¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Informe Draghi: lo que la tecnocracia da de sí
Cuaderno de locuras: 13
Europa en crisis ¿el fin del neoliberalismo?
La Unión Europea vive otro de sus episodios azarosos. En el plano político y en el económico. Hace tiempo que sus grandes países perdieron su papel de primera potencia mundial, los que extendieron el capitalismo al resto del mundo. No está claro si alguna vez los líderes europeos pensaron en reconstruir un gran imperio; en la práctica, siempre han sido una potencia mundial de segunda, bajo la égida de Estados Unidos. Y, hasta ahora, siempre que han tenido una oportunidad de constituirse como una gran nación autónoma, ha sido incapaz de hacerlo Así, por ejemplo, cuando se hundió el bloque soviético, y se podía haber construido un espacio común europeo; o cuando la crisis de 2008 hubiera podido resolverse con una propuesta cooperativa en lugar del desastre de la austeridad. Ahora, la crisis tiene tanto aspectos políticos —las tendencias disgregadoras que está promoviendo la extrema derecha— como económicos. Tanto coyunturales como, especialmente, de largo plazo. La guerra de Ucrania ha reforzado esta debilidad, y ha supeditado aún más la UE a Estados Unidos de América. Y la crisis económica que sobrevuela a la economía alemana ha acelerado la necesidad de desarrollar una nueva estrategia. Que el encargado de dirigir un diagnóstico fuera Mario Draghi parece lógico, pues es al fin y al cabo pilotó una política monetaria heterodoxa que permitió escapar del fiasco de las políticas de austeridad y de la crisis de la COVID-19.
El informe ha sido saludado por algunos como el cierre del neoliberalismo, pues entre sus propuestas incluye la creación de un fondo común para financiar un poderoso programa de inversiones. Ciertamente, significaría un cambio en uno de los dogmas económicos en los que se ha construido la Unión Europea, pero resulta exagerado ponerle fecha de caducidad a una cuestión tan etérea como es el neoliberalismo. Éste, más que un proyecto concreto, constituyó un conjunto de propuestas de acción política que tenía unos objetivos claros: revertir el equilibrio de fuerzas entre capital y trabajo y entre capital y sector público que se había establecido al final de la segunda guerra mundial. Para justificarlo, se echó mano de todas las teorías que podían aportar argumentos a favor de sus tesis, y se generaron eslóganes para dorar la píldora (flexibilidad, beneficios que descienden a la base social, desregulación, etc.). En cada país, su concreción varió en función de su propia historia y de sus equilibrios sociales. Y, después, se han practicado políticas ad hoc en cada circunstancia. Pero, en lo esencial, sus objetivos centrales se han alcanzado: se ha deteriorado sustancialmente el peso de los salarios en la renta, la capacidad de intervención sindical y el poder de las clases trabajadoras; el estado se ha reorientado en parte en favor de los intereses capitalistas y, sobre todo, ha renunciado a constituirse como un contrapoder al capitalismo privado (de hecho, nunca lo fue). Hoy seguimos con una correlación de fuerzas brutalmente favorable a los intereses empresariales (cada vez más rentistas). Y se han reavivado incluso los discursos neoliberales más radicales, los que llamamos anarcocapitalistas, que lucen algunos sectores de la extrema derecha mundial. El informe Draghi no cuestiona el conjunto, no se trata de una propuesta de cambio global; se limita a hacer un diagnóstico de la situación y algunas propuestas de intervención.
El diagnóstico y propuestas básicas
El informe plantea un cuadro preocupante: la economía europea experimenta una pérdida de competitividad y de productividad frente a los dos grandes bloques económicos: Estados Unidos y China. La causas que contribuyen a esta situación son varias: ausencia de empresas suficientemente grandes que puedan explotar las economías de escala y de alcance; falta de inversión (en gran parte derivado de lo anterior); retraso en la innovación, atribuido tanto a la ausencia de buenos mecanismos para transmitir los avances en el conocimiento a las empresas como a que el sistema universitario y científico está retrasado respecto a sus competidores; un elevado coste de la energía; y, finalmente, un sistema financiero poco sofisticado, excesivamente dependiente de los créditos bancarios que limita las facilidades de inversión.
