la realidad de una Ucrania definitivamente hostil y beligerante, dominada por una identidad nacionalista muy activa, pero en la que solo se reconocía, quizás, un tercio de la nación, con el resto bien en pasivo silencio, bien en diversos grados de disconformidad. En ese cuadro, Ucrania se convirtió en línea de frente y obsesión para el Kremlin.
El nacionalismo ruso ya había denunciado en los noventa (Solzhenitsyn lo formuló con toda claridad) la aberración que suponía que territorios rusos como el sureste del país (Járkov, Odesa, Crimea) formaran parte de Ucrania. El cambio de régimen en Kiev de 2014 demostró la profunda debilidad de la política de Moscú hacia su entorno postsoviético, pero se compensó con la consolación de la anexión de Crimea, en una operación impecable que significó una desafío militar inaceptable para el hegemonismo occidental, y que fue percibida como indiscutible por la mayoría de los rusos. La operación volvió a estimular el prestigio de Putin, pero su efecto fue temporal. La fuerte protesta social contra los aumentos de la edad de jubilación y la privatización neoliberal de las pensiones, a la que Putin tuvo que echar el freno, recordó que la mayoría de los rusos prefieren el bienestar y un orden social más justo al sacrificio en el altar estatal de la identidad de gran potencia.
Conforme crecían las dificultades para un bienestar social más o menos estable y para dar una apariencia democrática a una autocracia presidencial sin posibilidad de relevo mediante el voto, aumentaba el discurso oficial de gran potencia despechada. Tras el concepto de “democracia dirigida”, que ya se empezó a utilizar a finales de los noventa, apareció el de “democracia soberana”, un concepto que rechaza la hegemonía liberal y toda supervisión occidental de los asuntos internos.
“En el mundo de hoy una gran potencia no es aquella que impone su voluntad a los demás, sino, al revés: aquella que no permite que nadie le dicte su voluntad y que si es necesario es capaz de contraponer una fuerza superior a la presión exterior”, dice el analista Dmitri Trenin. “Rusia dispone de esa capacidad y de los recursos necesarios para realizar una vía autónoma de desarrollo y una línea de política exterior independiente, y eso es lo que hace de ella una gran potencia”.
“Somos civilización”
Los imperativos de afirmación de la soberanía y del estatuto de gran potencia determinaron la revisión y crítica del liberalismo y la defensa del conservadurismo.
“Poniendo al individuo en el centro, el liberalismo avanzó ideas profundas como la democracia y los derechos humanos que toda sociedad sana requiere, pero el liberalismo se había desarrollado en el marco del Estado-nación y había sido tanto más exitoso cuanto más restringido y equilibrado fue por principios conservadores”, explica Diesen. “Los excesos del liberalismo han resultado en su desvinculación respecto a la nación-Estado, lo que previsiblemente conduce a fragmentación y revolución”. En ese exceso, “el individuo se libera del hecho de ser definido por la nación y la cultura a la que pertenece, liberado de la iglesia, la familia, las tradiciones, e incluso de su género biológico”. En esa degeneración, se plantea como reacción, “una lucha entre nacionalismo y cosmopolitismo”. “En el consenso neoliberal santificador de las liberadas fuerzas de mercado, la izquierda y la derecha resultan igualmente incapaces de perseguir sus compromisos ideológicos y quedan atrapadas en guerras culturales en las que todos pierden”, dice Diesen.
En las relaciones internacionales “el liberalismo se convierte en norma hegemónica” y se banaliza la legalidad a conveniencia. Se cambian las fronteras de Serbia, se invade Irak, se invoca la lealtad entre una “alianza de democracias” como alternativa a la ONU y se llama “orden internacional basado en normas” a la arbitrariedad. “Se llega así a una simplista división binaria del mundo entre ‘democracias’ y ‘autoritarismos’ incapaz de comprender las complejidades de la política internacional”. La ambigüedad permite justificarlo todo a conveniencia: “Que el ‘orden internacional basado en normas’ priorice el principio de integridad territorial o el de autodeterminación en Kosovo y Crimea, es algo que depende de los intereses de Occidente. La soberanía desaparece porque las invasiones pasan a ser ‘intervenciones humanitarias’ y los golpes de Estado, ‘revoluciones democráticas’”. Así, “el fracaso de contener los excesos del liberalismo con principios conservadores en el orden interno, y con la igualdad de las soberanías en el orden externo, resulta en la degeneración de los ideales liberales”.
