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Rafael Poch de Feliu

Fallece en Moscú Nikolai Leónov, último jefe del departamento analítico del KGB de la URSS

El 27 de abril murió en Moscú Nikolai Sergeyevich Leonov, teniente general del KGB y último jefe de su departamento analítico. Tenía 93 años. En este artículo, escrito hace más de veinte años, se glosa la trayectoria de este singular personaje y su época. En la segunda mitad de los años noventa, aislado y asqueado ante los espectáculos de la privatización de la Rusia de Yeltsin, el teniente general fue una fuente muy valiosa para el autor de estas líneas.

* * *

Estaba allí desde los años setenta. Era de acero y estaba montado sobre una enorme estructura de cemento armado y hierro forjado. Sobre la bola del mundo remachada por la hoz y el martillo el letrero, en letras plateadas, proclamaba orgullosamente: “SSSR, oplot mira”, es decir: “La URSS es el baluarte de la paz”. El lugar era el cruce de la avenida Lenin con la calle Kravchenko, muy cerca de mi casa. Un día de 1992, con la URSS ya disuelta, desmontaron aquella enormidad y colocaron en el mismo lugar, sobre el mismo soporte, otro cartel que decía: “Inkombank”. Era de plástico, con letras azules. Aquel día pensé que nada mejor que aquel cambio resumía todo lo que había sucedido en el país desde el inicio de la reforma. Han cambiado —me dije— “una posición en el mundo por una posición en la vida”.

Lo que antes el país se gastaba en mantener el “baluarte de la paz”, el estatuto de superpotencia de la Rusia soviética, ahora se lo ingresa su clase dirigente en cuentas privadas a través de entidades como el “Inkombank”, que, por cierto, quebró años después. Hasta ahí todo claro, pero ¿qué había de genuino en aquel “baluarte de la paz”? Desde luego nada de “socialismo”, por lo menos en el sentido puro e ideal de un orden más justo y más humano. Las ilusiones sobre aquello deberían haber desaparecido en el mismo momento en el que el comunismo ruso se planteó como dictadura, es decir, desde sus mismos inicios. Pero entonces, ¿por qué sentía como una pérdida aquel desmantelamiento?, me pregunté. No era un sentimiento emocional ni pasajero, sino algo maduro y profundo. Algo debía haber en aquello que no era socialismo pero que estaba contenido en la realidad de la URSS, que me hacía pensar en una carencia. ¿Qué era pues aquello, por lo que ocasionaba tristeza que aquel superestado se hubiera disuelto?

No era la “druzhba narodov”, la “amistad de los pueblos” que, según decían, regía las relaciones entre las naciones de la URSS. La verdad es que dentro de aquel enorme conjunto multinacional había demasiada diversidad de sentimientos como para reducirlos sólo a “amistad”. La URSS había sido madre y opresora, partera de naciones y carcelera. Aún más, para muchas naciones había sido todo eso al mismo tiempo. No, no era eso. Tampoco era la gloria imperial de Rusia, la “derzhavnost”, tan cara a los rusos, que con la disolución de la URSS quedaba manifiestamente disminuida. Expatriado en Moscú, ese patrioterismo ruso me era tan ajeno como cualquier otro. Tampoco se trataba de los ecos de la victoria contra el fascismo hitleriano. Desde luego eso sí que había sido serio, pero había llovido mucho desde entonces. Mi generación podía comprender intelectualmente la importancia que había tenido aquello, pero para ella esa no era una “causa biográfica”. ¿Entonces por qué esa nostalgia, al ver cómo desmontaban aquel letrero de acero? Tras reflexionar un rato di con la respuesta al enigma: era por la historia de Nikolai Leonov. Por todo lo que esa historia contenía. Eso era lo que me hacía vibrar. Ahí encontraba no únicamente puntos de contacto con las experiencias de mi generación, sino también algo universal e importante no solo para el pasado, sino también para el futuro, pensé. Y esta es la historia.

La travesía del joven diplomático

La luz mediterránea del puerto de Génova deslumbró a Nikolai aquella calurosa mañana del 5 de mayo de 1953. Pocos días antes, al subirse al tren, había dejado atrás un Moscú todavía frío y lluvioso. Si todavía en la primera mitad de los años ochenta salir al extranjero era una experiencia casi mística para los soviéticos, dos meses después de la muerte de Stalin era, para aquel joven de 25 años en ruta hacia su primer destino como funcionario del Ministerio de Exteriores de la URSS, una aventura cargada de demonios y peligros. La URSS era un país en guardia, aislado y condenado internacionalmente. En su maleta, Nikolai llevaba un solo traje, negro de rayas, un pasaporte diplomático que no debía ser entregado a nadie “bajo ningún concepto” y un fondo de mil dólares que sólo podía ser utilizado en caso de “extrema necesidad”. En su cabeza, muchas sospechas, recelos ante los enemigos de la URSS que, según sus superiores, aparecerían ineludiblemente en su camino, y también perplejidades y curiosidades, por el contraste entre el colorido de la vida meridional y los estereotipos de su imaginación provinciana sobre la vida en el desconocido y hostil “mundo capitalista”.

El joven diplomático tenía que tomar aquel barco, el Andrea Gritti, un paquebote destartalado que para llegar a su destino, Veracruz, debía recoger a un montón de emigrantes italianos en Nápoles e iniciar una larga travesía de cinco semanas con escalas en Cádiz, Lisboa, Santa Cruz de Tenerife, Madeira, Curaçao, La Guaira y La Habana. Nikolai debía incorporarse a su destino en Ciudad de México, como antepenúltimo ayudante de embajada. Era un muchacho rubio de ojos azules, con entradas, de mediana estatura, hijo de campesinos de la región de Riazán, en Rusia central, cuyas buenas notas en el bachillerato le habían brindado una medalla de oro, que en aquellos tiempos era de oro de verdad, y una beca para estudiar en el Instituto de Relaciones Internacionales de Moscú. Su destino mexicano confirmaba el éxito en sus estudios y que sus conocimientos de español no eran malos.

Tres jóvenes latinoamericanos subieron en aquel mismo barco por accidente. Venían de hacer una gira por Europa, que había incluido una visita al Festival Internacional de la Juventud de Bucarest y una furtiva escapada a Odesa. La huelga de los estibadores de Marsella les había hecho cambiar de puerto de embarque. Nikolai se hizo enseguida amigo de ellos, porque hablaban español entre todo aquel griterío italiano, y porque la espontaneidad e informalidad de los jóvenes le cayó bien. Se llamaban Bernardo, José y Raúl y tenían entre 23 y 22 años, les gustaba leer y hablar de política. Llevaban muchos libros.

