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Mariano Maresca

Del individualismo de masas a la creación histórico-social

Una conversación de Mariano Maresca con Pietro Barcellona

Postfacio a la edición española de El individualismo propietario, editado por Trotta en 1996, editorial a la que mientras tanto agradece su autorización de reproducción.

 

[Esta conversación con Pietro Barcellona tiene el objetivo de ofrecer al lector un acercamiento al camino intelectual —y a veces personal— recorrido por el autor de El individualismo propietario desde la aparición de este libro. Las numerosas obras publicadas después de ésta así lo aconsejaban, sobre todo porque la que en el momento de esta conversación estaba a punto de aparecer en las librerías italianas, Lo spazio della politica, mostraba cambios significativos en los planteamientos más de fondo de su autor; de ahí las continuas referencias que se hacen a ella.]

P.— Hasta la reflexión sobre el Estado social, el tema fundamental de tu investigación ha sido lo jurídico-político en sentido estricto, muy atento también a los procesos reales y las estrategias prácticas con que enfrentarse a tales procesos. Pero desde las conclusiones de I soggetti e le norme y, sobre todo, de L’individualismo proprietario, la impresión es que, en un momento determinado, has sentido la necesidad de detenerte para pensar sobre el camino recorrido. De hecho, el libro es una relectura de la historia del pensamiento social moderno y contemporáneo, que parece provocada por la necesidad de dejar de mirar a un presente siempre urgente para recuperar una perspectiva más amplia. Lo jurídico-político no es abandonado, pero sí situado en un terreno mucho más amplio. ¿Es correcta esta impresión? Y en todo caso, ¿cuál es la génesis de este deslizamiento de la «mirada»?

R.— Ciertamente, hay una profundización. Es como si de una investigación que se mueve en sentido horizontal hubiera pasado a otra que lo hace en sentido vertical, que sería el intento de atrapar la arqueología de la modernidad. Y este intento parte siempre del campo jurídico. La sociedad moderna es una sociedad jurídica: así se descubre la paradoja de la modernidad. La paradoja de la sociedad moderna es que no hay una sociedad «representable». Porque, ¿qué sucede en la modernidad? La modernidad dice a los individuos: cada uno de vosotros es un «átomo libre», que puede moverse en cualquier dirección y que sólo tiene dos cosas en común con los demás: la necesidad de poseer y la razón instrumental que os empuja a actuar según la lógica económica de ventajas y desventajas, de costes y beneficios. Estos átomos no tienen ningún vínculo social; no hay ninguna sociedad que pre-exista. Al contrario, la modernidad dice a estos átomos: «Vosotros podéis relacionaros sólo jurídicamente, porque lo único que os une es una prohibición; la prohibición de interferir en la esfera del otro». Esto implica la prohibición de poder pretender de cualquier otro individuo algo en nombre de la amistad, el amor, la solidaridad, la fraternidad, o también relaciones de subordinación, relaciones políticas. No podéis pedir nada. Si os interesa una «cosa» poseída por otro, debéis conseguirla mediante un contrato de intercambio. Este contrato jurídico es la única forma de vuestra relación. Los individuos podemos estipular contratos de intercambio. Y ésta es la sociedad, la trama de los contratos de intercambio monetario. La sociedad que se instituye a partir de la modernidad es una sociedad paradójica; es una sociedad de individuos aislados que sólo se relacionan a partir de la relación jurídica y que se convierten en «sujetos» porque el derecho los instituye como tales.

El sujeto que instituye el derecho es en realidad un producto del mismo derecho, no tiene ninguna consistencia autónoma. Es el equivalente jurídico del ego cogito. En realidad, decir «yo pienso» equivale a decir «yo no soy nada».

Si pienso en hacer la revolución, en amar a una mujer, o si pienso en dar un paseo, o si pienso en la verdad, pienso en algo que da significado a mi ser pensante. Decir solamente «yo pienso» no implica determinación alguna del «pensante»: el pensante, sin el contenido y el objeto del pensamiento, no existe. Con gran énfasis los juristas dicen que el derecho moderno instituye el sujeto jurídico; pero el sujeto jurídico no es nada. Y este «ser nada» se comprende en la medida en que se profundiza en el carácter jurídico de la sociedad moderna. Porque se entiende cada vez mejor que es la abstracción jurídica la que produce la forma de vida en la que nos encontramos inmersos, la forma de vida abstracta de la que intentamos de tantos modos huir. Esta abstracción nos obliga a la no comunicatividad, a la irrelevancia de las palabras que Friedmann presenta como la condición para que los hombres puedan cooperar sin hablar entre ellos. La abstracción destruye al sujeto, porque lo transforma en un producto de la relación jurídico-económica del contrato de intercambio monetario. La sociedad y la socialización se han hecho invisibles.