De este diagnóstico se extraen conclusiones bastante obvias. Si las empresas europeas son demasiado pequeñas, hay que favorecer un proceso de concentración empresarial que dé lugar a grupos empresariales más potentes. No se trata de una cuestión demasiado nueva. Los informes que justificaron la transformación de la Comunidad Europea en la Unión Europea ya señalaban el objetivo de las economías de escala como una de las razones de forzar el mercado único. Y, de hecho, parte de la desindustrialización de algunas zonas, especialmente en los países más pequeños y cuyas factorías ya eran más pequeñas, se explica precisamente porque tuvo lugar este proceso de concentración, con el consiguiente cierre de las plantas menos interesantes. La cuestión es que este proceso tuvo lugar al mismo tiempo que se producía la deslocalización de la producción hacia terceros países, y es por ello que las grandes economías de escala se concentran en las grandes plantas asiáticas y no en Europa.
Más discutible es la comparación de la productividad. Como ya he dedicado otras nota reciente al tema (La mística de la productividad), remito a la misma para discutir el argumento. También Alberto Garzón ha realizado un comentario reciente en la misma dirección (La conversión útil de Draghi y otros neoliberales). Es discutible comparar economías diferentes, y hay que tener en cuenta, además, que como se mide en términos monetarios, algunas productividades simplemente camuflan precios monopolísticos, de poder más que de eficacia. En todo caso, lo que en el fondo preocupa a estos liberales es el retraso europeo en las nuevas tecnologías informáticas, en la Inteligencia Artificial, en el diseño y producción de semiconductores… Y, ciertamente, en este campo las economías europeas tienen poco peso. Posiblemente porque sus dos competidores han basado su promoción en una financiación con gran peso público inicial: en el caso de Estados Unidos, ligado a los gastos de defensa; y, en el caso chino, a programas centrales de promoción de nuevas tecnologías, incluidas las energías renovables y los coches eléctricos. Por eso, una de las propuestas estrella es que se impulsen estos sectores con ambiciosos planes de inversión público-privada, que justifican la creación de un programa de endeudamiento colectivo. También en esta línea se explica la referencia a defensa (siempre se legitima con la idea de que estamos amenazados, se supone por Rusia, y hay que reforzar las defensas), pues un programa unificado de rearmamento podría no solo agradar al lobby armamentístico, sino justificar fuertes inversiones en investigación y producción en las nuevas tecnologías, que es donde se advierte el mayor retraso.
La otra cuestión crucial es la energética. El informe reconoce que gran parte del diferencial y de la alta volatilidad del coste de la energía está asociado al papel crucial que juega en el mix energético el gas natural. Aunque reconoce que habría que desacoplar el coste del gas del resto del sistema, no da el paso de proponer la sustitución del modelo marginal que tantos beneficios caídos del cielo ha proporcionado a algunas empresas. Lo que sí parece más claro es la propuesta de descarbonización acelerada con objeto de reducir la dependencia de fuentes fósiles, y tener una economía con costes energéticos competitivos. La descarbonización no se limita a la generación de energía, sino que alcanza también a la transformación de la industria automovilística. La propuesta es clara, pero se plantea un nuevo y gran problema: las nuevas tecnologías dependen crucialmente de minerales (cobre, níquel, cobalto, litio, grafito, tierras raras), de los que Europa no cuenta con yacimientos importantes. El informe reconoce el problema y propone una política común de aprovisionamiento.