Nikolai enseñó a Raúl a jugar al ajedrez, Bernardo enseñó a Nikolai a jugar al pin pon. Enseguida se formó una liguilla. El ruso y los latinoamericanos formaron un equipo “de izquierdas” en liza con el conjunto “burgués” de a bordo. El contacto humano con aquellos nuevos amigos tropicales, dos guatemaltecos y un cubano, descongeló enseguida los rígidos reflejos funcionariales en el ruso. Nikolai prestó dinero de su “fondo reservado”, “sólo para casos de urgencia”, a sus compañeros, con los que compartía todo. Como la URSS estaba mal vista en casi todo el mundo y su pasaporte no se lo permitía, Nikolai no podía bajar a tierra en las tentadoras escalas de la travesía. Enfundado en su traje negro de rayas, el ruso parecía un empleado de banca inglés en el trópico. En Cádiz ya se moría de calor, y en el Andrea Gritti había una pequeña piscina. Los latinoamericanos se bañaban, pero Nikolai no tenía bañador.

En la URSS de entonces no existían los bañadores, la gente se bañaba en calzoncillos, así que durante la escala en Santa Cruz de Tenerife, mientras Nikolai armaba un gran escándalo con el capitán del barco que pretendía retener su pasaporte, como el de todo el pasaje, hasta el final de la travesía, los latinoamericanos volvieron de un paseo por la ciudad con un bañador y unos plátanos para Nikolai, ya más calmado al saber que lo del pasaporte no era una conspiración de aquellos anunciados enemigos al acecho. Nunca había visto un plátano. Ellos preguntaban sobre la URSS y él sobre América Latina. Nikolai les explicó que en su instituto se estudiaba inglés, español, alemán, francés y chino, y que él había sido uno de los tres de la rama española seleccionados para trabajar tres años en el extranjero, combinando la embajada con el perfeccionamiento del español. El alegre y extrovertido Raúl, con quien Nikolai entabló una amistad particularmente intensa, le habló de su hermano, “el abogado”. Bernardo le explicó que en su país de volcanes había un gobierno, el de Jacobo Arbenz, que promovía la reforma agraria. Arbenz sería derrocado un año más tarde, en junio de 1954, en un golpe de Estado/invasión derechista financiado por la CIA y la United Fruit Company. Ninguno de aquellos cuatro jóvenes sabía aquel día lo que el destino les deparaba, aunque sus vidas estaban ya escritas en sus convicciones y carreras. Raúl, cuyo apellido era Castro, no sabía que pronto se vería envuelto en una de las revoluciones más extraordinarias de América Latina cuyo líder sería su hermano, el abogado. Bernardo Lemus, no sabía que su actividad como abogado defensor de los sindicatos le conduciría a ser asesinado en la Guatemala de los setenta por la Mano Blanca, una de las versiones locales de los escuadrones de la muerte. Nikolai Leonov tampoco sabía que algún día llegaría a ser Teniente General del KGB, jefe de su Directorio Analítico o cerebro de la inteligencia soviética, y que su intervención sería decisiva en asuntos tan dispares como el apoyo de Moscú a la ofensiva final contra Saigón en Vietnam, el suministro de armas a la guerrilla de El Salvador, o el máximo gol marcado a la CIA por el espionaje soviético en toda su historia, el reclutamiento de Aldrich Ames como topo de la Lubianka.

Cuando los jóvenes se despidieron en el puerto de La Habana, Nikolai observó impresionado desde cubierta cómo la policía de aduanas golpeaba brutalmente a sus amigos. Les habían incautado los libros “subversivos” comprados en Bucarest y Odesa. Ninguno de ellos podía sospechar tampoco que su travesía a bordo del Andrea Gritti abría un capítulo completamente nuevo de las relaciones de Moscú con Latinoamérica. La amistad de Raúl Castro y Nikolai Leonov quedaba para toda la vida. Sobreviviría a la propia URSS y a los avatares de la revolución cubana.

Calle Emparán, 43. México D. F.

El desembarco de Nikolai Leonov en Veracruz fue accidentado. En México no se podía entrar sin un certificado de vacunación de viruela, y como el joven no lo tenía, no le dejaban bajar del barco. Todos los demonios y las advertencias de sus superiores en Moscú resucitaron de repente en su cabeza, al ver que no le permitían desembarcar, pero cuando el capitán le propuso vacunarle a bordo ya no le quedó ninguna duda de que estaba en marcha un complot para asesinarle. Pasaron 24 horas. El funcionario de la embajada de la URSS en Ciudad de México que había venido a buscarle a Veracruz ya estaba harto de esperar, “¡que te vacunes, hombre!”, le gritaba desde el muelle. Hablaba en ruso, pero para Nikolai aquel tipo podía ser un agente provocador. En el barco le tomaban por un gallina que temía la jeringa. Al final, subió al barco un hombre gordito que se presentó como Jorge Lerín. Pertenecía a los servicios secretos mexicanos, pero en la embajada soviética era como de la familia. Lerín era el encargado de vigilar a los soviéticos, pero bajo el sol del altiplano se había forjado cierta familiaridad. El hombre explicó a Nikolai con toda franqueza quién era y qué hacía. El joven todavía dudó hasta que el agente le dijo, “que lo que necesitan los de inmigración es el papel, ¡carajo!” En ese instante, Nikolai lo entendió todo. No era una conspiración para asesinarle inyectándole un veneno, era un papel. “El hombre soviético se compone de tres cosas: cuerpo, alma y papel”, reza un dicho ruso. La existencia en la URSS era una continua carrera de obstáculos entre un problema de papeles y otro. Desembarcó.

Un mes después, ya en Ciudad de México, el joven funcionario de la embajada soviética se quedó estupefacto al leer en los periódicos la noticia del asalto a un cuartel del ejército cubano en Santiago de Cuba. Entre los implicados figuraba su amigo Raúl. El hermano de este, Fidel, el abogado, era el líder de aquella operación suicida. Nikolai sabía que Raúl era de izquierdas, pero no tenía ni idea de que fuera a tomar por asalto a mano armada una fortaleza del ejército. Ese episodio le llevó a solicitar al embajador que le permitiera encargarse de los asuntos cubanos. Así, leyendo la prensa, fue siguiendo las vicisitudes de su amigo y sus compañeros, su encarcelamiento en la isla de Pinos, su juicio, al que Fidel Castro dio la vuelta con su discurso “La historia me absolverá”, y la amnistía de 1955.