Precisamente por esto he intentado profundizar en el nexo entre esta «abstracción jurídica» y la disolución del sujeto, de la subjetividad. En realidad, esta desaparición del sujeto y de la visibilidad de la sociedad/socialización es la otra cara del proceso de transformación en principio organizativo del sistema de la idea de propiedad privada. La idea de propiedad privada es la consagración del individuo posesivo, que en su momento inicial viene representado por el burgués y en el curso del proceso de la modernidad viene absorbido por el sistema y se convierte en la lógica objetiva de la propiedad privada, de la apropiación privada del mundo social. La lógica sistémica (del sistema que «funciona» independientemente de las intenciones de los individuos de carne y hueso) es la representación objetivada del principio propietario.

Desde este punto de vista, el mundo jurídico representa al mismo tiempo el ocaso de la subjetividad y el triunfo de una subjetividad sin forma, que es el deseo ilimitado de poseer; la disolución de la subjetividad corresponde al principio de una subjetividad sin forma: el deseo, la necesidad sin límites. Se rompe la comunicación entre forma y sujeto, entre forma e individuo, entre forma y vida. Para recuperar la experiencia de la subjetividad, hace falta por tanto una crítica radical de la modernidad, una crítica del rostro, digamos, dominante, posesivo del proyecto jurídico moderno. Esta crítica más radical me imposibilita una respuesta dentro del marxismo, porque el marxismo es el otro rostro del individualismo propietario, del individualismo posesivo: el Estado propietario privado.

El terreno de una recuperación de la subjetividad es la existencia, el sufrimiento, el dolor de la vida que nos impide decir «yo soy nada». Yo soy, yo soy una persona determinada porque tengo la experiencia del dolor.

P.— Profundizando un poco más en este tema, quiero hacerte aún dos preguntas. La primera está en relación con algo que tú ya has apuntado y es cómo en el centro del libro sobre el individualismo está la dialéctica forma/vida. Mi impresión es que a la altura de L’individualismo proprietario, esta dialéctica forma/vida viene representada en un sentido existencialista-fenomenológico, quizás incluso neo-kantiano, en el sentido de que tú piensas que esta dialéctica es siempre irreducible a una síntesis. ¿En qué sentido es esto cierto? A veces creo que hay una actitud de fondo por tu parte, una decisión propia de presentar las cosas de manera que esa síntesis no sea nunca posible, como si tuvieses miedo de ella. Si el polo de la forma o el polo de la vida vence de manera definitiva, la misma posibilidad de la vida termina para siempre. No sé si esta impresión mía se corresponde con lo que tú piensas.

R.— Este tema es central porque explica el significado de lo que yo llamo «mi giro epistemológico». Hasta la reflexión sobre el individualismo propietario, me parecía esencial la dialéctica forma-vida. Luego, me he dado cuenta de que la vida estaba siempre más allá de la forma. Me he convencido de que la dialéctica forma/vida es una forma, aún metafísica, de representar la dialéctica histórico-social. La dialéctica histórico-social, o mejor el conflicto, no aspira a su solución. Es una dialéctica real, fundada en una polaridad real e insuprimible, no entre orden y desorden, sino entre varios niveles de orden: por ejemplo, el orden social externo, instituido por la sociedad entendida como colectivo anónimo impersonal, y el orden interno que resulta del proceso de socialización de la psique, el orden de la efectividad, de la realidad histórico-social y el orden del imaginario radical, individual y colectivo. Ahora me parece, por ello, más significativa la pareja imaginario-real (en sentido histórico-social) y la pareja psique-institución.

La sociedad es un polo de la dialéctica entre instituciones y psique. La psique es el otro polo de la dialéctica, porque la psique no puede tener acceso al mundo sin la socialización, pero no es reducible a la socialización.

Para que puedas hacerte una idea, piensa en dos manantiales que nunca forman un río; se acercan, se separan, pero nunca forman un río. Pues bien, las fuentes de la vida (en el sentido de la creatividad, no en el sentido de la vida como algo informe) son, por un lado, el colectivo humano anónimo, histórico-social, que se da siempre como sociedad instituida (y de la que, sin embargo, se distancia, porque tampoco el imaginario colectivo es completamente aferrable), y por otro, la psique, que es singular, fluctuante, «caótica», que nunca es totalmente socializable porque es como un magma (como ha escrito Cornelius Castoriadis), un sucederse de representaciones que no son desordenadas, sino que tienen un orden diferente al del mundo histórico-social. La temporalidad de la psique no es la temporalidad social. Pero si un individuo humano permanece en la temporalidad de la psique (una temporalidad puramente fantástica, incluso una a-temporalidad) no vive, muere. Un niño tiene que salir de la temporalidad psíquica; debe entrar en el orden social, tiene que tener acceso a otro orden de temporalidad. Entre tiempo psíquico y tiempo histórico-social se instituye una «comunicación» que expresa más niveles de la experiencia del tiempo. Considero la reflexión de L’individualismo propietario un paso necesario dentro de mi reflexión actual. Necesario pero transitorio, porque, desde este punto de vista, la dialéctica forma/vida corre el riesgo de llevarnos a un camino equivocado.

