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James Poskett

Horizontes

Una historia global de la ciencia

Crítica,

Barcelona,

2022,

494 págs.

Asier Arias

La historia de la ciencia no es diferente del resto de las áreas de la historiografía por lo que al influjo de sesgos ideológicos se refiere. En su prólogo a la Historia de la física del universo, de Eduardo Battaner (Guadalmazán, 2021), Francisco Sánchez nos explica —subiéndose a la moto que Roca Barea sigue vendiendo a pesar de que Villacañas patentizara que no tiene ruedas ni motor— que una de las virtudes del libro que tenemos entre manos es su eficaz enmienda a esa «leyenda negra que aún colea». Las casi seiscientas páginas que suceden a ese prólogo recogen una buena cantidad de importantes episodios de la historia de la ciencia, y una colección aun mayor de anécdotas biográficas deslavazadas e inmersas en un mar de sesgos provincianos: España existía en el siglo VI (p. 57); la Reconquista fue un proceso histórico y no una palabra rescatada por la propaganda franquista de los polvorientos volúmenes de la historiografía nacionalista decimonónica (p. 97); si lo pensamos bien, Giordano Bruno nació en España (p. 159); el epicentro de la Revolución Científica hemos de buscarlo en El Escorial (p. 165); Alfonso X merece el triple de páginas en una historia de la astronomía que Tycho Brahe —de las tres que se dedican al mejor observador de la era pretelescópica, sólo unos pocos renglones guardan alguna relación con la ciencia, y la mitad de ellos se dedican a discutir un orden de prioridad con un español— y, en fin, de las cinco que se emplean en la definición de «Ilustración», tres corresponden a la Ilustración española —de éstas, dos a la justificación de la noción de «Inquisición ilustrada» (pp. 268-269): quizás haya alguna lección que extraer del hecho de que la palabra «España», que domina el relato hasta la aparición de la «Inquisición ilustrada», no vuelva a aparecer en las trescientas páginas subsiguientes.

El único punto en común entre esta forma de historiar y la de James Poskett en Horizontes: Una historia global de la ciencia (Crítica, 2022) consiste en la profusión de anécdotas. No obstante, las que narra Poskett no formaban parte ya del canon de la historia de la ciencia. Son las historias de Hantarō Nagaoka, el físico japonés que describió la estructura del átomo antes que Rutherford (pp. 276 y ss.); Zhào Zhōngyáo, el físico chino al que nunca se reconoció como descubridor del positrón (pp. 306 y ss.); Tupaia, el sacerdote-geógrafo polinesio sin el que James Cook no hubiera podido realizar las observaciones que permitieron aplicar los Principia de Newton a la medición del tamaño del sistema solar (pp. 133 y ss.); Li Shizen, el médico chino que compiló una monumental clasificación del mundo natural a finales del siglo XVI (pp. 179 y ss.); o, en fin, los incontables indígenas anónimos cuyos conocimientos fueron explotados tanto como su trabajo esclavo en gran cantidad de empresas científicas coloniales.

Pero las anécdotas de Poskett no constituyen una mera amalgama de curiosidades, sino que perfilan, justamente, una historia global de la ciencia. En concreto, una historia global de la ciencia moderna, esto es, una historia de la ciencia moderna en la que ésta no nace del ensimismamiento de un puñado de europeos, sino de la trama de interacciones entre culturas que vino de la mano de la expansión militar y comercial moderna.

Esta historia global comienza en el siglo XV, pero no en Europa, sino en el Nuevo Mundo. Los textos clásicos no describían apenas nada de lo que allí encontraron los europeos, de forma que no es de extrañar el distanciamiento de los mismos que corriera paralelo al énfasis en la necesidad del recurso a la experiencia. No había en el Nuevo Mundo sólo plantas y animales exóticos, sino también civilizaciones con una «avanzada cultura científica propia» (p. 60), que sería incorporada en nuevas obras de historia natural, medicina y geografía. En ese mismo momento, a finales del siglo XV, comienza también una nueva era de contactos entre Europa y Asia, que venían a sumarse a los ya existentes a través de rutas comerciales y redes religiosas en toda Asia y África.

Al adoptar la perspectiva de este intercambio cultural global, una de las primeras cosas que caen por su peso es el mito de la Edad de Oro islámica, inventado durante el siglo XIX para justificar la expansión imperial europea en Oriente Medio. El trabajo de Poskett en la demolición de la idea del declive de la ciencia islámica a partir del siglo XIV traza el recorrido de los cinco siglos de debate en la astronomía islámica en torno al Almagesto, que desembocan en el De revolutionibus de Copérnico. Pero esta inserción de un texto europeo clásico en el marco del intercambio cultural global no nos ofrece aún la imagen del nacimiento global de la ciencia moderna: hay que añadir los propios renacimientos que estaban experimentando en ese momento las culturas científicas del imperio otomano, el songhai, el Ming y el mogol, que revisaban sus tradiciones matemáticas y astronómicas con espíritu crítico en el marco del intercambio cultural propiciado por una creciente trama de relaciones comerciales y religiosas. Debiera sobrar recordar aquí que si hemos de buscar un origen para este renacimiento global habríamos de ubicarlo en el mundo islámico.