Un día de julio de 1956 paseando por el Zócalo de Ciudad de México, Leonov se topó de frente con Raúl Castro; “¡hombre Nicolás!, ¡qué alegría!”, se abrazaron. Los Castro se habían exiliado en México donde andaban metidos en todo tipo de conspiraciones: recogían armas, dinero y se organizaban para el próximo asalto, pero Nikolai no tenía ni idea de todo eso. Raúl le dio su dirección en la ciudad: calle Emparán, 43, su piso conspirativo. Cuando el joven ruso fue a verle a aquella casa, Raúl estaba con anginas. Un amigo médico cuidaba de él. Entablaron conversación. Resultó ser un argentino llamado Ernesto Guevara, al que llamaban Che. Andaba buscando un libro de Ostrovski, Así se forjó el acero, ambientado en los medios de los jóvenes comunistas rusos de la época de la guerra civil, jóvenes entregados en cuerpo y alma al partido, ecos de una Rusia revolucionaria que había desaparecido durante el estalinismo. Leonov le dio su tarjeta y quedaron en que Guevara iría a buscar ese y otros libros un día a la embajada. Al salir de la casa, Nikolai se topó con Fidel, Raúl los presentó. Al “hermano abogado”, que en aquella época llevaba una pistola en la sobaquera, no le gustó la presencia de aquel desconocido en Emparán 43. Nikolai tuvo el tiempo justo de pedirle que le dedicara un ejemplar de La historia me absolverá.

Tiempo después, los Castro y toda su red conspirativa cayeron. La policía mexicana encontró la tarjeta de un funcionario de la embajada soviética en una chaqueta de Guevara. El nombre de Leonov, que era el último mono de la embajada, apareció en una columna del diario Excélsior titulada “Siguiendo la pista”. Fue el estreno de aquella “conexión moscovita” que luego tendría tanto éxito en América Latina, casi siempre exagerada, pero en aquel caso absolutamente disparatada. Las relaciones de Leonov con Raúl y los revolucionarios cubanos eran personales, humanas. El embajador de la URSS, al que había que rendir cuentas de cualquier amistad, no estaba al corriente de las relaciones de Nikolai, quien había preferido ocultárselas porque estaba seguro de que serían terminantemente prohibidas por su superior. Como consecuencia del escándalo, Leonov fue inmediatamente devuelto a Moscú, en octubre de 1956, con un billete de tren México-Nueva York, otro de barco Nueva York-Londres y un tercero de tren hasta la capital rusa. Al llegar a Moscú, los diarios le dieron una nueva sorpresa: su amigo Raúl, el abogado, el médico argentino y otros más habían desembarcado furtivamente en Cuba en un barco llamado Granma para iniciar un foco guerrillero. Lo explicaba una pequeña columna de Pravda. Fue entonces cuando Leonov decidió entrar en el KGB, ingresando en su Escuela de Inteligencia en 1958. Cuando concluyó el curso, dos años más tarde, los barbudos ya estaban en el poder en La Habana.

El KGB de los años sesenta, como la URSS, no era el mismo que el de la época de Stalin, recuerda el hoy teniente general.

“Después de la desestalinización del XX Congreso, el país no podía, ni política ni administrativamente, regresar a la práctica de torturas y fusilamientos, los jóvenes que ingresábamos en el servicio nos considerábamos absolutamente desligados de aquel pasado, trabajábamos en otro estado que para nosotros era sumamente democrático y lo hacíamos sin remordimientos”.

Hasta entonces, la actividad de los servicios secretos soviéticos en Iberoamérica había estado envuelta en la espiral estalinista. Sus operaciones más representativas, como el asesinato de Trotski en México, eran ajustes de cuentas de Stalin contra sus enemigos internos. En la época de la generación de Leonov, las prioridades eran afianzar y extender el prestigio y la presencia de la URSS en el mundo, y mantener el frente ante un rival, los Estados Unidos, infinitamente superior como potencia. A partir de mediados de los cincuenta, la URSS descubre el Tercer Mundo como terreno de juego. En esa partida, enormemente desordenada y miope, América Latina era el campo más prometedor para Moscú. En ese nuevo contexto, Leonov fue el pionero de la segunda ola en la presencia del KGB en América Latina, una presencia bastante artesanal en la que los agentes como él se ponían nerviosos al observar la incompetencia de los que tomaban las decisiones y que tuvo en Cuba un valioso aliado. Moscú descubrió América Latina y sus potencialidades en Cuba, y en ese descubrimiento, Leonov jugaría el papel de un anónimo y casual Cristóbal Colón.

El descubrimiento de Cuba

En octubre de 1959 la URSS organizó una exposición de sus logros industriales y científicos en México que fue una gran operación de relaciones públicas. Anastás Mikoyán, el único de los lugartenientes de Stalin que sobrevivió políticamente y sin sobresaltos al estalinismo, era el jefe de la delegación soviética en su calidad de Vicepresidente del Consejo de Ministros de la URSS. En aquel viaje, en el que Mikoyán captó el enorme potencial del sentimiento “antigringo” existente en México, Leonov fue a la vez su intérprete y guardaespaldas, “gracias a Dios, sin pistola”, es decir, en caso de agresión había que poner el cuerpo delante de Mikoyán y rogar a Dios. Uno de los principales resultados de aquel viaje fue que Fidel Castro, que llevaba nueve meses en el poder, le envió un mensajero, Héctor Rodríguez Llompart, con una propuesta verbal de Fidel para que al término de la gira americana la exposición se celebrara también en La Habana. Para entonces, Mikoyán ya se tomaba en serio lo que había pasado en Cuba y como se había enterado de que Leonov conocía personalmente a los Castro, a principios de 1960, poco antes de la visita a Cuba convocó al joven oficial a su despacho del Kremlin. “¿Es verdad lo que cuentan de que usted es amigo de los hermanos Castro?”, le preguntó.

Leonov le explicó a Mikoyán la historia de la travesía a bordo del Andrea Gritti y algunos pormenores de sus andanzas en México hasta su fulminante expulsión por el embajador, en 1956. Mikoyán le pidió pruebas de esa historia y el oficial del KGB le enseñó unas fotos de aquel viaje, hechas por José con la máquina de Raúl en la que los jóvenes aparecían en bañador. A partir de entonces, Nikolai Leonov estuvo siempre presente, como traductor, en las visitas más importantes de altos dignatarios cubanos a la URSS y de soviéticos a Cuba. La primera de ellas fue la de Mikoyán.

Al descender de su Ilyushin 18, el espectáculo que se le presentó al lugarteniente de Stalin fue de lo más curioso. Aquella revolución joven y tropical no tenía nada que ver con aquel gris sangriento que rezumaba Moscú. “Había una multitud enorme en la que se mezclaba desordenadamente la guardia de honor, los ministros, el público curioso y los diplomáticos, todo en aquel pueblo irradiaba alegría, bondad y al mismo tiempo firme dignidad”. Mientras saludaba a Mikoyán, Castro le dijo en broma mirando al intérprete: “¿Seguro que ese es de los suyos?” Todavía se acordaba de la contrariedad que le había causado ver a Leonov, un desconocido, en aquel piso conspirativo de Ciudad de México. La visita oficial fue tan curiosa como aquel recibimiento. En lugar de hoteles y banquetes, arroz con frijoles y campings, pero la atmósfera fue excelente. “Es como si hubiera regresado a mi juventud”, exclamó Mikoyán.