P.— No sé si es correcta mi impresión, pero me parece que estás deconstruyendo la forma jurídica. Espero que no te lo tomes a mal, pero creo que a veces el libro puede dar la impresión de haber recaído en un cierto maniqueísmo marxista, muy esquemático, poco flexible, según el cual, en la medida en que el derecho es, como dice Marx en el Manifiesto, «la voluntad de la clase dominante erigida en forma de ley», siempre al servicio de un dominio sobre la praxis vital, así el derecho está hoy al servicio de la conservación del orden instituido.

Parece que no queda espacio ni siquiera para una visión instrumental del derecho o del Estado como la que estaba en el fondo de L’uso alternativo del diritto.

Un jurista prestigioso como Ferrajoli está planteando otra propuesta, la del nuevo garantismo, que precisamente apuesta por lo contrario, por una llamada al rol decisivo de la forma jurídica, a la necesidad de levantar diques frente a la crisis del principio de legalidad, tras el fin del Estado del Bienestar. Podría pensarse que hay una polémica no expresa entre estas dos posiciones.

R.— La polémica es expresa. Sin embargo, mi razonamiento es algo distinto a como tú lo presentas, porque yo hago una crítica del «derecho igual», no del Derecho. Estoy convencido de que una sociedad que se está instituyendo se da siempre la dimensión normativa, una dimensión política. No puede haber una sociedad en la que no haya un nomos. Y este nomos es la constitución política de la sociedad. No pienso en una sociedad sin derecho, porque sería como pensar en una sociedad sin sociedad. Una sociedad es sustancialmente una regla, es una norma, es un nomos. Lo que pasa es que el nomos de la sociedad que se instituye tiene siempre un contenido particular: el nomos es la deliberación, ésta sí, constituyente, sobre lo que es común e indivisible y lo que es privado y divisible, ya que no hay sociedad si no hay cosas comunes, si no hay un mundo público, si no hay participación igualitaria en las cosas comunes. Pero tampoco hay sociedad si no hay una esfera exclusiva, individual.

Esta decisión tiene carácter fundacional y también atributivo, es decir, atribuye, adscribe este bien a la esfera pública, común, y este otro a la esfera exclusiva, individual. No se trata de una decisión reducible al «como si», y por tanto meramente dispositiva, meramente formal. Es una decisión con su contenido. Es una decisión sobre lo que es común, y que por tanto instituye también la exclusividad, la esfera de lo privado, de lo individual. Desde este punto de vista, yo critico el «derecho igual» porque se presenta como todo el derecho, porque tiende a suprimir el momento atributivo, constitucional.

La Revolución francesa es una gran atribución: la atribución de la propiedad privada a los burgueses. Este momento queda suprimido. Aquí tiene razón Marx cuando dice que en el derecho sólo se ve la circulación, y no la producción. Yo digo que lo que no se ve es la atribución de la «propiedad». No se ve el momento constitutivo de toda sociedad en el que se delibera fáctica y formalmente: «esto es un bien común, la plaza, el ayuntamiento, la iglesia, las calles, la escuela son comunes».

El «derecho igual» moderno cancela este momento atributivo, lo oculta, y se presenta como un derecho de la circulación, de la igualdad, de sujetos que son ya individuos atomizados que entran en relación sólo con el mercado y que sólo tienen en común la prohibición fundamental de interferir uno la esfera del otro. Este derecho esconde y hace imposible a la sociedad reapropiarse de su poder fundativo, en el sentido de tomar otras decisiones sobre lo que es común y lo que es divisible. Porque niega que esta decisión tenga relevancia; porque hace nacer la socialidad del intercambio, y no de las instituciones de la sociedad en su conjunto. Construye la intersubjetividad sobre la base de la relación yo-tú y elimina el «nosotros». Ésta es la ideología liberal.

