La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Un futuro para nosotros
Si me pongo a pensar cuáles son los problemas más graves de la sociedad española ante todo me salta a la vista la división entre los de arriba y los de abajo: la acrecida y desmesurada desigualdad entre los ricos, de un lado, y, de otro, una masa mesocrática de clase media, clase trabajadora establemente empleada y, más abajo aún, una masa enorme de trabajadores en precario y familias sin recursos, además del inframundo de los trabajadores inmigrados sin derechos.
Otro problema: la división entre dos modelos fuertes de nacionalismo: el españolista y el catalanista, ambos convertidos en algo parecido a movimientos.
Y un tercer problema, más grave que el anterior: la necesidad urgente de transitar hacia un sistema económico sostenible ecológicamente.
El problema de las desigualdades crecientes apenas ha aparecido directamente en la reciente campaña electoral, cuando se podría esperar que fueran discutidos los principales problemas del país. Ha aparecido solo indirectamente: las derechas PP y Ciudadanos proponen políticas de reducción de impuestos y servicios, esto es, ahondar en la división; en el centro-izquierda, el Psoe propone en cambio tímidas medidas reformistas, en forma de ayudas al precariado y a los sin recursos, aunque, al igual que Ciudadanos y los partidos de la ultraderecha, ahora PP y Vox, se apunta a una política económica neoliberal reforzada, en consonancia con la de la UE. Hágase el dogma y perezca el mundo.
Todo ha aparecido disfrazado, bajo el epígrafe de la “creación de empleo”, bajo el signo común del crecimiento productivo, y en forma de políticas fiscales. En época de elecciones no hay libertad de expresión para hablar, por ejemplo, de austeridad.
Podemos y su zona de influencia, lo más parecido hoy —aunque remotamente— a una izquierda ecosocialista, en la campaña no se ha atrevido a ir más allá de las políticas de paños calientes, aunque llevándolas mucho más lejos que el Psoe. Cierto que, fuera de campaña, Unidas Podamos es el grupo político que más cerca y más a favor está de los de abajo. Pero la menos insuficiente versión política de la izquierda aparece como poco menos que impotente respecto de una política que pretenda atajar realmente la desigualdad. Conoce la verdad de la situación, casi un callejón sin salida porque una política de verdad contraria a la desigualdad exige contraponerse a la que impone la UE. Y no se atreve a contar eso a la ciudadanía por temor a perder votos o a alimentar el desaliento de los que se movilizan. (¿Hay que recordar que la verdad es revolucionaria?)
La verdad verdadera es que la Unión Europea impone políticas económicas neoliberales que impiden la implantación de políticas ecosocialistas auténticas. La UE es un consocio de grandes empresarios y capitales que se sobreimpone a los estados, camuflada tras un funcionariado y unas instituciones que no tienen nada que ver con la democracia, sino con lo que llaman gobernanza, esto es, mandar sin control democrático. A eso ha llegado algo que empezó bien, y que no iba demasiado mal hasta Maastricht. Los planteamintos en torno a la salida del euro y quizá de la UE, por lo menos, se deben debatir ante los ciudadanos.
El problema de la división social generado por dos nacionalismos que se alimentan recíprocamente, el catalanismo independentista y el nacionalismo españolista, no se ha puesto enteramente al desnudo en la campaña electoral a pesar de ser uno de los temas más destacados de ésta. La americanización de la política, con sus debates televisivos centrales y su personalización en los cabezas de cartel, liliputiza lo que no aparece. Pues bien: media sociedad catalana está enfrentada con la otra media y con el resto de la sociedad española. Parece una broma que durante la campaña eso haya contado sobre todo en términos de aritmética parlamentaria, como si el problema consistiera principalmente en la formación de mayorías.
Veamos cómo ambos nacionalismos se han realimentado. Sobre la base de treinta años de propaganda nacionalista desde las instituciones catalanas, dada tácitamente por buena por los gobiernos del Psoe y del PP que para ser investidos necesitaron los votos de las derechas nacionalistas catalana y vasca, Artur Mas (Convergencia, burguesía catalana) propone un nuevo Estatut que supere al de Sau. Maragall (centro-izquierda, mesocracia nacionalista y no nacionalista), en el gobierno catalán, dice que tal nuevo Estatut lo va a hacer él; y Zapatero (con base social mesocrática) en el gobierno, proclama imprudentemente que lo que propongan las instituciones catalanas irá a misa. Las instituciones catalanas se pasan: presentan a Cataluña como una nación política, lo que implícitamente significa mutar a una relación federal con el resto de España.