La siguiente fase de la historia global de la ciencia, la ilustrada, se produce en el contexto del debilitamiento de los imperios referidos y la violenta expansión de los imperios europeos: pasamos, en dos palabras, de la Ruta de la Seda al Comercio Triangular de esclavos. Es habitual presentar a los Principia de Newton como el comienzo de la ilustración científica, del mismo modo que es habitual presentar a Newton como prototipo del genio que pare su obra aislado del mundo: la caricatura de Battaner es en este sentido ejemplar (2021, p. 229). Nada más lejos de la realidad que esa caricatura. Como Poskett documenta, «Newton representa el inicio de la Ilustración, pero no porque estuviera aislado, sino por lo bien conectado que estaba: fue capaz de lograr un gran avance científico gracias a sus conexiones con el mundo de los imperios, la esclavitud y la guerra» (2022, p. 151). Fuera de la física, es también imposible hacerse una idea adecuada del desarrollo de la historia natural en el periodo ilustrado sin atender a la evolución de los imperios europeos y sus redes comerciales, incluyendo el comercio de esclavos: en buena medida, la historia de ese desarrollo coincide con la de las Compañías de las Indias.

Los vínculos entre ciencia e impero no van a desaparecer en la siguiente fase de la historia global de la ciencia, la decimonónica. Al contrario, los veremos fortalecerse, pero también adoptar nuevas formas en el contexto del auge de los nacionalismos, el capitalismo y el industrialismo. El recorrido que traza Poskett comienza aquí con el despliegue del pensamiento evolucionista en la biología decimonónica latinoamericana, rusa, japonesa y china. El entusiasmo por las metáforas bélicas —que se incorporaron al pensamiento evolucionista predarwiniano existente en aquellas culturas— y las extrapolaciones en clave social y nacional de la idea de la lucha por la supervivencia tuvo un elocuente contrapunto en la biología rusa del periodo prerrevolucionario. «Los naturalistas rusos criticaban a menudo a Darwin por poner demasiado énfasis en la competencia entre individuos como la principal fuerza impulsora de la evolución. En lugar de eso, muchos preferían destacar la importancia del medio ambiente o las enfermedades en el proceso de selección natural. El énfasis que ponía Darwin en la competencia también parecía desdeñar el papel de la cooperación tanto en las sociedades humanas como en las animales» (p. 212). En cuanto al desarrollo de las ciencias físicas durante el periodo, Europa fue sin duda su centro, pero hay que hacer dos apreciaciones: en primer lugar, ello fue así a causa de las ventajas económicas conquistadas por la violenta expansión del colonialismo; en segundo lugar, ese centro estuvo muy conectado con una periferia que era cualquier cosa menos un erial científico (se estudian aquí el caso ruso, otomano, indio y japonés). En el centro y la periferia, en este periodo de conflicto, nacionalismos y efervescente expansión industrial —auspiciada en todas partes no por «manos invisibles», sino por Estados nacionales—, es cuando menos ingenuo aproximarse a la historia del pensamiento científico desatendiendo sus vínculos con la guerra y el desarrollo industrial.

En el último tramo de la historia global de Poskett, el correspondiente al siglo XX, la tensión entre internacionalismo científico y nacionalismos estatistas adoptará nuevas formas en el marco del «auge de las ideologías». Poskett evita con tino todo maniqueísmo al ocuparse del periodo: así, cierra el apartado dedicado a la física de bajas temperaturas en la Ucrania soviética apuntando que, si bien «la faceta ideológica de la ciencia estuvo muy presente en la Unión Soviética», lo mismo ocurrió en el resto del mundo (p. 301). Al estudio de la historia de la física soviética se suman el de la china, la japonesa y la india durante la primera mitad del siglo: años de revueltas, lucha anticolonial y revoluciones. En el análisis de la segunda mitad del siglo —la época de la Guerra Fría—, al mérito señalado deben añadirse los de la originalidad y la coherencia. De éstos, el primero no era presa fácil: el vínculo entre ciencia y política durante la Guerra Fría es terreno trillado, y en los últimos años no han dejado de aparecer interesantes materiales. Tampoco lo era el segundo, dado el impacto de las fuertes inversiones de las principales potencias. Poskett inserta el periodo de la Guerra Fría en su historia global de la ciencia atendiendo al desarrollo de la genética en México, la India, China e Israel. La premisa de partida: la historiografía ha venido poniendo un énfasis excesivo en el descubrimiento de la estructura en doble hélice, que desvía la atención de estudios más esclarecedores —por lo que al carácter de la historia de la ciencia en el periodo se refiere—, realizados fuera de Europa y EE. UU. antes y después del trabajo de Watson y Crick. Antes que a la genética molecular, las inversiones se dirigieron a las aplicaciones agrarias y sanitarias de la genética, y con buenos motivos: se percibía que el hambre podía causar graves problemas políticos —elocuentemente, la «revolución verde» fue concebida como un antídoto contra la «revolución roja», y la Fundación Rockefeller fue la principal impulsora de su primera etapa (pp. 339 y ss.)—, y el vínculo entre salud y genética humana se presentaba como una mina para la legitimación de los Estados nacionales —también por oscuras vías racistas.

No había leído nada tan original sobre historia de la ciencia desde La revolución científica de Steven Shapin: va quedando cada vez más claro que la adopción de poses relativistas no es ningún requisito para la originalidad. Con todo, hay aquí una tolerable laguna: las interacciones entre culturas no pueden pretender sustituir a las interacciones entre teoría, formalización y experimentación, y la historia de la ciencia debe contribuir a iluminar ambos conjuntos de interacciones. Sería por otra parte absurdo criticar la ausencia en el relato de Poskett de los grandes hitos de las ciencias europeas, pero aun así algunos habríamos preferido que incluyera en el mismo una línea del desarrollo de cada disciplina, aunque fuera en trazos gruesos. Replicarán muchos que esa línea se ha publicado bastantes veces ya, y que no es el propósito del texto llevarnos nuevamente de la mano por ella. Cierto, pero en vista de la extraordinaria capacidad de Poskett para trazar horizontes generales, ese hilo adicional no hubiera puesto en riesgo la estabilidad del conjunto, sino más bien todo lo contrario.

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2023

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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