Para la concepción liberal hay individuos y derechos subjetivos que son fundamentalmente la propiedad y las técnicas que tienen para gobernar los representantes. La democracia es un resultado de estos derechos subjetivos. Para la concepción de la democracia como forma de vida, la democracia es una gramática común que funda la libertad individual. La libertad de los individuos y la igualdad se basan en el «nosotros». Critico el «derecho igual» porque pienso en una forma de democracia como participación igualitaria en las cosas comunes. Pero el derecho a la igual participación implica la insuprimibilidad de las diferencias.

Esta idea de igualdad no contradice la libertad, sino que la instituye al mismo tiempo que a la democracia. El «derecho igual» presupone, por el contrario, la libertad como prius, y desde aquí quiere hacer surgir la igualdad que se convierte en igualitarismo/homologación. Si se parte de la abstracción de la libertad, la igualdad puede ser igualdad formal que determina el nihilismo del sujeto jurídico, o bien, como en la vulgata marxista, igualitarismo económico, que es otro aspecto de la homologación. Dos resultados aparentemente contradictorios, pero que son correlativos. Pienso que hay que criticar tanto la nivelación económica (que a su vez implica la planificación total…) como la igualdad formal (que significa el monopolio de la económica).

P.— Ahora, para dejar el mundo de L’individualismo proprietario, una pregunta que sirve de puente hacia los problemas posteriores que te has planteado. La pregunta tiene que ver con el problema del novum, de lo imprevisto, que parece haberse convertido para ti en una auténtica obsesión. Por ejemplo, tu crítica al «funcionalismo» y a la teoría de sistemas, que reducen el estar juntos a conexiones funcionales de «roles», se funda en la exclusión de cualquier posibilidad de una verdadera «novedad» porque hay un bloqueo del tiempo histórico. Pero este novum parece estar presente en tus reflexiones sólo en su cara negativa, como sufrimiento.

Propones únicamente aproximaciones del novum: dices que es revolucionario, que rompe con la estabilidad del sistema, pero no das una definición. Quizás esta definición sea el sufrimiento, como rostro negativo del novum. El sufrimiento sería la expresión de la necesidad de una innovación radical, precisamente porque expresa un tipo de enfermedad humana frente a la necesidad de cambio y la angustia que ésta produce. ¿En qué medida el novum está presente como problema en tus preocupaciones actuales? ¿Cómo se integra hoy el dato del sufrimiento en la propuesta que haces de recuperar el espacio de la política y de la sociedad?

R.— Quizás he logrado comprender mejor qué quiero decir con el novum. Quiero hacer una precisión: el novum negativo es un falso «nuevo». Es un «nuevo» que es un puro lamento, puro rechazo. Estoy convencido de que este problema del sufrimiento humano es un grave problema. Pero no puede convertirse en el contenido de una propuesta. Si tú sufres, si yo sufro, es un problema que te concierne a ti o a mí, y que no puede tener una respuesta social. Responder socialmente al sufrimiento es un error de gramática. El sufrimiento humano puede ser «representado», como hicieron los trágicos griegos, y ser un hecho socialmente visible, pero no es tarea de la sociedad eliminar el sufrimiento, porque sería como eliminar un aspecto de la vida. El hombre tiene «derecho» a su propio sufrimiento, pero no tiene derecho a que la sociedad le añada una sobrecarga. Tiene derecho porque la experiencia fundamental del hombre es el luto, la separación de la madre, de los progenitores, de la familia; este sufrimiento es el que nos hace ser lo que somos. Por tanto, no debemos pensar en una sociedad que produzca la felicidad. Esto es una fantasía absurda. Pero la sociedad no debe «acrecentar» el sufrimiento y debe permitir a cada uno elaborarlo en las relaciones interpersonales, porque ésa es la única sede en la que se puede elaborar el sufrimiento: la relación consigo mismo y con los otros. El sufrimiento no puede identificarse con la necesidad económica, sino con la pérdida de «sentido».

Esto me ha convencido de que el novum no nace de la «escasez» de bienes, de la penuria y la insatisfacción económica.

En este sentido, se podría decir que el marxismo es una filosofía de la penuria que tiende a la abundancia, a una compensación de la falta de bienes económicos. Una lógica muy similar al individualismo posesivo. El problema de la sociedad no está, sin embargo, ni en la penuria ni en la abundancia, porque ambas son categorías sociales, no realidades naturales. El hombre tiene «hambre» de aquello de lo que quiere tener «hambre». Puede tener hambre de libertad, de arte, de comida. Pero nada está definido de una vez por todas. Por eso me he planteado el problema del novum en términos distintos, no ya como una compensación, como vuelta al paraíso perdido, a la unión mística con el cuerpo social, sino como problema de la creación histórico-social del «sentido». La creación es, finalmente, del tiempo histórico en la vida social. El tiempo histórico es el tiempo de la creación. Pero, ¿qué es la creación sustancialmente? Es la producción de un nueva figura de sentido. Toda sociedad produce figuras de sentido. El pensamiento produce figuras de sentido. Toda religión produce figuras de sentido. Por ejemplo, nosotros somos hijos de Dios, somos hermanos, somos el pueblo elegido. Si yo profundizo en la experiencia de la creación, como creación del sentido, como respuesta a la pregunta de quiénes somos los unos para los otros, qué es el hombre, qué es la sociedad, debo aceptar el principio implícito de que ninguna respuesta es la última. La creación es la condición permanente de lo histórico-social ante el riesgo de la pérdida de «sentido».