Muchos corazones de aquellos muzhik, incluido el de Jrushov, se ablandaron ante las estampas y aromas de la joven revolución. Los funcionarios, excampesinos de primera generación como el propio Leonov, perdían rápidamente su carcasa en Cuba, explicaba Guevara en 1964; “vienen destinados aquí desde la URSS, pensando únicamente en ahorrar para comprarse el coche a su regreso, pero a los tres meses ya tienen otras ideas”.

En esa atmósfera Cuba y la URSS decidieron establecer relaciones diplomáticas e iniciar contactos económicos. El primer capítulo comercial fue la compra de 1,2 millones de toneladas de azúcar cubano negociadas durante una visita de Guevara a Moscú en la que el argentino fue el primer extranjero en recibir el honor de subir al mausoleo de Lenin en la Plaza Roja durante los actos del aniversario de la Revolución de Octubre.

Como aquel gesto indicaba, Mikoyán había quedado absolutamente convencido de la importancia y potencialidad de Cuba como puerta latinoamericana. “En ninguna parte del mundo contábamos con algo semejante”, dice Leonov.

“En el mundo árabe, las relaciones eran siempre inciertas y cambiantes, en América Latina teníamos una apuesta segura, mucho mejor que en Oriente Medio, Mozambique o Angola, el sentimiento antinorteamericano era enorme, y nuestro país no podía despilfarrar sus limitados recursos por todo el mundo”.

Por su historia y cultura, los norteamericanos tenían en América Latina algo parecido a lo que Polonia representaba para la URSS, pero potencialmente mucho más conflictivo y más grande. La URSS atravesaba una de las épocas más optimistas y eufóricas de su historia. Jrushov hablaba de “alcanzar y superar” a Occidente, y en el terreno militar estratégico se aspiraba a disminuir la enorme ventaja de los Estados Unidos. Con esas ideas rondando por los más altos despachos del Kremlin, Leonov fue enviado a Praga en una misión confidencial. Su amigo Raúl Castro se encontraba allí de visita oficial en calidad de ministro de Defensa de Cuba, y su misión era encontrarse con él “por casualidad”, sin que se enteraran ni los checos ni la embajada soviética en Praga, y le transmitiera una invitación personal de Jrushov para visitar la URSS. Fue a Praga, se plantó delante del Palacio Presidencial y cuando pasó el cortejo con Raúl, este le vio y volvió a exclamar; “¡hombre Nicolás!, ¿¡qué haces tú por aquí!?” En cuanto llegaron a Moscú, los generales y mariscales del ejército envolvieron a Raúl sin muchas ganas de que el KGB metiera las narices en sus asuntos de armas. La crisis de los misiles, que colocaría al mundo al borde de una catástrofe nuclear, se adivinaba en aquel ambiente de creciente cordialidad entre Moscú y La Habana, y de irritación norteamericana.

La crisis de los misiles

Con su malogrado intento de invasión de Cuba en Playa Girón, los Estados Unidos estrecharon las relaciones entre La Habana y Moscú en abril de 1961 y convirtieron la seguridad de la isla en una prioridad absoluta para sus dirigentes. Segura de sí misma como nunca más lo volvería a estar, recuperada de la destrucción de la Segunda Guerra Mundial y liberada de la pesadilla estalinista, la URSS miró hacia el mundo y pensó que se podía pagar a los norteamericanos con su misma moneda. “En 1960 nuestro país estaba rodeado por un estrecho cinturón de bases aéreas norteamericanas”, recuerda Leonov. Antes de la aparición de los misiles nucleares intercontinentales, la aviación estratégica norteamericana era el principal factor para mantener la superioridad estratégica de los Estados Unidos sobre la URSS. Todos los grandes centros administrativos e industriales de la URSS se encontraban dentro del radio de acción de la aviación americana. El territorio de los Estados Unidos se mantenía invulnerable para los medios de los que la URSS disponía hasta mediados de los años cincuenta. Fortalecer esa posición y hacerla eterna era el sueño dorado de los políticos de Washington: tener siempre la posibilidad, impune e incontestable, de atacar a cualquiera de sus adversarios en cualquier punto del mundo.

En Moscú el sueño era poder llegar a amenazar territorio norteamericano y crear un cierto equilibrio.

Inmediatamente después del discurso de Winston Churchill en Fulton, que daría la señal para el inicio de la Guerra Fría, Stalin, según explicaba el mariscal Sergei Ajromeyev, ordenó el estudio del posible despliegue de un ejército soviético de un millón de hombres en la península de Chukotka, la orilla rusa del estrecho de Bering. Aquel ejército debía ser capaz de invadir Alaska, en caso de que Estados Unidos efectuase ataques aeronavales contra la URSS. Chukotka es algo parecido al fin del mundo, no hay carreteras ni ferrocarriles que lleguen hasta allí y el estudio demostró la inviabilidad del plan. La victoria de los barbudos en Cuba cambiaba absolutamente las cosas; “por primera vez surgió la posibilidad de contrarrestar militarmente a los Estados Unidos en el propio hemisferio occidental”.

El sueño estratégico del Kremlin no le fue impuesto a Cuba, sino que coincidió con los deseos de esta de despejar la posibilidad de una nueva invasión militar norteamericana. Por su historia, situación geográfica y la personalidad de sus líderes, Cuba era el único aliado de Moscú plenamente soberano e independiente. Aquella relación era una tarjeta de visita hacia el Tercer Mundo mucho más presentable que la que reinaba en el Pacto de Varsovia y comparada con esta, una auténtica anomalía. En esta irrepetible constelación de factores se produjo el consenso de la instalación de los misiles en la isla, un acuerdo cuya equidad no discute el biógrafo norteamericano de Castro, Tad Szulc, un hombre que no comparte la profunda simpatía de Leonov hacia la revolución cubana. El jaque estratégico soviético los Estados Unidos duró poco tiempo, se negoció en medio de tensiones de guerra nuclear muy concretas y se resolvió de una forma bastante equitativa. Los soviéticos retiraron los cohetes de Cuba y los americanos retiraron los suyos de Turquía. Estratégicamente se regresó al desigual punto de partida hasta la aparición de los misiles intercontinentales, pero la URSS había “patinado” en su intento de subir un escalón, y eso reveló la realidad de la correlación de fuerzas y condenó como “aventurerismo” el clima de euforia creado por Jrushov, quien acabó pagando por ello. En 1961, Leonov fue de nuevo destinado a la embajada en México, esta vez como tercer secretario y en calidad de agente del KGB. Desde allí acompañó a Fidel Castro en una visita a la URSS en la primavera de 1963.

