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Ramón Campderrich Bravo

Las raíces intelectuales de los "neocons"

La adecuada comprensión de la agresiva política exterior practicada por la Administración de George W. Bush, cuyo epítome ha sido las ocupaciones de Afganistán e Irak, exige el análisis en una diversidad de planos de los principales instigadores ideológicos de esa política, a saber, el grupo de intelectuales académicos conocidos con el nombre de neocons.

Los neocons integran una de las elites dirigentes asentadas en la Administración Bush. Entre los neocons más conocidos o relevantes cabe citar a William Kristol, John Podhoretz, Abram Shulsky, Lewis Libby, Richard Perle, Robert Kagan, Paul Wolfowitz, Lawrence Kaplan, Douglas Feith, Elliott Abrams, John Bolton y William Bennett. Los neocons han alcanzado elevadas posiciones tanto en el seno de poderosas fundaciones de investigación o think tanks (American Enterprise Institute, Project for the New American Century, Jewish Institute for the National Security Affaire, etc.) como de la administración norteamericana (durante el primer mandato del presidente Bush, Wolfowitz fue el número dos del Departamento de Defensa; Perle, presidente del Consejo de Política de Defensa; Libby, jefe de Gabinete y consejero de Seguridad Nacional adscrito al vicepresidente; Feith, número tres del Departamento de Defensa, por citar sólo los casos más dignos de mención).

Las raíces intelectuales inspiradoras del ideario neocon más relevantes pueden ser agrupadas en tres grandes bloques: el idealismo universalista norteamericano (1), la tradición de los académicos-burócratas de la Guerra Fría (2) y el pensamiento de Leo Strauss (3).

1) El nacionalismo norteamericano partidario de una activa política de expansión creciente de la hegemonía norteamericana por el mundo ha adoptado casi siempre la paradójica forma de una idealismo universalista que rechaza explícitamente cualquier descripción de sí mismo como imperialismo. El idealismo universalista norteamericano consiste en la ideológica patrimonialización por los Estados Unidos de los ideales ilustrados proclamados por las revoluciones de los siglos XVIII y XIX. Esta patrimonialización implica, en lo fundamental, dos cosas:

En primer lugar, la sociedad y el sistema político estadounidense son considerados la expresión más acabada de los ideales más preciados y valiosos para la Humanidad. Los Estados Unidos aparecen, ni más ni menos, como la realización más perfecta de los valores de la libertad, la democracia o la felicidad fundada en el progreso material y moral.

En segundo lugar, dado el valor universal de los ideales citados y su encarnación en el gobierno y la sociedad estadounidenses, Estados Unidos tiene una misión especial de difusión, incluso por la fuerza militar si es necesario, de dichos ideales por todo el mundo. El fortalecimiento del poder de los Estados Unidos en el ámbito de las relaciones internacionales se presenta así como la garantía del progreso de la Humanidad hacia formas de organización social y política mejores. El idealismo universalista norteamericano no es, por tanto, más que una versión exclusivista y radicalizada de la supuesta misión civilizadora invocada por las potencias europeas decimonónicas para justificar sus imperios coloniales.

2) En los neocons, la tradición del idealismo universalista aparece fundida con la tradición de la realpolitik representada por los especialistas académicos en ciencia política y relaciones internacionales que durante la segunda posguerra mundial guiaron a la Administración norteamericana en su política exterior. Personajes como George Kennan, Henry Kissinger o Zbigniew Brzezinski son espejos en los cuales los neocons desearían verse reflejados. Estos «consejeros del príncipe» de tiempos de la Guerra Fría, tienen una visión hobbesiana de la sociedad internacional: ésta es descrita como un «estado de naturaleza» cuyos sujetos protagonistas son unos estados egoístas y amorales en sus relaciones mutuas. En el contexto de la guerra fría, Kennan, Kissinger y Brzezinski propugnaron la acumulación de un poder nuclear suficiente para amenazar con la aniquilación al enemigo soviético, la diplomacia apoyada en presiones económicas, las guerras «por poderes» limitadas a teatros regionales secundarios y las alianzas con potencias regionales emergentes. La única guía político-moral en la utilización de esos instrumentos debía ser su supuesta utilidad para alcanzar el objetivo del equilibrio del poder entre las grandes superpotencias nucleares. De ahí que cosas como la diplomacia secreta, los cauces de actuación clandestinos o el apoyo a dictaduras muy represivas estuvieran perfectamente justificadas a juicio de estos académicos al servicio del gobierno estadounidense.