Creo que no se puede eliminar el sufrimiento, sino que hay que dejar espacio a la experiencia de la «creatividad» porque es la única que permite transformar las emociones y elaborar el problema del «sentido» del sufrimiento. En estos términos, la creación social del «sentido» es necesaria para la elaboración personal del sufrimiento.

P.— ¿Podemos decir entonces que la palabra «sufrimiento» tiene hoy para ti un sentido no necesariamente trágico?

R.— Tiene un sentido trágico, pero en el sentido de que la tragedia es la dimensión de la vida que han representado los griegos, y no de la «negatividad» del nihilismo contemporáneo.

P.— ¿La tragedia como destino?

R.— También como destino, quiero decir, la tragedia no significa la infelicidad. Éste es el punto. Trágico quiere decir que soy finito, que soy mortal, que debo separarme de mi madre, que debo sufrir la pérdida de personas queridas, que debo sufrir mi pérdida, mi desaparición. Y esto es un elemento fuertemente trágico porque pone entre mí y el mundo ese vacío que es la muerte. No concibo la tragedia como infelicidad; es algo distinto. En la representación trágica está la experiencia de la vida, la posibilidad de que yo viva, ame, sienta. Convivir con la dimensión trágica no significa ser infeliz. Cuidado con confundir lo trágico con la infelicidad. Este es un error que cometen todos aquellos que no tienen la fuerza de enfrentarse con lo trágico. La infelicidad es una categoría «suave». El infeliz busca el consuelo. El trágico, no; sabe mirar cara a cara a la Medusa, como Edipo mirara a la Esfinge. Desgraciadamente, Edipo no comprende del todo el mensaje de la Esfinge, porque el mensaje de la Esfinge es el mensaje de la vida y de la muerte; es el mensaje de la ambigüedad en la que estamos inmersos y por la cual nunca podremos ser dioses, pero tampoco nunca podremos ser sólo animales, una tribu de monos parlantes.

P.— Has distinguido muy claramente entre tragedia e infelicidad. La conciencia de la tragedia no significa aceptar que todo está ya hecho, y que, por tanto, la salida es la des-politización, lo a-político. Esto, a mi entender, es una ruptura radical con el pensamiento nihilista de los pensadores contemporáneos.

R.— Considero el nihilismo como la otra cara de la omnipotencia. No es casualidad que el impolítico imagine ser tan poderoso como para destruir la política como dimensión de la socialidad que produce sentido y valores. Hace falta una gran potencia para reducir la política a la nada. El nihilismo es el pensamiento de todos los que han cultivado internamente la fantasía omnipotente, y que al no conseguir realizarla, quizás inconscientemente, han sido seducidos por la nada. Las dos cosas son especulares: sólo son la elaboración fallida de la frustración y la mortalidad. El nihilismo, en ciertos casos, es un «falso» pensamiento, porque no está justificado por la práctica. Un nihilista coherente debería renunciar a cualquier forma de vida práctica. A menudo, el nihilismo es una forma estetizante, una seductora mistificación de la voluntad de poder. A veces grandes pensadores han intentado medirse con Dios, como Lucifer, y como no lo han conseguido, han preferido «decir» que la vida es un engaño y un destino de muerte.

Pienso en la maldición bíblica: si existe este mito de la maldición en todas las religiones, también debe estar en el inconsciente colectivo, en el origen de todas las familias humanas, esta creencia en una Omnipotencia de la que se teme el castigo y con la cual, sin embargo, queremos identificarnos. El mito de Lucifer, como todos los grandes mitos griegos del desafío a los dioses, pertenece a esta dinámica profunda de la experiencia histórico-social. También aquí está depositado el sentido de una culpa, de una maldición. Es el miedo a ser lo que somos: hombres limitados que deben dejar a su madre, separarse de sus hijos y morir.