Recorrieron catorce ciudades en cuarenta días, desde Murmansk, en el norte, donde su avión estuvo a punto de estrellarse, hasta Siberia, Transcaucasia y Asia Central. Aunque sin llegar a la simpatía que se había dado con Raúl, el más distante Fidel y Leonov se hicieron definitivamente amigos durante aquel largo periplo.

El oficial del KGB tenía 35 años, en México se quedaría hasta 1968 y en esa época su fascinación y simpatía por América Latina crecería y maduraría hasta dar lugar a una curiosa actitud en su labor como agente de inteligencia. En América Latina, Leonov aprendería a mirar a su propio país desde una crítica que nunca ocultó ni le impidió hacer una espectacular carrera en el KGB. Con el tiempo, el oficial se convertiría en algo parecido a un embajador de la izquierda latinoamericana en Moscú. Una izquierda frecuentemente ingenua en su lejana ignorancia, que creía que la URSS era un país “comunista” en el sentido occidental del término, y sus dirigentes, gente de izquierda.

Armas de Vietnam para El Salvador

En la década de los setenta, Leonov era un hombre que conocía bien América Latina. En 1968, al término de su segunda estancia en México, había sido nombrado vicejefe del Departamento Latinoamericano del Primer Directorio Principal (Inteligencia extranjera). Su prestigio profesional aumentaba, pero al mismo tiempo su biografía, sus experiencias personales y su evolución intelectual le colocaban en una posición dentro del KGB que combinaba las actitudes de francotirador latinoamericanista con las de funcionario de una superpotencia a la que le venía manifiestamente grande su responsabilidad en el mundo. En Ciudad de México, Leonov había conocido a un exiliado guatemalteco llamado Víctor Manuel Gutiérrez, que era uno de los líderes del Partido Guatemalteco del Trabajo (comunista). Gutiérrez, que había sido Presidente del Parlamento de Guatemala durante el gobierno de Jacobo Arbenz, era un amigo íntimo. Leonov conocía bien a su esposa y sus hijos, y lo define como “un hombre muy culto, delicado y bondadoso, profesor de historia entregado a la obra de escribir una historia de los pueblos de América Central”. En 1967 Gutiérrez fue llamado a una reunión clandestina del partido en el interior. Acudió con el presentimiento de que no volvería y le hizo prometer a Leonov que si lo mataban él sería el autor de aquella Historia de América Central. Cayó en una trampa y, tiempo después, gracias a las revelaciones de uno de sus verdugos, que había huido a México, se supo que había muerto asfixiado mientras le torturaban y que su cuerpo había sido arrojado al mar desde un helicóptero del ejército guatemalteco. Fiel a su compromiso, Leonov concluyó en Moscú su Historia de América Central en 1973, justo cuando fue ascendido a jefe del Departamento de Inteligencia y Análisis del Primer Directorio Principal, y la presentó como tesis doctoral. La muerte de Gutiérrez fue una herida que dejó huella y reafirmó su compromiso con lo que ocurría en Latinoamérica. Años después, cuando la izquierda salvadoreña se echó al monte tras el asesinato del Arzobispo primado de El Salvador, monseñor Romero, Leonov tuvo ocasión de desquitarse. El Partido Comunista de El Salvador había pedido armas a Moscú. Brézhnev, que no sabía muy bien donde estaba El Salvador y no era amigo de aventuras románticas, no respondía a la demanda. La época de Jrushov, con sus cambios, aperturas y chapuzas, había dado paso a una fase restauradora:

“Con Latinoamérica eran muy cuidadosos, estaban muy vivos los recuerdos de la crisis de los misiles y eso impedía que lleváramos a cabo una verdadera política en la región que nos era más favorable”.

Sin embargo, había algunas brechas. Si en lo interior la política de Moscú estaba fosilizada, en lo exterior había “cierta flexibilidad”: “Los salvadoreños pedían misiles tierra-aire, los mismos que, suministrados por los norteamericanos, derribaban nuestros helicópteros en Afganistán, junto a nuestra frontera. Había, pues, razones sobradas para concederlos, pero los dirigentes tenían miedo, porque sabían que cualquier arma de fabricación soviética en manos de los enemigos de los Estados Unidos en aquella región sería objeto de un fenomenal escándalo internacional”.

Desde el Departamento de Inteligencia y Análisis, Leonov había tenido una brillantísima intervención en la fase final de la guerra del Vietnam. En 1975 Hanoi se disponía a utilizar prácticamente todo su ejército en una ofensiva final en territorio de Vietnam del Sur que preocupaba mucho en Moscú.

Vietnam del Norte iba a quedar peligrosamente desprotegido y la única defensa de su capital era un batallón de tanques. En Moscú se temía una repetición de la situación creada en 1950 durante la guerra de Corea, cuando un desembarco sorpresa de los norteamericanos en la retaguardia cortó la península en dos mientras la ofensiva se libraba en el sur. Aquel desastre costó casi 200.000 prisioneros al ejército norcoreano y obligó a China a intervenir en el conflicto. En 1975 se temía algo semejante: un desembarco norteamericano en Hai Phong, en la retaguardia de Vietnam del Norte y a tiro de Hanoi. El Kremlin estaba dispuesto a enviar al lugar su flota del Pacífico, una maniobra costosa y arriesgada. China, que entonces mantenía un conflicto casi abierto con la URSS y rivalizaba con Moscú en influencias ante el Partido Comunista Vietnamita, apoyaba sin reservas la ofensiva. El dilema era o arriesgarse a una sorpresa norteamericana como la de 1950, o enviar la flota a la zona para impedirlo en una navegación de más de 3.000 kilómetros frente a las costas chinas, que contenía el riesgo de serios roces con Pekín. El diagnóstico de Leonov fue que ni política ni militarmente podían los norteamericanos realizar tal desembarco, por lo que no era necesario enviar la flota. Moscú dio luz verde a la ofensiva que concluyó con la retirada total norteamericana del país. Leonov nunca ha hablado de este episodio, pero el prestigio que se ganó con aquel análisis le permitiría, cinco años después, resolver la delicada y estancada petición de armas del Partido Comunista de El Salvador. En su precipitada huida, los norteamericanos dejaron en Vietnam centenares de toneladas de armas. Leonov convenció personalmente a Brézhnev de que esas armas norteamericanas eran ideales para combatir contra los intereses norteamericanos en El Salvador sin la menor implicación soviética. Se organizó un triángulo Hanoi-Moscú-La Habana y poco después un documento del Comité Central del PCUS con los epígrafes “Urgente” y “Alto Secreto” cursaba las correspondientes instrucciones: embarcar “6.080 toneladas de armas automáticas y municiones de fabricación occidental de Hanoi a La Habana, para su entrega a los amigos salvadoreños a través de los camaradas cubanos”. Un segundo documento, especificaba que el transporte se efectuaría en aviones de Aeroflot.

Parece que el recuerdo de Víctor Manuel Gutiérrez animó aquella difícil y delicada gestión ante Brézhnev.