Ahora viene la reacción: el nacionalismo mesocrático español enmienda a Zapatero y se enfrenta, ya desde el propio Psoe, al proyecto federal implícito en el dibujo estatutario de Maragall. Rajoy, PP, lanza la campaña social de no comprar productos catalanes. Empieza así a dividir socialmente a la población del país desde la derecha a pesar de que la campaña no llegue muy lejos: los productos catalanes contienen elementos no catalanes y son comercializados por no catalanes. Esa campaña caló por ejemplo en Baeza, por poner un ejemplo, donde ví pregonar a un tendero la siguiente miseria: “No compréis cava, ¡tenemos sidra!”. La división mental fue mucho más lejos y es más duradera y de más alcance que la estúpida práctica del boicot. De ella vino el “¡A por ellos, ooeé!”. Extrañamente nadie le pide a Rajoy responsabilidades por eso, por dividir al país. El nacionalismo catalán se escandaliza con razón. El PP recurre incluso el Estatut que el parlamento español ha recortado… y que los ciudadanos catalanes han aprobado en el referéndum con menor participación de la etapa constitucional: el 33% del censo, lo que es interpretado por unos como desinterés ciudadano por los proyectos de la clase política y por otros como protesta por la intervención con las tijeras del parlamento de España; probablemente ambas interpretaciones sean verdaderas y Cataluña empiece a dividirse sin apercibirse todavía. Para acabarlo de arreglar, un PP hipernacionalista recurre el Estatut ante el Tribunal Constitucional, el cual recorta incomprensiblemente disposiciones idénticas a las que figuran en otros estatutos y reduce la palabra ‘nación’ a término de naturaleza cultural y no política, derivándola prescriptivamente de las ‘nacionalidades’ constitucionales.
De modo que ya tenemos en escena a dos nacionalismos claros: el nacionalismo catalán aún federalista, y el nacionalismo españolista, el unitarista que embiste cuando se digna usar de la cabeza.
Quienes han creado el problema son políticos irresponsables. De nacionalismos de distinto signo.
Políticamente, el PP representa el unitarismo y los partidos catalanes el federalismo (incluido el Psc). El Psoe está dividido: su ala derechista es unitarista (Felipe González, Bono e tutti quanti) y su ala izquierda es o puede ser federalista.
En lo que sigue los dirigentes del nacionalismo catalán van a echar toda la carne en el asador al objeto de ampliar su base social para pasar del federalismo al independentismo. Sus medios fundamentales han sido: 1) el relato histórico de agravios; 2) el recorte estatal del Estatut; 3) el uso partidista de los medios de comunicación públicos y privados que controla; la invención de un agravio fiscal; 4) cuestiones menores, como el canon de las autopistas; y 5) enmascarar la autodeterminación con el invento del derecho a decidir.
El relato histórico de agravios tiene dos puntos de apoyo centrales (aunque en una construcción del relato en la que todo vale han podido entrar desde la guerra de las remenses catalana, vista “nacionalísticamente” en vez de la guerra de clases entre pobres y ricos catalanes que fue, hasta la pura y simple historia-ficción construida por pseudohistoriadores). Un punto de apoyo para enardecer sentimientos es 1714, el final absurdo de una guerra mantenida por la Generalitat perdidos ya todos sus apoyos y alianzas, y el inicio de la construcción del Estado moderno por Felipe V. Las instituciones catalanes perdieron derechos que siglos antes habían perdido los comuneros de Castilla. Pero gracias a la modernización América y demás colonias en seguida se abrieron a ser también suyas y no solo del Reino de Castilla, y bien que lo aprovecharon, con la caza y tráfico de esclavos y con la producción esclava, base económica colonial de la temprana (respecto de la mayor parte de España) industrialización catalana. Otro punto de fricción histórico con el Estado fueron, avanzado el siglo XIX, las pugnas de los aranceles: los cultivadores cerealícolas castellanos querían un arancel alto para el trigo y bajo para la importación de productos textiles, mientras que los fabricantes catalanes pretendían lo contrario: un arancel bajo para el trigo, que abaratara el coste de la mano de obra de sus fábricas, y un arancel alto para los textiles ingleses, para volver cautivo el mercado español. El Estado no supo instrumentar las demandas industriales, y eso se convirtió en regla que perduró a principios del siglo XX, cuando Cataluña vivió episodios como la Semana Trágica y la huelga de La Canadiense, y todo se encarrila hacia la violencia durante la monarquía alfonsina; también, a finales del XIX y principios del XX, se elaboran materiales culturales nacionalistas, como el himno catalán. El “no nos entienden” se hizo ya de uso común entre la burguesía urbana de Cataluña. La lengua hizo el resto, añadiendo el “no són com nosaltres” (“no son como nosotros”) aplicado al resto de los españoles.