P.— En tu trayectoria, una de las cosas que más llama la atención, es el rol adquirido por el psicoanálisis, un rol muy prevalente. Sin embargo, no lo has hecho entrar en tu argumentación para dar una relectura en clave psicoanalítica de los problemas sociales, sino para explicar de una manera más compleja la forma de existencia de los individuos. ¿Cómo ha sido este recorrido?

R.— Al principio tuve una relación con el psicoanálisis muy instrumental; ahora, pienso que el psicoanálisis no es sólo un saber particular, una teoría, sino parte integrante de la práctica de la «reflexividad». El psicoanálisis pone en el centro el problema del sentido, del significado de lo que hacemos, y esto va más allá del horizonte de una teoría. Por esto ha sido importante el encuentro con los libros de Castoriadis, que es un psicoanalista, un pensador y un político.

P.— Estaba pensando si este problema del sentido no tendría algo que ver con la hermenéutica de Gadamer.

R.— No. Es muy distinto. Porque el círculo hermenéutico es una forma de neutralización del texto; el texto es abolido, no tiene ya un significado propio; depende del intérprete. Por el contrario, el círculo al que remito mi reflexión no es un círculo hermenéutico, sino ontológico: no hay únicamente más significados o más sentidos, sino más textos. Hay una articulación del ser, de los niveles del ser: todo significado expresa un nivel del ser. Mi interpretación no quita nada al «texto», porque instituye, crea un significado distinto y no niega la autonomía del texto, sino que se deposita en otro texto. El texto es la alteridad de lo «real», la opacidad y la resistencia del mundo, y esto no es reducible a la interpretación. Vattimo dice que el mundo se ha convertido en fábula y cada fábula vale por otra. Yo pienso de otra forma. Los judíos han sido asesinados en los campos de concentración; esto no es una fábula. Esto es un hecho, como el texto. Y respecto a este hecho, yo tomo posición, revivo este hecho en mi representación. Pero mi representación no ocupa el lugar del hecho. Lo real no se confunde nunca con lo fantástico.

P.— Por tanto, en la experiencia hermenéutica no es posible la experiencia de la tragedia en el sentido que tú has definido antes, y tampoco es posible la experiencia del novum.

R.— Cierto. En la hermenéutica no hay creación, sino «reproducción». ¿Qué novum podría haber? El novum es la creación, se parte del mundo en que se vive para descubrir un mundo nuevo. En la creación está también la renuncia a «conservar» lo que ya se tiene, hay una toma de distancia respecto del «significado instituido».

P.— Me parece que hay una diferencia importante entre la intención de L’individualismo… y la de Lo spazio... En el primero, el novum es algo trascendente que puede irrumpir sólo desde una voluntad externa al sistema. Parece algo a esperar. Sin embargo, en el último libro, donde lo histórico-social aparece como creación ontológica, el novum se sitúa en un nivel empírico-trascendental. Es trascendental en el sentido de ser una mediación autorreflexiva. Esto significa un cierto grado de trascendencia; pero también quiere decir que en la medida en que lo histórico-social se hace inmanente, ya no es algo a esperar, sino algo a hacer. De aquí partiría toda la teoría de la democracia como proyecto de autogobierno, de autocreación, y también la problemática de la responsabilidad que asume el poder constituyente.

R.— Todo esto es importante, porque pone en crisis lo que antes se daba por descontado: la distinción entre «hecho» y «valor». La razón no es un hecho, es un vínculo a argumentar de una manera determinada, según ciertas reglas. Sin embargo, la razón es «de hecho», no se puede deducir de nada, es un hecho, una práctica reflexiva que instituye un valor, el valor del argumentar según reglas compartidas. «Hecho» y «valor» no son escindibles como piensa toda la filosofía política y social. La reflexividad es un hecho y un valor. La reflexividad ocurre, se produce en el hacer. Dentro del hacer se produce la reflexividad desde siempre. Esto me ha llevado a repensar la praxis. La praxis social es la condición específica de lo histórico-social. El proyecto del autogobierno y de la autonomía es inmanente a la praxis: es un valor normativo interno a la praxis, porque la praxis tiene como connotación propia reconocer al otro como persona, no como objeto o como instrumento. La praxis es productiva de un deber ser que se sustancia en el proyecto de autonomía; la praxis social tiene en su interior el proyecto de autonomía que se instituye practicándolo.

P.— Y la democracia, ¿en qué relación está con la praxis?