La amalgama soviética y América Latina

América Latina politizó a Leonov y le hizo comunista con un ambiente de autenticidad y en un universo ético que no existía en la URSS. “Para mí el comunismo no era la ideología oficial que se aprendía en los institutos de marxismo leninismo, yo lo aprendí de los comunistas de América Latina, donde entrar en el partido casi equivalía a una condena de muerte”, dijo en cierta ocasión. Al preguntarle por la sustancia de ese “comunismo” suyo, Leonov citaba el Evangelio y se refería a las esencias del cristianismo, algo muy poco corriente en la URSS. El oficial del KGB encontró al otro lado del Atlántico ideales para suplir lo que en su país era una carcasa vacía, una fachada que sostenía intereses de Estado y ocultaba, especialmente al observador cegado por doctrinas de izquierda, la tradición local de despotismo. Estos ideales, la lucha de los pobres y oprimidos, sus verdades y justicias, conectaban con su país en varios puntos. Uno era la ideología “nacional” del KGB, un aparato beligerante en la defensa de los intereses de la URSS con una ideología patriótica, tradicional y de derechas, desde el punto de vista de sus presupuestos filosóficos. Vista desde América Latina, esa ideología nacional rusa, de la que el internacionalismo oficial no era más que el apagado eco de la tradición integradora, universalista y de cruzada del cristianismo ruso, era el principal contrapeso a la influencia dominante de los Estados Unidos en la región. Leonov vivía entre ese comunismo ideal y ese servicio.

La geopolítica se encargaba de casar ambas cosas y cuando surgían contradicciones las intentaba resolver de tal forma que su carrera no entorpeciera sus convicciones. No es necesario decir que Leonov era, por tanto, una excepción, uno de los raros hombres de izquierda, en el sentido occidental del término, que podía encontrarse en la URSS de la época de Brézhnev, una personalidad absolutamente atípica no solo en la despolitizada y conformista sociedad soviética de entonces, sino también en las filas de un funcionariado moralmente corrupto y profesionalmente ineficaz, y desde luego en el KGB, con su particular espíritu de cuerpo y su elitista integrismo nacional burocrático.

Leonov advirtió a Fidel Castro sobre los peligros de poner todos los huevos de Cuba en el cesto de la URSS.

“Conocía bien el complejo de interrelaciones de los países socialistas, sabía que podía cambiar rápidamente. Habíamos vivido el brusco cambio de actitud con China, con Albania, la recuperación de la cordialidad con Yugoslavia tras diez años de agresiva hostilidad, incluidas amenazas de asesinato, todo sin razón aparente. Conocía también el carácter de Fidel, a quien respeto profundamente; un temperamento indómito que nunca iba a ser un satélite dócil. En circunstancias concretas, la reacción del campo socialista a un líder así podía dar lugar al aislamiento, un país como Cuba no podía estar a merced de esos caprichos porque serían fatales para él, y así se lo transmití. Él se equivocó al contar con nosotros en las relaciones a largo plazo, huyendo del fuego que eran los americanos, cayó en nuestras brasas”.

Leonov considera que Castro tenía posibilidades de diversificar sus relaciones y apoyos, sobre todo en el Tercer Mundo: “Nosotros estropeamos su posición, en mi opinión totalmente merecida, como líder del Tercer Mundo, nuestra intervención en Afganistán coincidió prácticamente con su liderazgo en el Movimiento de Países No Alineados y lo devaluó”.

En la URSS gris de los años setenta y primera mitad de los ochenta, Leonov se consideraba un “demócrata radical”, un concepto que con la Perestroika adoptaría un sentido totalmente diferente. Quería reformas, veía que el país se estaba yendo a pique, y no ocultaba sus opiniones sobre la incompetencia e irresponsabilidad de sus líderes. En 1979, pronunció un discurso memorable en la Escuela de Inteligencia del KGB. En un libro sobre la historia del KGB escrito en la órbita del MI5 británico, el tránsfuga del KGB Oleg Gordiyevskii considera “clave” aquel discurso del que subraya sus propuestas políticas. En realidad, lo extraordinario de aquel discurso, que tanto impactó en el mundillo de los servicios secretos soviéticos, fue otra cosa: sus ideas sencillas y transparentes.

“Yo sentía un gran amor hacia América Latina, pero conocía a muchos de nuestros oficiales que odiaban los países en los que trabajaban. En aquella ocasión dije que había que tener una relación afectiva con los países a los que (los espías) eran destinados, que no había que tener nunca un sentido de superioridad, racista, social o intelectual, hacia los pueblos de esos países, que había que tomar a sus gentes como eran, compenetrarse con sus puntos de vista, su modo de sentir las cosas, estudiar su cultura y su historia. En relación a los jefes, enfaticé la necesidad e importancia de decir la verdad, sin acomodarse a los deseos de los superiores que muchas veces quieren que con tu información confirmes sus puntos de vista. Dije que había que tener valor cívico para cumplir el deber profesional, decir la verdad, ser profesional hasta el final, hasta el punto de sacrificar, o por lo menos arriesgar, la carrera, si se hacía necesario”.

En ninguna administración burocrática, y menos aún en la de Brézhnev, esta filosofía podía tener futuro, sin embargo a Leonov no le perjudicó: no solo se mantuvo en su carrera, sino que ascendió hasta lo más alto del KGB. Una razón la ofrece, según Leonov, la personalidad de su jefe supremo, Yuri Andropov. El presidente del KGB (1967-1982), “compartía esa filosofía, en su despacho las conversaciones siempre eran directas, sin orquesta, se discutía”, quizá porque unos servicios secretos “con orquesta” dejaban de ser eficaces. En América Latina, Leonov hacía de todo. Una vez viajó como “corresponsal” de la agencia Nóvosti al Perú de Velasco Alvarado. En su hotel de Lima recibió amenazas telefónicas en un ruso impecable, inequívoca señal de que había sido detectado. Inmediatamente se quejó a uno de los jefes de los servicios secretos peruanos, “¡pero si no somos nosotros, chico!, ¡son los gringos!”, le respondió el hombre. En Panamá, negoció acuerdos pesqueros y se hizo amigo de Omar Torrijos que le cautivo, igual que a Graham Greene y a García Márquez, en México conoció a Lee Oswald, cuando este acudió a la embajada soviética tembloroso y perseguido por la CIA, en solicitud de residencia en la URSS, poco antes del asesinato del presidente Kennedy.

Seguramente, Leonov hizo otras muchas cosas que no cuenta por razones obvias, pero todo aquel trabajo, aquellos concienzudos esfuerzos, informes, investigaciones y captaciones, se estrellaba contra un régimen que no daba más de sí. En 1979, explicárselo a los sandinistas, triunfantes y ya asediados, que miraban hacia los países del Este con ingenuas esperanzas, no fue sencillo.