En suma, la fusión entre la realpolitik de los estrategas de la Guerra Fría y la tradición idealista universalista norteamericana explican esa sorprendente combinación de espíritu de cruzada y cinismo desvergonzado propia de los neocons.

3) Por último se debe indicar que dos componentes básicos del ideario neocon, la legitimidad de la denominada «mentira noble» (a) y el elitismo extremo (b), proceden de la obra del filósofo alemán emigrado a finales de los treinta a los Estados Unidos, Leo Strauss. El contacto de los neocons ha sido más bien indirecto en la mayoría de los casos, es decir, han recibido estas ideas a través de sus maestros de la llamada primera generación neoconservadora. (Daniel Bell, James Q. Wilson, Robert Nisbet, Irving Kristol, Allan Bloom, Norman Podhoretz, Nathan Glazer o Albert Wohlstetter)

a) Para Strauss, la posibilidad de alguna forma de orden político-social requiere la preservación de un credo ético-político profundamente interiorizado por la inmensa mayoría de los miembros de la sociedad. Este credo, cuya forma más eficaz, pero no única, viene dada, a juicio de Strauss, por las grandes religiones monoteístas, proporciona la legitimidad política y la cohesión que las sociedades necesitan para subsistir. Si el credo ético-político propio de una sociedad contemporánea determinada se resquebraja, ésta se verá abocada a la anarquía y al totalitarismo. De esta supuesta necesidad, pretenden Leo Strauss y, por ende, los neocons, deducir la admisibilidad en la práctica intelectual y política de las denominadas «mentira noble» o «fraude pío», esto es, relatos míticos y falsedades supuestamente beneficiosas para la comunidad que apuntalen o refuercen la ortodoxia ético-política existente en una sociedad.

b) Frente al común de los ciudadanos despolitizados, cuyas vidas deben estar consagradas a sus negocios y a sus relaciones familiares, Strauss sitúa una elite compuesta por los «hombres de estado» o «gobernantes» y por los intelectuales académicos, «filósofos» en terminología straussiana. Los primeros ansían la fama y la gloria derivados de la práctica de la política, en particular, de una política exterior que ofrezca oportunidades al engrandecimiento internacional de la propia nación. Los segundos están, en último término, interesados sobre todo en el placer que les proporciona la consagración a la actividad intelectual. Para garantizar la estabilidad y la paz sociales sin las cuales no es posible, según Strauss, dicha actividad intelectual, los «filósofos» deben asistir en calidad de «consejeros del príncipe» al estadista con sus conocimientos y destreza discursiva, encaminados, en especial, a construir poderosas y convincentes «mentiras nobles». Esta última idea es muy significativa para comprender el desparpajo con que los neocons han impulsado la fabricación de todo tipo de patrañas para justificar el intervencionismo militar estadounidense de principios del siglo XXI.

En conclusión, el análisis de las raíces intelectuales más destacadas de los neocons nos proporciona un retrato bien poco edificante de un sector muy importante de las elites gobernantes hoy en día en Estados Unidos: un grupo de académicos convencidos, al mismo tiempo, del derecho de los Estados Unidos a decidir qué es lo mejor para cualquier pueblo de la Tierra en cada momento y de la justificación de la «ley del más fuerte» en las relaciones internacionales y que consideran la manipulación de las conciencias de sus propios ciudadanos una práctica perfectamente legítima, incluso necesaria.

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2005

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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