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José María Camblor

Las naciones inventadas

¿Son Cataluña y España naciones?

Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos?

William Shakespeare, El mercader de Venecia

 

Tendría unos ocho años y en el patio del recreo se formaron espontáneamente dos facciones de niños enfrentadas. Me tocó por casualidad en un bando y me sentí repentinamente henchido de furor gregario: éramos nosotros contra ellos. Nos dedicamos a lanzarnos piedras y yo me uní alegremente a esa barbaridad. Eran piedras pequeñas, pero cuando recibí dos o tres pedradas, empecé a preguntarme qué diablos estaba haciendo. Allí, sin saberlo, se inició la construcción de un talante que continúa hoy, que me aleja de cualquier tipo de polarización tribal, de gradas enfrentadas, de dicotomías categóricas. No es que no me anime cierto sentimiento gregario, como a todos, sino que, a diferencia de otros que se abandonan a su pulsión, e incluso hacen de ello un activismo, yo trato de reprimirlo. Debo agradecer, pues, a esas pedradas iniciáticas parte de mi aprendizaje. También que siempre haya mirado con cierta distancia la idea de nación.

El nacionalismo español considera a España (en su totalidad) una nación y el nacionalismo catalán hace lo mismo con Cataluña, y no parecen compatibles ambas posiciones: Dios existe o no existe, pero no las dos cosas a la vez. Aunque lo sensato para entendernos sería establecer convencionalmente el empleo de ‘nación’ antes de usar la palabra, da la impresión de que ninguno de los dos nacionalismos se atreve a aclarar qué quiere significar con ese término, pues, de hacerlo, probablemente debería admitir que está excluyendo a una parte importante de la población. Ellos hacen un uso de ‘nación’ deliberadamente ambiguo, como un significante flotante que puede ser empleado en diferentes sentidos según el momento o la oportunidad. ¡La interminable lucha por las palabras!

Pero, para acotar un poco el término, a mí me parece que ‘nación’ puede designar dos cosas diferentes. Una de ellas es descriptiva y hace referencia a algo que existe en la realidad. Otra es metafísica, religiosa, inventada, y no se deja sujetar por ningún análisis objetivo. Me da que es esta última a la que se refieren ambos nacionalismos al afirmar que Cataluña o España son naciones.

Para saber si lo son, primero convendría ver a qué nos referimos con ‘España’ y ‘Cataluña’. En primer lugar, son topónimos, nombres de territorio. En ese sentido, sus objetos están bien delimitados, pero parece poco razonable decir que un territorio es una nación. Es simplemente un espacio físico, el lugar en el que se desarrolla la vida de las gentes, en donde construyen sus casas, etc. Desde otro punto de vista, España y Cataluña son entidades jurídicas: existen leyes que identifican un determinado territorio y una población con una denominación administrativa o política específica (ya sea vecindad civil, nacionalidad, término municipal, etc.) En este sentido, España sí sería una nación, pues así lo prescribe el artículo 2 de la Constitución, pero esto no significa que describa una realidad preexistente a la norma (una atribución jurídica, aunque a veces la contenga, no es una descripción del mundo: así, alguien declarado incapaz jurídicamente puede no serlo mentalmente en realidad), y además también es muy volátil: bastaría con cambiar la ley para que España dejara de ser una nación. Podría dársele un significado a la palabra nación remitiéndonos a la voluntad de los individuos de pertenecer a ella. Pero eso, aunque sí es descriptivo, y además sería lo más justo y considerado con los sentimientos de las personas, también es volátil: ¿si un individuo cambia de parecer, cambia entonces de nacionalidad? Además, ni España ni Cataluña son individuos; como mucho, los “contienen”. Hay, sin embargo, una definición que parece la más razonable, porque es descriptiva, objetivable e independiente de la voluntad voluble de las personas. Nación sería en ese sentido un grupo humano con una idiosincrasia determinada, una lengua común, una historia secular común, etc. Pero este sentido tiene dos debilidades. La primera es la dificultad de deslindar “idiosincrasia” (¿comparte más rasgos característicos un agricultor leridano con un agricultor leonés o con una soprano barcelonesa?) o “historia secular en común” (¿cuánta historia secular común comparte con sus connacionales un ciudadano que se expresa corrientemente en catalán, que coloca flores cada onze de setembre en el monumento a Rafael Casanova y que siente al Barça en su corazón, pero que es catalán de segunda generación?). La segunda debilidad —la más importante— es que ni España ni Cataluña son poblaciones.

