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José Luis Gordillo

Gràcies, Lluís Llach!

A Lluís Llach hay que agradecerle muchas cosas. Desde su juventud, ha defendido una multitud de causas nobles y justas. Y siempre con un compromiso personal en todo aquello que ha considerado merecedor de ser defendido. Como todos sabemos, en los últimos años se ha significado como adalid de la independencia de Catalunya y, en coherencia con su toma de posición política, se presentó y salió elegido diputado por la coalición Junts pel Sí. Hay que suponer que los independentistas le estarán muy agradecidos por este último compromiso suyo. En cualquier caso, con su acta de diputado dejó de ser un cantautor jubilado y se convirtió en una autoridad con poder para legislar sobre la vida de los catalanes.

También los no independentistas debemos agradecerle ahora sus clarificadoras palabras (una obviedad, por lo demás) acerca de lo que les puede suceder a los funcionarios que no cumplan y no hagan cumplir la Ley de Transitoriedad Jurídica que, según dicen sus promotores, se aprobará en breve en el Parlament. Quienes son funcionarios en Catalunya le deben estar más agradecidos todavía porque, de golpe, les ha permitido atisbar el futuro que les aguarda, pues Llach, en realidad, les ha augurado que todos ellos van a ser sancionados.

En efecto, la aprobación de la Ley de Transitoriedad Jurídica va a plantear un dilema diabólico a los trabajadores públicos catalanes: si no la obedecen serán sancionados por la Generalitat, pero si lo hacen serán sancionados por la Administración central del Estado español. Así pues, hagan lo que hagan, sean cuales sean sus convicciones, todos serán sancionados. Lo único que pueden hacer es elegir la autoridad que les va a sancionar.

Ahora bien, detrás de los funcionarios va el resto de la población catalana. Como muy bien ha recordado el mismo Llach, a partir del momento en que se apruebe la citada ley los ciudadanos catalanes deberán pagar sus impuestos a la hacienda catalana y deberán dejar de hacerlo a la hacienda española. Con lo cual, el dilema al que se enfrentarán los funcionarios será el mismo al que se enfrentará todo el mundo: o pagan a la hacienda catalana y son sancionados por el gobierno español, o pagan a la hacienda española y entonces serán sancionados por la Generalitat (sí, vale, también pueden pagar a las dos haciendas, pero entonces la broma les va a salir por un pico).

Las palabras de Lluís Llach, como con anterioridad las del ex-senador Santiago Vidal sobre la recopilación de los datos fiscales de los ciudadanos catalanes (otra obviedad), anuncian el final de la fase revolució dels somriures y el inicio de la fase la independència no és fer un foc de camp del interminable procés.

El contenido de la Ley de Transitoriedad Jurídica es secreto, pero sus promotores lo asocian a la convocatoria del referéndum de autodeterminación. Los independentistas han venido explicando con medias verdades y mucho marear la perdiz para que sus comodonas bases no se asustaran, que el Estado español no va a permitir la convocatoria del citado referéndum y, por consiguiente, para poder celebrarlo se necesita una declaración simultánea de independencia. Las dos cosas van juntas y lo uno no se puede hacer sin lo otro. Pero ¿qué clase de mandato democrático tienen para poder hacerlo?, ¿una mayoría parlamentaria obtenida con una ley electoral que distorsiona el peso de los votos en función de la provincia en la que se emiten?, ¿una mayoría parlamentaria que es contradictoria con la mayoría electoral que, en las elecciones del 27 de septiembre de 2015, dio sus votos a formaciones políticas no independentistas y que para más inri fueron presentadas por quienes las convocaron como plebiscitarias? Ningún demócrata puede apoyar una decisión de esas características. Ni expresa la voluntad mayoritaria de los ciudadanos catalanes, ni tampoco se le puede llamar a eso «revolución» (de las sonrisas o del llanto y crujir de dientes). Jurídicamente se llama sedición (artículo 544 del CP, castigado con penas de prisión de entre ocho a quince años) y políticamente putsch o golpe de Estado. 

Tras el congreso fundacional de Un País en Comú la dirección de «los comunes» ya sabe a ciencia cierta que su militancia no es independentista, pues sólo 148 personas votaron a favor de la secesión de un total de 1.200. Lo cual es otra obviedad, porque si hubieran sido independentistas se habrían apuntado a la CUP y ahora estarían digeriendo el apoyo a los presupuestos de Puigdemont y el rechazo a hacer lo mismo con los presupuestos de Barcelona en Comú en el Ayuntamiento de Barcelona. Sin embargo, dicha dirección ha aceptado, antes y después del citado congreso, participar en el Pacte pel dret a decidir y secundar los llamamientos a favor de un referéndum. No está claro que fueran conscientes de la encerrona que supone la Ley de Transitoriedad Jurídica. En el momento de su votación, también ellos deberán tomar partido y las dos opciones posibles que pueden elegir (votar a favor o en contra) van a tener un coste político elevado. Pero si votan a favor de la Ley el precio que deberán pagar no será solamente político sino también penal. 

Hay muchas causas por las que vale la pena arriesgar la libertad. Por ejemplo, por casi todas las causas por las que ha luchado Llach antes de su conversión en autoridad que aprueba leyes sancionadoras. Pero por la «Catalunya, nuevo Estado de Europa» no merece la pena arriesgar la libertad de nadie. Y menos la de los de abajo. La izquierda social catalana no tiene nada que ganar con esa aventura tragicómica y sí mucho que perder. Optar porque te sancionen los corruptos de la Gürtel en lugar de los patriotas del 3 % no tiene nada de emancipador. De lo que se trata es de unir fuerzas en toda España, como hicieron los luchadores antifranquistas, para acabar con la estaca de la miseria y la corrupción.

28 /

4 /

2017

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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