Sorpresa sandinista

Cuando Leonov llegó a Managua pocos días después de la victoria contra Somoza, los jóvenes dirigentes sandinistas todavía no sabían que la URSS estaba exhausta, que el internacionalismo proletario había fallecido y que los países socialistas del este de Europa sólo estaban dispuestos a mantener relaciones sobre bases estrictamente comerciales.

Fascinado por el sandinismo y las perspectivas que abría en la región, el ya general del KGB avisó a los nicaragüenses que no esperasen grandes cosas de Moscú y preparó cuidadosamente un informe recomendando vivamente la inmediata prestación de ayuda a Managua. Las directivas generales de Andropov eran buscar aliados sobre todo entre los países pequeños que tuvieran un elevado valor estratégico para Moscú y que no requirieran de grandes gastos. Con sus cuatro millones de habitantes y su ubicación, Nicaragua era uno de esos países. Necesitaba ayuda militar y medio millón de toneladas anuales de petróleo, el 0,1% de la producción de crudo de la URSS de entonces. El proyecto era que cada país del bloque socialista cediera una pequeña cuota de petróleo soviético a Nicaragua, pero la experiencia de “acciones internacionalistas en común” dentro del bloque era penosa. “Cada país tenía su temperatura, la RDA era la que mejor reaccionaba, le seguía Bulgaria, luego Checoslovaquia. Polonia y Hungría iban siempre a la cola, y con Rumanía las relaciones eran tan difíciles que ni se contaba”.

Mientras el informe circulaba en Moscú de un despacho a otro y se perdía un tiempo precioso, el Kremlin envió a su primer embajador a Nicaragua. Bajó del avión totalmente borracho, no se sostenía sobre sus piernas y al no poder soportar ni siquiera la prueba del protocolo, hubo de ser enviado directamente al hotel. Los dirigentes nicaragüenses se enfadaron, y Leonov tuvo que utilizar toda su persuasión para disuadirles de enviar una nota oficial de protesta a Moscú. Lo peor de aquel embajador no era que estuviese alcoholizado, sino que era un diplomático de carrera, no vinculado al Comité Central del PCUS es decir un hombre de poco peso, sin influencias. Ello significaba que Moscú atribuía a Nicaragua el mismo valor que a, digamos, Gabón. Para evitar un escándalo y no profundizar en la hostilidad que mantenían entre sí el Ministerio de Exteriores y el KGB, Leonov envió un informe sobre la borrachera del diplomático a Andropov y este se la pasó confidencialmente a Andrei Gromyko. La información se extendió enseguida por todo el Ministerio, que ya entonces era un bastión de secretos admiradores de los Estados Unidos y su modo de vida, y la consecuencia fue que Nicaragua, “se convirtió en país non grato para nuestra diplomacia”.

“Aunque los congresos del partido aprobaban formalmente las obligadas declaraciones de apoyo a los movimientos de liberación nacional, nuestros dirigentes no tenían concepciones estratégicas y políticas de intervención en América Latina y en el Tercer Mundo en general, el espionaje no tenía directivas concretas, nosotros mismos buscábamos el frente de trabajo y confeccionábamos los programas”.

“Ese trabajo consiguió al final convencer a la dirección del KGB de que América Latina ofrecía nuestra base más favorable, con sus fuertes sentimientos antinorteamericanos y el poco arraigo de la propaganda antisoviética que los Estados Unidos divulgaba sistemáticamente a través de los medios de comunicación”.

Gracias a esa conquista del KGB por sus profesionales latinoamericanos, gracias también al agresivo antisovietismo del primer mandato presidencial de Ronald Reagan, y pese a la enorme desproporción de medios económicos destinados, los servicios secretos soviéticos conseguirían en los años ochenta su mayor victoria sobre la CIA: el reclutamiento de Aldrich Ames.

‘Kolokol’ y García Márquez

Leonov no habla de Ames, y de tantas otras cosas, pero seguramente fue él quien reclutó al más alto cargo de la CIA (jefe del departamento de contrainteligencia de la sección URSS/Europa oriental) de los que trabajaron para Moscú a lo largo de toda la historia de la Agencia. Su detención, en febrero de 1994, fue calificada de “asunto muy serio” por el entonces presidente, Bill Clinton. Ames había tenido acceso a las operaciones más secretas de la CIA. El tránsfuga del KGB Oleg Gordiyevskii, que fue interrogado por Ames mientras todavía estaba activo como máximo “topo” británico en la Lubianka, dijo que el 75% de la información que pasó a Occidente, Ames la rebotaba a Moscú. La detención de Ames obligó a congelar las actividades subterráneas de la CIA en Rusia durante un año o más, según la estimación de los expertos. Funcionarios de la agencia declararon que reparar los daños del caso costaría unos diez años.

Bajo el seudónimo ruso de kolokol (“campana”), Ames comenzó a pasar información al KGB en 1985. Hacía dos años que Leonov había sido nombrado vicedirector del Primer Directorio Principal: era el responsable de todas las operaciones del KGB en América del Norte y del Sur.

Muchos indicios hablan en favor de que el reclutamiento de Ames fuera de origen latinoamericano. El agente de la CIA se veía con sus enlaces soviéticos en ciudades de América Latina como Bogotá y Caracas (también en Europa, Viena y Roma), su mujer, María del Rosario Casas, que también participó en el tráfico de información, era una colombiana y ya en los años setenta tenía amigos comunes con Leonov, entre ellos el escritor colombiano Gabriel García Márquez. Durante una visita a Moscú, Leonov y un profesor del Instituto de Relaciones Internacionales llevaron a García Márquez a visitar el Kremlin.

A la salida de aquella visita, el profesor hizo una foto de grupo. Durante varios años esa foto, en la que figuraban él, García Márquez y Leonov, estuvo en la salita de estar. Pero un día, aproximadamente en la época en la que Ames fue reclutado, la foto desapareció misteriosamente de la casa del profesor.

Nunca más la volvió a ver.

Tecnología y diagnósticos

Con sus “guerras de las galaxias”, la campaña pacifista en Europa y su macartismo verbal, el primer mandato de Reagan resucitó viejos fantasmas y violentó muchas conciencias de izquierda, sin contar incluso con la posibilidad de que Ames trabajara por dinero, versión oficial de la CIA y al mismo tiempo la que más conviene a cualquier servicio secreto.

Según Leonov, en el pulso que el KGB mantuvo con la CIA, su organización obtuvo mejores resultados e incluso incomparablemente mejores si se tiene en cuenta la gigantesca diferencia de medios económicos de ambas partes en el ámbito de los diagnósticos:

“Eran superiores a nosotros en la preparación técnica y material, en organización y en la perseverancia por alcanzar los objetivos propuestos, pero inferiores en la exactitud analítica y en la elección de los instrumentos más idóneos de intervención en situaciones concretas”.