Cuando nos referimos a España o a Cataluña incluimos, por lo menos, un territorio y una población sujetos a un ordenamiento jurídico determinado. Sin embargo, parece razonable pensar que no todo lo que hay en (o es) Cataluña y España son elementos esenciales de la nación. Si ahora imaginariamente trasladáramos a la población de España (y con ella a la de Cataluña) a, digamos, la Laponia finesa, y atribuyéramos a sus componentes un régimen jurídico diferente y les proveyéramos de pasaportes fineses, y asimismo llenáramos el territorio de España con lapones, atribuyéndoles jurídicamente la nacionalidad española, ni la nación española ni la nación catalana habrían desaparecido, sino que seguirían intactas como tales. Eso implica que ni el territorio en el que se dé ni la atribución jurídica que se haga de ella son elementos que formen parte de una nación, sea eso lo que sea. Son su sustento material, claro está, pero son elementos accesorios, prescindibles, por mucho que tengan influencia e intervengan cualitativamente en la configuración de la nación, pues ésta no desaparece si desaparecen ellos, como no desaparece la tortilla de patata si desaparece la sartén. Así, hay naciones sin territorio, como la gitana o, en su tiempo, la judía, y hay territorios compartidos por diversas naciones, como el Kurdistán.

El concepto más objetivo de nación sería pues este que podríamos llamar el étnico, es decir, el que designa a una población con características determinadas compartidas. El problema que surge aquí (aparte de la necesidad de definir cuáles son esas características) es que, en ese sentido, para pertenecer a una nación habría que poseer efectivamente dichas características objetivas (independientemente de la voluntad del que las tenga). Pero hay muy poca gente que sea solo de una nación, pues las características culturales e idiosincráticas, así como los diversos idiomas en los que somos insertados (socializados) en nuestra infancia, nos configuran culturalmente (nos guste o no), por no mencionar el mestizaje familiar debido sobre todo a los movimientos migratorios. Eso hace que prácticamente nadie sea nacional puro de una nación.

Pero, independientemente de estas consideraciones, y aceptando que el significado más objetivo de ‘nación’ es el que hace referencia a poblaciones con características determinadas, ¿son entonces en este sentido España y Cataluña naciones? Parece que hay que contestar que no, porque, como hemos visto antes, esas dos entidades no son poblaciones. Según este concepto de nación que parece el más objetivo, ni Cataluña ni España son naciones, sino entidades plurinacionales (aceptando que el hecho más diferencial entre las diversas características que configuran una nación es la lengua materna de sus integrantes), pues en ellas conviven poblaciones culturalmente diferenciadas y en una proporción que alcanza cierta masa crítica (un grupo nacional que supusiera, por ejemplo, el 0.5% de la población total de un país no alcanzaría para denominar a éste razonablemente plurinacional). Esto no excluye que se pueda hablar de nación catalana o nación española (sean lo que sean), sino de España como nación y de Cataluña como nación.