R.— La democracia es la forma reflexiva de la praxis y de la socialización. La socialización es, ante todo, lo que permite a la psique romper su aislamiento, y por tanto no quedar encerrada en el fantasma (para el niño eso sería la muerte…). La psique necesita que se rompa su aislamiento. Y se libera de él por la socialización, es decir: por la relación con los padres (que son el vehículo de la tradición, los representantes de la sociedad…), y este proceso es el que hace que la psique se transforme en el individuo social. La socialización es a menudo inconsciente. Cuando se educa a un niño, cuando se le dice lo que está bien y lo que está mal, a menudo se intenta justificar esta afirmación con una referencia a una autoridad extra-social (por ejemplo, Dios, los profetas…) y ésta es una praxis y una socialización irreflexiva, porque no se reconoce como tal. La socialización reflexiva es la que asume conscientemente la responsabilidad de decir lo que está bien y lo que está mal. La democracia es la forma reflexiva de la socialización en cuanto es la respuesta con la que conscientemente se intenta decir qué debemos pensar, hacer, y por tanto responde al problema fundamental a que antes me refería, qué es común y qué es divisible.

P.— En la visión de la democracia que hay en Lo spazio della politica, hay un punto importante, el de la irreducibilidad de la psique a la institución, que me parece que representa la modificación de la pareja forma/vida elaborada en L’individualismo… Mientras que en L’in-dividualismo… la forma era algo extraño, lejano a la realidad (sólo la vida era realidad), aquí también la forma es parte de la realidad.

R.— Sí, cierto. Esto lo habíamos dicho al principio, y es precisamente el giro epistemológico del que hablábamos. Las parejas constitutivas ahora de mi razonamiento son, por un lado, la relación de la sociedad consigo misma, la relación entre instituyente e instituido. Sin embargo, la sociedad que se instituye no está nunca completamente encerrada en lo instituido, porque nosotros, todos los días, de modo molecular, innovamos. El colectivo humano es impersonal, anónimo, nunca es reducible a lo instituido. Frente a lo instituido, siempre está lo instituyente.

Pero, como decía, hay otra pareja, y es la pareja psique/institución social, que también es una pareja irreducible. La psique no es reducible a las instituciones sociales y las instituciones sociales no son la suma de las psiques individuales. La suma de las psiques de los individuos puede formar un manicomio, pero no una sociedad.

P.— Precisamente por esto, en la propuesta de Lo spazio…, el sujeto que en L’individualismo… parecía condenado al sufrimiento, al sufrimiento propio de la sociedad del individualismo de masas, ahora está presente en un sentido muy distinto, porque es «invitado» a participar en el proceso de socialización, ya que su vida personal existe porque existe su vida social y viceversa.

R.— Hay dos novedades respecto al discurso precedente. He insistido mucho en esta idea del colectivo anónimo e impersonal. El Megasujeto destruye al sujeto; es el Espíritu absoluto, el Proletariado. También el Megasujeto ha muerto. Pero su muerte es la resurrección de la subjetividad. La subjetividad es plural, estructuralmente plural. El mundo es polifónico. Ninguna voz es reducible a la otra. Todos son parte de la subjetividad, pero la subjetividad no es resoluble en ninguna. El proyecto de autogobierno no es un proyecto que pueda ser realizado por un «individuo», ni siquiera por toda la sociedad. Es una meta interna y continuamente puesta en discusión, porque ya no hay ningún garante del proceso. El proceso está en nuestras manos, y precisamente por esto hoy no hay ni un Megasujeto que lo garantice ni una historia entendida como filosofía de la historia. Sólo existe la praxis colectiva que crea y desarrolla la subjetividad, la necesidad de subjetividad.

P.— En este momento Italia parece un país sin forma en que las cosas siguen adelante no se sabe cómo, porque todo parece inestable, provisional, hecho para hoy, y mañana no se sabe. Cuando hablas de la política, siempre hablas de esta provisionalidad de la democracia. Quizás sería importante distinguir las distintas formas de inestabilidad.

R.— Aunque la democracia es el régimen de la indeterminación y del riesgo, sin embargo es al mismo tiempo un régimen en el que el elemento estructurante es la participación colectiva en las decisiones, y, por tanto, es una forma de sociedad que precisamente se da sus leyes. En cambio, el momento actual es distinto: es el intento de imponer a la sociedad un orden externo, el de los vínculos económicos mundiales.

P.— ¿Se podría resumir el recorrido que va de L’individualismo… a Lo spazio… diciendo que el individualismo de masas sale de su sufrimiento para encontrar a los otros, para encontrar juntos la oportunidad de constituir, de hacerse constituyentes de la democracia?

R.— Esto nos lleva al problema que has planteado antes. No creo que la democracia sea una promesa de felicidad. Esto es una equivocación en la que hemos caído muchas veces al ocuparnos de la política como solución a estos problemas: el sufrimiento, la infelicidad, etc.