El resto de grandes propuestas se centra en potenciar la defensa común, una nueva gestión de los programas de investigación y la reforma del sistema financiero, incluyendo el ya comentado fondo de inversión europeo. En suma, tratar de emular la política de los países líderes con más centralización, la promoción de empresas mayores y universidades más punteras, y un importante esfuerzo inversor no sólo publico sino también privado. Algo en la línea del Next Generation, y con un cierto aroma de las «misiones» que propone Mariana Mazzucato.
Un giro no tan radical y altamente problemático
La propuesta, más que innovadora (a excepción del tema de la financiación conjunta), es lo que piensa cualquier tecnócrata racional que se plantee cómo convertir la Unión Europea en una potencia de primer nivel. O, simplemente, piense que de no activarse acabaremos siendo un área deprimida (por la crisis de la industria tradicional), un espacio turístico mundial. Las propuestas de crear grandes empresas y de llevar a término políticas centralizadas forman parte del arsenal de ideas convencionales. Sólo una crítica ingenua al neoliberalismo lo ignora. Estados Unidos, el núcleo del neoliberalismo, siempre ha contado con una brutal política de defensa que no sólo le garantiza su manto imperial (incluido el papel del dólar y las regalías que genera), sino que también ha estado en la base de la promoción de nuevas tecnologías. En este sentido, no hay nada nuevo, excepto que ahora se aboga por centrar estas políticas en la descarbonización (con especial énfasis en las redes, que son el elemento esencial de viabilidad) y en las nuevas tecnologías de la electrónica, los datos y la biotecnología. No se evalúa cuál es la viabilidad de entrar a competir cuando la carrera ya está lanzada. Ni hay ninguna evaluación seria sobre la factibilidad, las ventajas y los costes de todo tipo de estas tecnologías. Su bondad se toma como un dato, y la inversión en las mismas como una necesidad «sin alternativas».
Aunque aceptáramos que esta debe ser la línea que seguir, hay muchas cuestiones que hacen dudar de su viabilidad. En primer lugar, hay una cuestión obvia de lo que ahora se llama «gobernanza»: el conseguir que todos los miembros de la UE acepten esta centralización, apoyen el plan de inversiones. No sólo las tensiones nacionalistas actuales hacen pensar que esto tiene pocas probabilidades de ocurrir. Es que un plan de centralización conlleva impactos locales, regionales y nacionales muy diversos. De hecho, ya se ha producido en la Unión Europea una mayor especialización de actividades en diferentes zonas (algo tiene que ver con el crecimiento del turismo como eje de especialización en nuestro país). Vista la experiencia, un plan de centralización puede ser impracticable si no se aborda una verdadera política territorial, compensatoria, inclusiva. En segundo lugar, está el tema de la limitación crucial de los minerales; se reconoce el problema y se le da una solución facilona. Pero este es el punto nodal de la transición energética, incrementado porque no se plantea como una solución global (que, por ejemplo, exigiría cambiar las pautas de movilidad y abandonar el proyecto de vehículo eléctrico privado), sino como un simple cambio de fuente energética. Uno tiene la sospecha de que la insistencia en defensa no sólo tiene que ver con el peligro exterior, sino con el convencimiento de que, en un futuro muy lejano, se producirán fuertes tensiones en torno a estos suministros. Por último: ninguna reflexión sobre el modelo social, sobre cómo a repartir los costes de estas fuertes inversiones. Se olvida —o se ignora— que gran parte de la crisis europea tiene también que ver con que nunca se configuró como un proyecto inclusivo. Y que esta carencia de sentido social y geográfico subyace en toda la construcción europea.
Los tecnócratas reducen los problemas a lo que su formación es capaz de capturar. Son eficaces para soluciones sencillas. Pero, cuando la situación es tan compleja como la actual, se requiere una aproximación distinta. Empezando por evaluar en serio lo que aportan las nuevas tecnologías y tomando en consideración cómo enfocar su desarrollo. Entendiendo que lo tecnológico y lo social son dos caras de un mismo proceso. Sería demasiado pedirle a los Draghi este tipo de comprensión.
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9 /
2024