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El Lobo Feroz

También Muface

Tengo un amigo, un mastín belga llamado (americanísticamente) Fred, que pasa por la vergüenza de prestar servicios al Estado: pertenece al cuerpo de la Guardia Civil, y todo su trabajo consiste en oler. Oler maletas, oler a personas. Me contaba Fred, atenuada la pasión libertaria que antaño compartía con el infraescrito (o supraescrito) Lobo, que la Guardia Civil le había afiliado a la Seguridad Social, y él, como un funcionario más, se había apuntado a la Muface (o sea, a la Mutualidad de Funcionarios de la Administración Civil del Estado, aunque no entiendo cómo pudo hacerlo por lo Civil; él dice que en el ISFAS de las Fuerzas Armadas no le admitían). Estaba muy contento con la medicina privada de los seguros de Muface: «Es fantástico: puedes elegir en una lista al veterinario que prefieras, la clínica que quieras, y te atienden inmediatamente. No tienes que sufrir las colas de los Servicios de Salud de la Seguridad Social, ni apuntarte a listas de espera». Yo le escuchaba, todo hay que decirlo, con un poco de amargura: una cosa es que uno tenga que apañárselas, como lobo feroz que es, con las hierbas y raíces del bosque para curarse de los accidentes de la vida, y otra muy distinta que al envejecer no sienta uno cierta envidia por las ventajas médicas (no digo veterinarias porque en mi opinión esa distinción humana está muy poco justificada) para sobrellevar los achaques. A fin de cuentas, las píldoras no están mal. Una señora que conozco, en cambio, ecologista y vegetariana, las odia, y se ha dado a la llamada medicina homeopática; gracias a eso ha estado a punto de aportar ecológicamente a la tierra los contenidos de calcio de sus huesos. Hay humanos estúpidos de la misma manera que hay cánidos dóciles —y no digo que ser dócil un can haya de ser necesariamente un mal; también Guido, el bueno de Guido, era amigo mío, y su compañero humano, que ya está un poco p’ayá, sueña coincidir con él en el Cielo de los Perros—. (Innecesario decir que yo no creo en ningún dios ni en ningún cielo: no hay más cera que esta miseria que arde.)

Pero bueno, a lo que iba: Fred ya no está tan contento —y en cierto modo me alegro, porque había en él cierto aristocraticismo, cierta pijería al no querer compartir las listas de espera y las rígidas normas de visita médica de los usuarios corrientes de la Seguridad Social (y por «corrientes» hay que entender los que no tienen enchufe, que el enchufe es algo muy español)—. Ya hace años se quejó porque habían suprimido el servicio de radiología que estaba junto a su lugar de olisqueo, y de que, para hacerse una radiografía, tenía que cruzar solo la ciudad como un perro callejero, con los consiguientes peligros (Fred siempre ha temido a los laceros), pues los Tricornios, mira por dónde, no estaban por la labor de custodiarle. Luego le suprimieron al oftalmólogo que había cuidado de sus ojos desde cachorrillo y tuvo que buscarse otro. Ahora se encuentra con que los servicios de análisis clínicos de la compañía de seguros médicos vinculada a Muface no admite a la gente de Muface en todas partes, sino sólo en determinados centros. «¿Lo hacen para que nos sintamos como parias?» También se queja de que le obligan a visar ciertas recetas médicas en las oficinas de Muface, donde tan pronto se niegan a atenderle por no llevar el documento de afiliación como le dicen que ese documento es innecesario: «Protestaría —dice Fred—, pero tengo que pedir esos visados cada dos por tres, pues encima no me reconocen como crónico». Han reducido las ayudas a las prótesis de gafas y demás. También han desaparecido de las listas de médicos su urólogo y su dermatólogo. «Y además el puto digestólogo, que debe de estar forrado, me da cita para dentro de setenta días» —suspira casi gimoteando—. En suma: ahora Fred ya sabe lo que vale un peine. Que por muy perro funcionario que seas te han recortado también a ti las prestaciones sanitarias.

Si los recortes de las entidades médicas con que opera Muface son así, ¡qué pasará con los servicios de salud ordinarios!

Yo le digo a Fred, al que veo envejecido, que vaya a ladrar a los lugares donde la gente se reúne para protestar por el cierre de ambulatorios o de quirófanos de los servicios de salud. Pero de tanto olisquear maletas y entrepiernas Fred se ha vuelto miedoso. Teme que algún guardiacivil le vea ladrando en un piquete. Y me mira como si yo estuviera loco cuando le digo que hay que enseñar a los guardiaciviles, a los policías nacionales y a todo tipo de maderos que esto también va con ellos, que les puede pasar a ellos, que deben negarse a disolver a los manifestantes por cosas tan elementales como los derechos sociales o por oponerse a los desahucios. Que eso es muy importante, porque quieren recortar a todos los servicios de salud y de educación, y el sueldo, y la vivienda, y cargar a todo el mundo cada vez con más deberes. Hasta yo, con mis genes de lobo libertario, pienso alguna vez en aquello de la Propaganda por los Hechos: en hundir mis colmillos en glúteos de gran empresario o de ministro choricero, en dejar sus muslos o sus piernas hechos unos zorros, e incitar a otros cánidos a hacer lo mismo.

Porque en esta crisis los de arriba se han forrado y forrado; tienen la culpa de todo; nada les parece bastante y nadie les para. ¿Acaso no lo veis?

12 /

11 /

2016

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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