Un documento de 2014 sobre los Fundamentos de la Política Cultural del Estado dejaba bien claro que el objetivo de integrar a Rusia en “la civilización” [occidental] había caducado al afirmar que “Rusia debe ser vista como una civilización única y original que requiere el rechazo de principios tales como el multiculturalismo y la tolerancia de aquellos que imponen valores ajenos a la sociedad”. No se trataba ya de “regresar” a la “civilización” de la que la URSS había sido negación, una especie de aberración histórica sin conexión con la historia nacional rusa y obra de unos bolcheviques extraterrestres, sino de subrayar que Rusia y su mundo son una civilización. “Los rusos son la matriz de la civilización rusa […] pero son y pueden ser rusos, los tártaros, los yakutos, los chechenos y el mosaico étnico de Daguestán”, dice Dmitri Trenin. “La ortodoxia es la religión mayoritaria pero la tradición de tolerancia confesional permite la convivencia pacífica entre las principales confesiones autóctonas: ortodoxia, islam, budismo y judaísmo”, sigue. “El Estado unido garantiza la paz, el bienestar y el desarrollo en un territorio enorme desde el Báltico a mar de Japón y desde el Ártico hasta el Caspio. Precisamente la común potencia estatal es el valor más importante para esa civilización compleja”. Desde esa reformulación, consecuencia del despecho, se difunden las obras de filósofos conservadores como Iván Ilyin, Nikolai Berdiayev y Vladímir Soloviov, y se recupera el concepto de euroasianismo.
Eurasianismo compensatorio
Como el orden liberal internacional no deja espacio a Rusia en Europa, y al mismo tiempo el ascenso de China anuncia el fin del dominio mundial occidental característico de los últimos siglos, el eurasianismo encuentra un doble sentido ideológico y geoeconómico: por un lado, es una respuesta al agravio de esa Europa liberal decadente, que disuelve los valores sociales esenciales (familia, religión, patria) y confunde los géneros al afirmar las diferencias de las minorías sexuales, y por el otro, se pone en sintonía con el traslado de la potencia global hacia Asia.
La mayor conexión con China ha sido también propiciada por la estupidez estratégica de Estados Unidos, que sometió y somete a Moscú y Pekín al mismo tipo de cerco militar, bloqueos y sanciones. Para paliar el peligro de verse convertida en la “hermana menor” de China, una potencia con una economía diez veces mayor y un dinamismo social claramente superior, Moscú cuida y estrecha relaciones fuertes también con potencias asiáticas recelosas de China, como India y Vietnam, e incluso lanza puentes a Corea del Sur y Japón —puentes ahora destruidos por la invasión de Ucrania— en búsqueda de cierto equilibrio compensatorio. Y todo eso en el contexto de la teoría de MacKinder, según la cual el dominio de la matriz continental euroasiática está llamado a tomar el relevo a los imperios marítimos occidentales, con la UE convertida en una mera “península de Eurasia”. Clave de ese relevo es el trazado de corredores energéticos y de transporte, la puesta en marcha de nuevos instrumentos financieros y la creación de recursos de redes sociales con miras a independizarse de los monopolios digitales americanos, vistos como aparatos de dominio, censura y guerra híbrida.
“El conservadurismo es una tercera vía para escapar del liberalismo sin caer en un regreso al comunismo. El euroasianismo busca una consolidación geopolítica que permita tratar de igual a igual con Europa”, dice el noruego Glenn Diesen. “El problema de Rusia consistía en que se encontraba permanentemente en un estado de interdependencia asimétrica con Occidente, es decir que dependía mucho más de lo que aquel dependía de ella, lo que daba a Occidente una gran preponderancia. Era un grave problema porque además la arquitectura de seguridad se construyó sobre la herencia de una Guerra Fría nunca cancelada. La gran Eurasia es un intento de compensar este desequilibrio”.