El “no són com nosaltres” merece reflexión específica. Gallegos, asturianos, andaluces, etc., podrían decir con razón que los demás españoles no son como ellos. Pues los rasgos culturales locales, las hablas, las cocinas, ciertas tradiciones, etc., son elementos diferenciadores. Lo que cuenta en el caso catalán es que los rasgos locales diferenciadores se hagan valer más que los identificadores, como son contar todos con una lengua común (y no cualquier lengua: quinientos millones de hablantes, y una de las más grandes literaturas del mundo), una espontaneidad histórica común —por ejemplo, ante la invasión napoleónica, ante la proclamación de la Segunda República, contra la represión franquista de las huelgas mineras asturianas—, y también tradiciones comunes, que las hay y son muy abundantes. ¿Por qué se da más valor a lo diferenciador?
Está la lengua de gran parte de los catalanes. La lengua ofensivamente reprimida durante el franquismo. La lengua materna es el motor sentimental de la vida humana y la base de la socialización individual. Cualquier lengua. Tanto la castellana como la catalana. Tanto una lengua grande como una lengua pequeña en hablantes. Los hablantes de la lengua grande en hablantes no siempre comprenden que la lengua pequeña es para la psique de las personas tan importante como la suya. Y pocos perciben que sobre lenguas y religiones no hay que legislar más allá de determinar en qué lengua o lenguas se expresan las instituciones, dejando en paz y en libertad a las gentes.
Entiendo que la respuesta última a la pregunta planteada se ha de buscar en la perpetuamente deficiente institucionalización política de España, consecuencia solo en parte de diferencias en el mundo productivo. La reacción anticonstitucional de Fernando VII y posteriormente el carlismo evidenciaron la inexistencia de una burguesía potente en gran parte del territorio español (se debe destacar además el carlismo de ciudades como Olot, Tortosa y Vic, centros de la reacción catalana). No hubo en España verdadera revolución burguesa. Desde 1820, en el trienio liberal, la incipiente industria catalana, con dificultades en el mercado americano, trató de superarlas dando impulso al mercado interior de España: necesitaba eliminar impuestos anticuados, obtener aranceles protectores y construir buenas vías de comunicación y transporte en un país que no las tenía. Topó con la oposición de los grandes productores de vinos de Jerez (ingleses) y otros, que preferían una España agraria. Más adelante en el XIX la contraposición entre industriales y agrarios cerealícolas en torno a los aranceles y la incapacidad del Estado para resolverla hizo bastante para que surgiera un catalanismo que tratara de ser también interclasista, como todos los nacionalismos fuertes. No tuvo mucho éxito ni con los anarquistas ni con alta burguesía de la Lliga catalana. Hoy, sin embargo, Durruti está olvidado, enterrado quién sabe dónde.
Con las libertades y la autonomía entran en juego otros elementos de un relato pro-secesionista: las alegadas (pero no evidentes) infradotación financiera y sobrecarga fiscal, e incluso se reclama la gratuidad de las autopistas (que en el fondo son de La Caixa), las primeras que se hicieron en España y seguramente más que amortizadas. Además, la reclamación de un “derecho a decidir” —cabe decir que las personas obviamente lo tienen, y que desean tenerlo— se reclama para una cuestión no constitucional: como un pseudónimo de la autodeterminación para aprobar la balcanización del país.
La modernización institucional de España ha tenido menos recorrido que su modernización productiva y su recuperación cultural de las heridas del franquismo. Por decirlo todo: la institucionalización política de España sigue siendo deficiente hoy: porque no ha sido posible liquidar enteramente el franquismo institucional ni el político-cultural; porque el sistema de libertades se implantó bajo la espada militar. Porque institucionalizar España como una democracia formal acabada exige cambios aún hoy, cambios constitucionales en un sentido federal (y otros cambios). Se puede abogar por una unidad indisoluble y al mismo tiempo federal. ¿No es eso lo que tienen Alemania, Suiza o los Estados Unidos?
Se puede coincidir con otras sociedades en una reforma de la UE para tratar de recuperar soberanía en materia económica. Resolver de una vez el problema de la institucionalización puede permitir abordar sin violencia el cambio civilizatorio que exige una producción y un consumo ecológicamente sostenibles. Queramos o no, por las buenas o a las bravas, habrá que imponer decrecimientos en determinados consumos para que pueda haber crecimiento en otros: los de las ciencias y técnicas de la salud y los que permitan confiar la producción crecientemente a máquinas automáticas y —aunque esto es ya otra cosa— eventualmente revertir ese cambio en eliminación de desigualdades.
Abordado el problema ecológico, tal vez las poblaciones se den cuenta de que si el trabajo lo hacen las máquinas, y con un austero decrecimiento, toda la humanidad podrá trabajar potencialmente mucho menos; se dejaría así de considerar la informática como una fuente de jueguecitos y consumos entontecedores para verla —aunque repito: esto es ya otra cosa— como un instrumento de emancipación social, si en vez de estar en manos de industrias privadas es objeto de apropiación institucional y colectiva, estatal e interestatalmente.
¿Parece nuestro futuro el cuento de la lechera? Sí, sobre todo porque la cántara puede romperse si no se consigue pronto un cambio constitucional que nos amiste a todos.
28 /
4 /
2019