La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Juan A. Ríos Carratalá
¿Olvido digital o censura encubierta?
El legítimo derecho al olvido digital está regulado por la legislación española y europea, se aplica en numerosos casos donde resulta justificado y no me consta que esté cuestionado de manera significativa. Sin embargo, y como sucede con todos los derechos, de vez en cuando tenemos noticia de demandas que, amparándose en la legislación, persiguen objetivos encubiertos cuya explicitación siempre será negada por los demandantes.
La Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo ha dictado una sentencia (n.º 374/2024) que niega el derecho al olvido digital para el alférez Antonio Luis Baena Tocón, el secretario del Juzgado Militar de Prensa que instruyó el sumario del poeta Miguel Hernández, así como los de otros periodistas y escritores republicanos.
La sentencia pone punto final, por ahora, al proceso iniciado en 2019, cuando uno de los hijos del citado oficial me instó a borrar el nombre de su padre en varios trabajos académicos. La petición carecía de motivación, resultó polémica a raíz de una desafortunada resolución inicial de la Universidad de Alicante y, finalmente, la sentencia del Tribunal Supremo establece que el derecho al olvido digital de un fallecido no puede aplicarse sin ponderarlo con otros derechos: el de la libertad de expresión, de información y de cátedra o investigación. En este caso, y según la sentencia, estos últimos prevalecen sobre el primero.
En el blog Varietés y República, concretamente en la entrada del 19 de marzo, figuran los enlaces a los medios de comunicación que dieron cuenta de la noticia. Apenas cabe añadir algo al respecto. La conclusión es obvia: los historiadores, periodistas, archiveros y quienes, en general, procuramos mantener viva la memoria histórica estamos más protegidos tras una sentencia que crea jurisprudencia.
A partir de ahora, no cabe pedir el olvido digital sin ponderarlo con los citados derechos, que prevalecen salvo que haya una falta de veracidad capaz de afectar a lo sustancial de la información relacionada con un individuo histórico. Una inexactitud o un error parcial se pueden rectificar sin necesidad de proceder al olvido digital, cuya admisión automática a instancias de parte afectaría gravemente a nuestro derecho a la información e investigación histórica.
Ahora bien, y con la precaución lógica de cualquier hipótesis, cabe dudar de que en este caso se pretendiera el olvido digital del alférez Antonio Luis Baena Tocón. El motivo es constatable: quien lo solicitó es el responsable de la web dedicada a su padre: antonioluisbaenatocon.es. Nada más contradictorio que reclamar el olvido digital de una persona y, al mismo tiempo, dedicarle una web, donde también se descalifica a quienes nos hemos ocupado del citado oficial.
Por otra parte, las iniciativas emprendidas por uno de los hijos del alférez han tenido consecuencias contradictorias con el supuesto objetivo. El denominado efecto Streisand le afectaría de manera sorpresiva en 2019, pero desde entonces lo conocía y, conscientemente, su empeño ha provocado que el nombre del padre aparezca en centenares de referencias, hasta el punto de que un mero colaborador en las tareas represivas de la posguerra se ha convertido en un protagonista de esta. Si de verdad pretendía el olvido digital, el hijo ha conseguido lo contrario.
Aunque nunca lo reconocerá el demandante, el verdadero objetivo es acallar las voces discordantes con su memoria del padre. Lo hace mediante una web repleta de insultos y descalificaciones, autoerigiéndose en historiador capaz de dar lecciones a los profesionales de la historia y, finalmente, presentando una batería de demandas que afectan a más de un centenar de personas e instituciones. Mientras tanto, en Facebook descalifica a los demandados, ha utilizado medios como Ok Diario para difundir informaciones falsas y espera que le abonen los 11.500.000 euros solicitados por la supuesta intromisión en el honor de su padre, un oficial que participó en un juzgado actualmente considerado ilegal y cuyas resoluciones han quedado anuladas por la Ley de Memoria Democrática.
Si en 2019 yo hubiera accedido al intento de censura, me habría ahorrado muchas horas de trabajo, varios miles de euros y, sobre todo, un desgaste mental que resulta difícil de sobrellevar. No cedí en su momento y he afrontado estos cinco años de insultos y demandas gracias a mi condición de catedrático y una familia que me apoya. En el marco de la docencia universitaria, donde abunda la precariedad, soy un privilegiado y sería absurda mi presentación como víctima. El problema radica en que la experiencia podría haber afectado a un colega joven, precario y sin los necesarios apoyos o medios. La censura entonces habría triunfado. Y con ella la mentalidad intolerante y agresiva de quienes han emprendido una batalla cultural contra la universidad.
A diferencia de lo sucedido en las dictaduras, en democracia la censura solo triunfa cuando el censurado no tiene capacidad o voluntad para oponerse al censor. Los eufemismos a la hora de encubrir estas situaciones son múltiples porque, en la actualidad, nadie reconoce su condición de censor. Siempre hay un contrato sin firmar, un presupuesto mermado, una supuesta petición popular o vete a saber qué excusa. Lo vemos a menudo en la prensa, y mucho más desde la llegada de la extrema derecha al poder en organismos locales o autonómicos. En ese marco, el olvido digital de un sujeto histórico cuya actuación pública está documentada forma parte de un intento de acallar las voces de quienes hablamos de la represión franquista.
La citada sentencia del Tribunal Supremo ha supuesto un alivio y cabe esperar que cierre la vía del olvido digital para imponer una concepción sesgada de la historia. Gracias a la AEPD, Google y la UA, hemos llegado hasta este desenlace tras un calvario de cinco años. El coste ha sido elevado y todavía está pendiente de un tribunal gaditano, pero en estos momentos solo pienso en los jóvenes y precarios investigadores que podrían sufrir la misma experiencia. Su capacidad de defensa sería mínima y convendría articular en el ámbito universitario un protocolo de actuación para preservar la libertad de expresión, información e investigación frente a ataques como los sufridos, que exceden los límites de la crítica. Lo legislado en este sentido es mucho, pero su prevalencia queda de hecho cuestionada cuando la precariedad del historiador resulta manifiesta.
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2024