Para Leonov es un misterio la agresividad de los Estados Unidos hacia la pequeña Nicaragua, la insistencia miope de su prensa en resaltar el peligro de supuestas bases aéreas de la URSS en el país centroamericano, o las campañas que llevaron al minado de sus puertos, cuando era evidente para cualquier profesional que Moscú no tenía la menor intención de amenazar a los Estados Unidos desde Nicaragua. En la primera mitad de los setenta causaban asombro en la Lubianka las torpezas de Washington en Indochina. Durante el invierno 1978-1979 se consideraba suicida la insistencia de Washington de sostener en Irán a un Sha cuyo trono se tambaleaba manifiestamente. Los norteamericanos, que controlaban el ejército y los servicios secretos del Sha y que mantenían en el país miles de observadores y especialistas, parecían los únicos en no darse cuenta de lo que ocurría.

Lo mismo vale para el desembarco en Playa Girón en la Cuba de 1961, signo evidente de que Washington ignoraba el alcance y raigambre de la revolución cubana. “Nosotros andábamos muchas veces escasos de información empírica, pero nunca tuvimos dificultades en los diagnósticos”.

Moscú venció técnicamente en la “guerra de las embajadas”, el cúmulo de astucias para introducir aparatos de escucha en las sedes diplomáticas del adversario, aunque el aplastante dominio occidental de la propaganda redujo los beneficios de aquella victoria a casi un asunto interno de prestigio en el pulso entre servicios secretos. Los soviéticos encontraron un montón de micrófonos, con una enorme variedad de sistemas en su embajada en Washington.

“Localizamos auténticas obras de arte, hilos microscópicos de plata instalados dentro de las cañerías de agua, lo presentamos todo en una rueda de prensa realizada en Washington, fue un escándalo de un día, en 24 horas dieron la directiva a la prensa de olvidar el asunto”.

En la embajada norteamericana en Moscú, la CIA sabía que había “algo”, pero nunca llegó a descubrirlo. El nuevo edificio de ocho plantas, que habían construido los rusos a finales de los setenta, estuvo deshabitado veinte años, hasta su inauguración en mayo del 2000. En la prensa el escándalo duró años. Leonov opina que si la embajada de la URSS en Washington se hubiera incendiado accidentalmente y sus inquilinos hubieran impedido entrar a los bomberos norteamericanos en el edificio para extinguir el fuego, el escándalo habría sido mayúsculo. Eso fue precisamente lo que ocurrió en el edificio central de la embajada norteamericana en Moscú, en la planta donde están instalados los sofisticados aparatos de escucha y detección, cuyo funcionamiento detectaba el KGB a través de las enormes oscilaciones del consumo de energía, y no hubo ningún escándalo.

“Los americanos se volvieron locos buscando micrófonos en el edificio nuevo de Moscú, mandaron equipos técnicos especiales, tenían sus sospechas, pero no encontraban nada porque lo que les habíamos puesto era un sistema especial integrado en la propia arquitectura del edificio, las vigas de acero eran como gigantescas antenas y podían utilizarse como escuchas activando los sistemas desde dentro sin apenas necesidad de instalación.

El secreto fue revelado públicamente a los americanos por Vadim Bakatin, el último presidente del KGB, inmediatamente después de la intentona golpista de agosto de 1991, que entregó a los americanos los planos y explicaciones técnicas de aquel enigma. En el campo del espionaje científico, la competencia fue ajustada.

“Nosotros éramos iguales e incluso superiores en el ámbito de la investigación científica fundamental, ellos nos aventajaban en tecnología, en las aplicaciones prácticas, por eso nosotros les robábamos tecnología y ellos a nosotros las ideas”.

En esta dialéctica los americanos fueron consecuentes hasta el final: cuando se trataba de delegaciones y visitas, fomentaban los contactos entre científicos de los dos países para intentar extraer el máximo de conocimientos e ideas, pero nunca enseñaban sus laboratorios.

“De nuestras delegaciones científicas, siempre vetaban la entrada en los Estados Unidos a los especialistas en tecnologías, a los prácticos, y recibían con los brazos abiertos a los científicos. Nosotros hacíamos a la inversa, hasta que Gorbachov empezó a destruir este equilibrio unilateralmente, porque ellos continúan igual.” En 1991, cuando ya era Teniente General, Leonov fue nombrado jefe del Directorio Analítico del KGB, algo así como el “cerebro” de la enorme estructura de seguridad del Estado. Desde 1985, e incluso antes, la influencia del KGB había menguado mucho, dice. “En Occidente se sobrevaloraba su papel”, asegura. Sus análisis no eran tenidos en cuenta por los dirigentes del país: “Escribí más de cincuenta análisis explicando que Rusia nunca recibiría una auténtica ayuda económica de Occidente, como ahora ha quedado claro para cualquier observador serio, pero los políticos no escuchaban”.

Epitafio de una gran potencia

Cuando le pregunté al Teniente General sobre las razones de la decadencia de la URSS y de su hundimiento, el jefe analista del KGB respondió citando tres grandes motivos:

1. “La URSS y su población fueron víctimas del bajo nivel de sus políticos, resultado de setenta años de dominio dictatorial. Nuestro sistema solo filtraba hacia lo más alto a los canallas, y cerraba el camino a todas las personas rectas y responsables. Los líderes comunistas profesionales, los que vivían de explotar la ideología, la clase gobernante, era demasiado torpe para entender la necesidad de reformas, ponían los intereses de grupo por delante de los intereses nacionales. Eso hizo fracasar los intentos de reforma durante los años sesenta. Andropov era de otra madera, fue un estadista de gran categoría, pero, primero por falta de poder, y luego por falta de tiempo, no pudo desarrollar una reforma.

Todo ello no tiene nada que ver con el socialismo: ustedes en sus países tenían más “socialismo” que nosotros. Si hubieran echado a Brézhnev en 1977 como hicieron con Jrushov en 1964, se habría ganado tiempo para las reformas.

2. Los reformadores rusos no eran ni ‘demócratas’ ni reformadores. Yo les llamó ‘comunistoides’.

3. Los ‘comunistoides’ se apoyaron en Occidente para conseguir sus propósitos, y el sueño histórico de Occidente era la destrucción de este país”.

Era inevitable preguntarle a este general heterodoxo y en absoluto representativo, uno de los raros rusos de su generación que seguía razonando en términos de un socialismo genuino, sobre el epitafio que pondría a su tesón de tantos años al servicio de aquel “bastión de la paz” Leonov respondió con una cita de Simón Bolívar sobre la independencia de América Latina: “Los que lucharon por ella, araban en el mar”. Como la proa del paquebote italiano que partió de Génova aquella luminosa mañana de mayo de 1953.

 

[Fuente: Ctxt]

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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