¿A qué se refieren, pues, los nacionalistas cuando dicen que España es una nación o que Cataluña es una nación? A un concepto mágico, religioso, metafísico. En ese sentido, una nación no es objetiva ni objetivable, es un constructo, algo mental, emocional. Así, según esta “cosmovisión”, un territorio tendría propiedades esenciales, como las que tienen los objetos de absorber y reflejar la luz. Por ejemplo, una lengua propia. La lengua propia de España sería mágicamente el español, así como la de Cataluña, no menos mágicamente, el catalán, independientemente de lo que hablen las personas que vivan allí. Aquí no se habla de lengua histórica (lo histórico, por definición, es mutable, no esencial) ni de lengua oficial (que es un término jurídico, convencional, y por tanto también modificable) ni de lengua comúnmente hablada, sino de la lengua propia, de una propiedad de ese territorio. Y eso es así porque los territorios también están adscritos mágicamente a determinadas poblaciones, que les son propias, como el color verde le es propio a la clorofila. Todo esto, que no es cierto, pues los territorios son extensiones de terreno, las poblaciones van y vienen, mueren y se mezclan, al igual que la cultura, que no es algo fijo, sino que se recrea continuamente y traspasa fronteras, no importaría mucho si no fuera porque los que utilizan ‘nación’ en ese sentido se constituyen en sumos sacerdotes, únicos capaces de interpretar a la deidad (idealidad) nacional. Así, población —algo realmente existente— se convierte en pueblo, algo lleno de connotaciones que hay que interpretar, algo a lo que, además, se le atribuye voluntad (que también, por supuesto, hay que interpretar). Para los nacionalistas españoles y para los nacionalistas catalanes, el origen de sus naciones se pierde en la noche de los tiempos y es indiscutible.

El problema que plantea esto es que si una nación entendida como este constructo abstracto con sus símbolos, sus mitos, sus mistificaciones históricas, sus banderas, se quiere atribuir a una entidad (como España o como Cataluña) que hace referencia a algo real, físico, en el que hay tierra, bienes, personas, edificios, miles de intereses y relaciones jurídicas (cosas todas ellas que configuran la vida de las personas y por las que muchas de ellas son capaces de matar y de morir), eso siempre va a dejar fuera a mucha, muchísima gente, que no se identifica con esa idealidad. La nacionalidad no debería ser un ideal metafísico alimentado por la imaginación y el deseo; debería ser única y exclusivamente una atribución jurídica de ciudadanía, con unos símbolos formales si se quiere, pero la cultura y la tradición deberían protegerse por otros cauces (no religiosos).

La voluntad de atribuir a una población esa idealidad está destinada, pues, al fracaso o a la imposición. Lo sabemos, porque Franco lo hizo con esa unidad de destino en lo universal que nos embutió a todos con calzador por salva sea la parte. Nadie puede ser obligado a sentirse del Barça o del Real Madrid, nadie puede ser obligado a sentirse católico o ateo, por mucho que el cristianismo lleve dos mil años en territorio español (y catalán) y por mucho que la religión católica haya configurado la idiosincrasia de sus habitantes. Tampoco es relevante que para muchos cristianos lo más vital, lo más importante del mundo, sea que su nación sea considerada una nación cristiana. Hay que tener empatía, escucharlos siempre y respetar sus sentimientos. Nada más. Pero respetar el sentimiento, no su contenido, que es algo muy diferente, y puede ser, por ejemplo, antidemocrático. Pretender que un territorio en el que conviven en proporciones elevadas grupos de diversa religión o afición futbolística es oficial y materialmente (como propiedad del territorio) de tal equipo o de tal religión, es simplemente excluir a gran parte de la población de la sociedad, crear apátridas. Y me temo que es exactamente eso lo que están haciendo los nacionalistas españoles y catalanes al llamar “nación” a sus particulares entelequias: olvidarse de que conviven con gente, de que hay alguien más que ellos, de que los otros también existen, pero, sobre todo, de que también sienten. Exigen a poblaciones objetivamente diferentes, sentimentalmente diferentes, que se conviertan a su religión, a su equipo, so pena de no ser parte de esa nación.

Y bien que lamento decirlo, pero yo, como muchos otros, soy ateo. Y, además, desafortunadamente, tampoco me gusta el fútbol.*


* Con permiso de Arsenio e Ignacio Escolar por robarles el título de su libro La nación inventada.

23 /

4 /

2019

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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