P.— Reencontrar Lo spazio della politica significa la explosión de la idea democrática en el interior de tu propio pensamiento.

R.— Sí, se puede decir. Acepto esa imagen porque ahora tengo más claro algo que quizás antes intuía. Siempre he tenido esta pasión democrática. Sin embargo, antes deducía la democracia del derecho. Democracia y derecho no son la misma cosa. El derecho son los códigos, el derecho de la igualdad…; la democracia es la socialización del poder normativo, la constitución política de lo social. Es el nomos instituido reflexivamente. Sobre esto se juega la partida de la transformación.

P.— El final de L’individualismo… parece un final desesperado. ¿Qué ha ocurrido ahora?

R.— Espero no volver a aquel pesimismo y llegar a practicar la esperanza.

P.— Quisiera preguntarte una última cosa. ¿Qué lectura haces del proceso de transformación que estamos viviendo desde el 89 y la nueva revolución tecnológica? Siempre has reflexionado sobre las relaciones entre tecnificación del mundo e individuo, entre técnica y democracia; ¿cuál es ahora tu punto de vista?

R.— Ciertamente, hay que reformular las preguntas que nos hemos hecho. ¿Cuál es la cifra, el código que permite aproximarse al mundo que estamos viviendo para intentar captar los significados profundos de nuestros problemas prácticos, sin superponer a la oscura trama de las pasiones y los intereses nuestras interpretaciones estereotipadas, nuestros conceptos presuntuosos, los parámetros que utilizamos para todo?

Leyendo en la prensa la crónica del debate parisino sobre la nueva época que se abre como resultado del matrimonio de televisión y ordenador, me ha llamado la atención el énfasis optimista con el que uno de los cantores de la nueva revolución tecnológica dibujaba el escenario de la vida cotidiana del futuro individuo telemático.

Dentro de poco, será posible, para el afortunado poseedor de un televisor conectado al ordenador, programar desde su casa toda la jornada, con visitas al Louvre y viajes a Copacabana, encuentros altamente eróticos y aventuras en el África tropical, combinando inauditas exploraciones y actividades rutinarias, como la visita a las Montañas Rocosas y la preparación de la comida o el encendido de las luces de la casa.

Toda la realidad parece disponible desde una habitación.

Dejando a un lado por el momento la valoración del número de los habitantes de la Aldea Global a los que estará permitido el acceso al nuevo paraíso terrenal, me preguntaba si este individuo telemático, al dejar por cualquier razón su casa, conseguirá distinguir el rostro de una mujer o un hombre de carne y hueso del de su partner telemático, o si al encontrarse ante el paisaje de su antiguo barrio será capaz de captar la diferencia con el barrio de París o de Londres que acaba de visitar en su propia casa.

Frente a esta pregunta, todas las demás parecen perder sentido. Porque si la cuestión central es nuestra relación con la «realidad», la relación entre el imaginario de los hombres del siglo xxi y la realidad (obviamente, no míticamente natural) en la que estamos inmersos con nuestro «cuerpo», entonces la apuesta es muy alta porque estamos en juego nosotros mismos, nuestro «código viviente», nuestra capacidad de elaborar mentalmente la experiencia de los afectos, los deseos, las necesidades.

Planteada la cuestión en estos términos puede parecer una enésima huida hacia adelante, un enésimo intento de sustraerse a los imperativos de nuestro tiempo, que nos obligan a elegir entre la inflación y Europa, entre el gobierno de los técnicos y el retorno de la política grande, etcétera. Me parece, por el contrario, el único modo de volver a coger el hilo y no quedarse enredados en el juego de las palabras vacías. Porque lo que me parece que emerge del conjunto de los dicursos sobre lo que está ocurriendo es la absoluta insignificancia de las palabras. Éste es el hecho sobre el que hace falta reflexionar: la «suspensión del significado de las palabras». Las grandes palabras de este siglo parecen repentinamente carentes de referentes materiales, de efectividad práctica.

Democracia y autoritarismo, derecha e izquierda, normal y anormal parecen de pronto palabras indefinibles. A. Caillé ha dado la señal de alarma: a fuerza de descontextualizar y descorporeizar los «conceptos», no sólo ha desaparecido la política, sino que se ha oscurecido todo el mundo de la significación social, de las identidades y las diferencias, individuales y colectivas.

Así, es posible leer que con el 89 no ha sido derrotado sólo el socialismo real, sino toda la tradición revolucionaria de los «Grandes Proyectos» y del antagonismo entre capital y trabajo, así como que hemos acabado entrando en una fase de realismo pragmático en la que todo el mundo está ya en manos de una clase media universal que sólo piensa en disfrutar la vida.

25 /

9 /

2013

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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