Un régimen más duro y más social
La invasión de Ucrania es un intento preventivo ruso de cambiar un orden que considera injusto y adverso y que habría acabado en una gran guerra contra Rusia, dicen los intelectuales orgánicos del Kremlin. La intensa modernización de las fuerzas armadas ucranianas por la OTAN, con una millonaria financiación y formación de decenas de miles de militares por instructores occidentales, inmediatamente después del cambio de régimen de 2014, así como la nueva doctrina militar ucraniana encaminada a reconquistar militarmente Crimea y el Dombás, convertía una guerra de Ucrania contra Rusia en “mera cuestión de tiempo”, repite Putin. La invasión de Ucrania es, por tanto, una guerra preventiva, se dice.
Con la actual guerra se anuncia un cambio fundamental en la correlación de fuerzas global. De repente, la influencia de Estados Unidos sobre Europa ha aumentado mucho. La Unión Europea se ha convertido en subsidiaria de la OTAN. De un día para otro, se ha restablecido el dominio de Estados Unidos sin fisuras en el viejo continente. El proyecto euroasiático chino-ruso de integrar a la Unión Europea en un gran eje continental euroasiático se ve seriamente comprometido. Europa está rompiendo con Rusia y China, con lo que se debilitará económicamente y quedará aún más amarrada políticamente a Estados Unidos.
Para Rusia, la ruptura con Occidente supondrá enormes pruebas y dilemas. El discurso del nuevo conservadurismo ruso pretende, nada menos, que poner fin a una orientación de tres siglos. Si este discurso logra sobrevivir a la guerra de Ucrania, es decir, si no hay una quiebra del régimen ruso, el nuevo telón de acero está servido. Pero ¿será solo un telón geográfico, digamos con el Dniéper en el antiguo papel del Elba, o será algo más transversal? Cuando el presidente Biden dice que hay una división del mundo entre “democracias” y “autocracias”, da la sensación de que deja fuera otras fracturas, incluida aquella que atraviesa a la sociedad de su propio país entre “nacional-patriotas” a la Trump y “globalistas cosmopolitas”. Una fractura transversal, que atraviesa y crea brechas en la propia Unión Europea (Hungría Polonia…), en las naciones europeas (Macron/Le Pen) e incluso en la propia izquierda, como muestra la polémica entre una “izquierda de derechas” (liberal en lo cultural y en “modos de vida” pero conformista hacia el neoliberalismo y el imperialismo), y el llamado “rojipardismo”.
Sea como sea, en Rusia la guerra, las sanciones y los bloqueos encaminados a “quebrarla” (Ben Hodges, jefe de las tropas americanas en Europa), “ponerla de rodillas” (editorial de The New York Times) “destruir su economía” (Liz Truss, ministra británica de Exteriores), “arruinarla” (su homóloga verde alemana), y a “desmantelar, paso a paso, la potencia industrial rusa” (Ursula von der Leyen), van a transformar al régimen político. Privada de inversiones y paraísos fiscales occidentales, quizá la élite rusa tenga que invertir en el país. El consenso interno ante las “amenazas existenciales” deberá ser alimentado con una economía de guerra más social para la que el neoliberalismo, simplemente, ya no sirve. Respecto a los disidentes y opositores que no hayan emigrado (en marzo abandonaron el país 100.000 rusos, la mayoría de ellos jóvenes cualificados), la crónica de maltrato y represión de los últimos años puede llegar a ser un recuerdo feliz…
Solo el tiempo dirá si este giro neocon de la élite rusa, lentamente larvado y hoy instalado en el Kremlin, es socialmente sostenible y tiene futuro, o si, por el contrario, es el desesperado intento de sobrevivir de un régimen inadecuado a la realidad social del siglo XXI.
[Fuente: Ctxt]
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05 /
2022